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Authors: Desmond Morris

El Mono Desnudo (23 page)

BOOK: El Mono Desnudo
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Actualmente, podemos presenciar combates entre adultos desarmados en numerosas versiones altamente estilizadas, tales como la lucha libre, el judo y el boxeo pero, en su forma primitiva y no modificada, son bastante raros. En el momento en que se inicia un combate en serio, salen a relucir armas artificiales de alguna clase. En su forma más tosca, éstas son arrojadas o empleadas como prolongación del puño para descargar terribles golpes. En circunstancias especiales, también los chimpancés han empleado esta forma de ataque. En efecto, se les ha podido observar, en condiciones de semicautiverio, asiendo una rama y golpeando con ella el cuerpo de un leopardo disecado, o bien cogiendo pellas de tierra y arrojándolas a los transeúntes por encima de una zanja llena de agua. Pero esto no demuestra que empleen los mismos medios en estado salvaje, y mucho menos que se sirvan de ellos en sus disputas entre rivales. Sin embargo, ello nos da una indicación sobre la manera en que probablemente empezó la cosa, cuando se inventaron las primeras armas artificiales como medios de defensa contra otras especies o como instrumentos para matar a la presa. Su empleo para la lucha dentro de la especie fue, casi con toda seguridad, un giro secundario; pero, una vez inventadas las armas, pudieron emplearse para cualquier emergencia, independientemente de las circunstancias.

La forma más sencilla de arma artificial es el objeto natural, duro, sólido y no modificado, de piedra o de madera. Con un sencillo mejoramiento de la forma de estos objetos, las primitivas acciones de lanzarlos y golpear con ellos se vieron incrementadas con movimientos adicionales de alancear, tajar, cortar y apuñalar.

El siguiente paso importante en los métodos propios del comportamiento de ataque fue el aumento de la distancia entre el atacante y su enemigo, y poco ha faltado para que este paso fuese nuestra ruina. Las lanzas pueden producir efectos a distancia, pero su alcance es muy limitado. Las flechas son más eficaces, pero es difícil hacer puntería con ellas. Las armas de fuego llenan dramáticamente esta laguna, pero las bombas caídas del cielo tienen todavía mayor alcance, y los cohetes tierra-tierra pueden llevar aún más lejos el «golpe» del atacante. Resultado de esto es que los rivales, en vez de ser derrotados, son indiscriminadamente destruidos. Como se ha explicado anteriormente, la finalidad de la agresión, dentro de la misma especie y a nivel biológico, es el sentimiento, no la muerte, del enemigo. No se llega a las últimas fases de destrucción de la vida porque el enemigo huye o se rinde. En ambos casos, se pone fin al choque agresivo: la disputa ha quedado dirimida. Pero desde el momento en que el ataque se realiza desde tal distancia que los vencedores no pueden percibir las señales de apaciguamiento de los vencidos, la agresión violenta prosigue y lo arrasa todo. Esta sólo puede detenerse ante la sumisión abyecta, o ante la fuga en desbandada del enemigo. Ninguna de ambas cosas puede ser observada a la distancia de la agresión moderna, y su resultado es la matanza en masa, a escala inaudita entre las demás especies.

Nuestro espíritu de colaboración, peculiarmente desarrollado, ayuda y fomenta esta mutilación. Cuando en relación con la caza, mejoramos esta importante cualidad. Nos fue de gran utilidad; pero ahora se ha vuelto contra nosotros. El fuerte impulso de asistencia mutua a que dio origen ha llegado a ser capaz de producir poderosa excitación, en circunstancias de agresión dentro de la especie. La lealtad en la caza se convirtió en lealtad en la lucha, y así nació la guerra. Por curiosa ironía, la evolución del impulso, profundamente arraigado, de ayudar a nuestros compañeros fue la causa principal de todos los grandes horrores de la guerra. El ha sido el que nos ha empujado y nos ha dado nuestras letales cuadrillas, chusmas, hordas y ejército. Sin él, éstos carecerían de cohesión, y la agresión volvería a ser «personalizada».

Se ha sugerido que, debido a que evolucionamos como cazadores especializados, nos convertimos automáticamente en cazadores rivales, y que por esta razón llevamos en nosotros una tendencia innata a asesinar a nuestros oponentes. Como ya he explicado, las pruebas lo desmienten. El animal quiere la derrota del enemigo, no su muerte; la finalidad de la agresión es el dominio, no la destrucción, y, en el fondo, no parecemos diferentes, a este respecto, de otras especies. No hay razón alguna para que no sea así. Lo que ocurre es que, debido a la cruel combinación del ataque a distancia con el cooperativismo del grupo, el primitivo objetivo se ha borrado a los ojos de los individuos involucrados en la lucha. Estos atacan, ahora, más para apoyar a sus camaradas que para dominar a sus enemigos, y su inherente susceptibilidad al apaciguamiento directo tiene poco o ninguna oportunidad de manifestarse. Este desgraciado proceso puede llegar a ser nuestra ruina y provocar la rápida extinción de la especie.

Como es natural, este dilema ha producido grandes quebraderos de cabeza. La solución más preconizada es el desarme mutuo y masivo; mas para que éste fuese eficaz tendría que llevarse a un extremo casi imposible, que asegurase que todas las luchas futuras se realizarán en forma de combates cuerpo a cuerpo, donde pudiesen operar de nuevo las señales directas y automáticas de apaciguamiento. Otra solución es «despatriotizar» a los miembros de los diferentes grupos sociales; pero esto sería actuar contra un rasgo biológico fundamental de nuestra especie. En cuanto se establecieran alianzas en una dirección, se romperían en otra. La tendencia natural a formar grupos sociales internos no podría eliminarse nunca sin un importante cambio genético en nuestra constitución, un cambio que produciría automáticamente la desintegración de nuestra compleja estructura social.

Una tercera solución es inventar y fomentar sucedáneos inofensivos y simbólicos de la guerra; pero si éstos fuesen realmente inofensivos servirían muy poco para resolver el verdadero problema. Vale la pena recordar aquí que este problema, a nivel biológico, es de defensa territorial de grupo y, dada la enorme superpoblación de nuestra especie, también de expansión territorial de grupo. Ningún estrepitoso partido internacional de fútbol puede solucionar una cosa así.

Una cuarta solución sería el mejoramiento del control intelectual sobre la agresión. Ya que nuestra inteligencia nos metió en el lío, se dice, a ella toca sacarnos de él. Desgraciadamente, cuando se trata de cuestiones tan fundamentales como la defensa territorial, nuestros centros cerebrales superiores son demasiado sensibles a las presiones de los inferiores. El control intelectual puede llegar hasta aquí, pero no más lejos. En último término, es poco de fiar, y un solo acto emocional, sencillo e irrazonable, puede deshacer todo lo bueno que se haya logrado.

La única solución biológica sensata es una despoblación masiva o una rápida invasión de otros planetas por la especie, combinados, si es posible, con los cuatro sistemas de acción ya mencionados. Sabemos que si nuestra población sigue creciendo al terrorífico ritmo actual, aumentará trágicamente la agresividad incontrolable. Esto ha sido rotundamente probado mediante experimentos de laboratorio. La gran superpoblación producirá violencias y tensiones sociales que destruirán nuestras organizaciones comunitarias mucho antes de que nos muramos de hambre. Actuará directamente contra el mejoramiento del control intelectual y aumentará terriblemente las probabilidades de la explosión emocional. Esta situación sólo puede evitarse mediante una sensible reducción de la natalidad. Desgraciadamente, se presentan para ello dos graves obstáculos. Como ya se ha explicado, la unidad familiar —que sigue siendo la unidad básica de todas nuestras sociedades— es un aparato de procreación que ha evolucionado hasta su estado actual, avanzado y complejo, como un sistema de producción, de protección y de desarrollo de los nuevos retoños. Si esta función se reduce efectivamente o es totalmente suprimida, se debilitarán los lazos entre la pareja, y esto producirá también el caos social. Por otra parte, si hacemos un intento selectivo para contener la marea de la sangre, permitiendo a unas parejas la libre procreación, y prohibiéndolo a otras, esto será en contra del cooperativismo esencial de la sociedad.

La cuestión es, en simples términos numéricos, que si todos los miembros adultos de la sociedad forman parejas y procrean, deberían producir únicamente dos retoños por pareja para que la comunidad se mantuviese en un nivel estable. En tal caso, cada individuo se sustituiría a sí mismo. Y, si tenemos en cuenta que un pequeño porcentaje de la población se abstiene de aparearse y de procrear, y que siempre habrá muertes prematuras, por accidentes y otras causas, aquel promedio de hijos podría ser ligeramente superior. Pero incluso esto significaría un pesado inconveniente para el mecanismo de la pareja. Al disminuir la carga de los hijos, habría que hacer mayores esfuerzos en otras direcciones para mantener firmes los lazos entre la pareja. Pero este peligro es, a largo plazo, mucho menor que el de una superpoblación agobiante.

En resumidas cuentas, la mejor solución para asegurar la paz mundial es el fomento intensivo de los métodos anticonceptivos o del aborto. El aborto es una medida drástica y puede acarrear graves trastornos emocionales. Además, una vez formado el feto por el acto de la fertilización, existe ya un nuevo individuo que es miembro de la sociedad, y su destrucción sería un verdadero acto de agresión, que es precisamente la forma de comportamiento que tratamos de evitar. Los anticonceptivos son, indudablemente, preferibles, y los grupos religiosos o «moralizadores» que se oponen a ellos deben comprender que con su campaña se acrecienta el peligro de la guerra.

Ya que hemos aludido a la religión, convendrá, quizás, examinar más de cerca esta extraña forma de comportamiento animal antes de abordar otros aspectos de las actividades agresivas de nuestra especie. El tema no es fácil, pero como zoólogos que somos, procuraremos observar lo que ocurre, más que escuchar lo que se presume que sucede. Si lo hacemos así, llegaremos a la conclusión de que, en sentido de comportamiento, las actividades religiosas consisten en la reunión de grandes grupos de personas para realizar reiterados y prolongados actos de sumisión, al objeto de apaciguar a un individuo dominante. El individuo dominante en cuestión adopta muchas formas, según las civilizaciones, pero tiene siempre el factor común del poder inmenso. Algunas veces, toma la forma de un animal de especie diferente, o de una versión idealizada de éste. Otras veces, es representado como un miembro más sabio y más viejo de nuestra propia especie. Otras, ha adoptado un aspecto más abstracto, y es considerado, sencillamente, como «el estado» u otro término semejante. Las reacciones de sumisión pueden consistir en cerrar los ojos, bajar la cabeza, juntar las manos en actitud de súplica, hincar las rodillas, besar el suelo o incluso postrarse en él, con frecuentes acompañamientos de gemidos o de vocalizaciones cantadas. Si estos actos de sumisión son eficaces, se logra el apaciguamiento del individuo dominante. Como su poder es tan grande, las ceremonias de apaciguamiento tienen que realizarse a regulares y frecuentes intervalos, para evitar que surja de nuevo su enojo. Generalmente, pero no siempre, se identifica el sujeto dominante con un dios.

Dado que ninguno de estos dioses existe en forma tangible, ¿por qué fueron descubiertos? Para dar respuesta a esta pregunta tenemos que volver a nuestros orígenes ancestrales. Antes de evolucionar y convertirnos en monos cazadores, tuvimos que vivir en grupos sociales como los que vemos actualmente en otras especies de cuadrumanos. En éstas, y en los casos típicos, cada grupo está dominado por un solo macho. Es el jefe, el señor supremo, y todos los miembros del grupo tienen que apaciguarle, o sufrir las consecuencias se no lo hacen. Es también el más activo en la protección del grupo contra los riesgos exteriores y en la solución de las disputas entre los miembros inferiores. La vida entera de cada miembro del grupo gira alrededor del animal dominante. Su papel omnipotente le da categoría de dios. Volviendo a nuestros inmediatos antepasados, resulta claro que con el desarrollo del espíritu de cooperación, tan vital para el éxito de la caza en grupo, el ejercicio de la autoridad por el individuo dominante tenía que ser severamente limitado, si había de conservar la fidelidad activa, como opuesta a la pasiva, de los demás miembros del grupo. Era necesario que éstos quisieran ayudarle, además de temerle. Tenía que ser más «uno de ellos». El mono tirano de la vieja escuela tenía que desaparecer, para dar paso a un jefe más tolerante, más colaborador. Este paso era esencial para el nuevo tipo de organización de «ayuda mutua» que se estaba desarrollando, pero suscitó un problema. Al sustituirse el dominio total del miembro Número Uno del grupo por un dominio cualificado, éste no podía ya exigir una fidelidad ciega. Este cambio en el orden de las cosas, aunque vital para el nuevo sistema social, dejaba, empero, un importante hueco. Persistía la antigua necesidad de una figura omnipotente capaz de tener al grupo bajo control, y su falta fue compensada con la intervención de un dios. La influencia de esta figura divina podía, entonces, actuar como fuerza adicional a la influencia, más restringida, del jefe de grupo.

A primera vista, es sorprendente que la religión haya prosperado tanto, pero su extraordinaria potencia es simplemente una medida de la fuerza de nuestra tendencia biológica fundamental, heredada directamente de nuestros antepasados simios, a someternos a un miembro dominante y omnipotente del grupo. Debido a esto, la religión ha resultado inmensamente valiosa como contribuyente a la cohesión social, y cabe dudar de que nuestra especie hubiese llegado muy lejos sin ella, dada la combinación única de circunstancias de nuestros orígenes evolutivos. Ha producido, además, una serie de curiosos derivados, como la creencia en «otra vida», donde al fin nos reuniremos con las figuras divinas. Estas, por las razones ya explicadas, se vieron irremediablemente impedidas de unirse a nosotros en la vida presente; pero esta omisión puede corregirse en una vida ulterior. Al objeto de facilitarlo, ha surgido una gran variedad de prácticas extrañas, en relación con la disposición de nuestro cuerpo cuando morimos. Si vamos a reunirnos con los omnipotentes jefes, tenemos que estar bien preparados para ello y hay que realizar complicadas ceremonias funerarias.

La religión ha sido también causa de muchos e innecesarios sufrimientos y calamidades, siempre que se ha formalizado excesivamente en su aplicación, y siempre que los «ayudantes» profesionales de las figuras divinas han sido incapaces de resistir la tentación de pedirles prestado un poco de su poder para su propio uso. Pero, a pesar de su abigarrada historia, constituye un elemento imprescindible de nuestra vida social. Cuando llega a hacerse inaceptable, es calladamente, o a veces violentamente rechazada; pero inmediatamente resurge bajo una nueva forma, quizás hábilmente disfrazada, pero conteniendo los mismos antiguos elementos básicos. Sencillamente, tenemos que «creer en algo». Pero una creencia común puede unirnos y mantenernos bajo control. Podría argüirse, partiendo de esto, que cualquier creencia es útil, con tal de que sea lo bastante fuerte; pero esto no es rigurosamente cierto. Tiene que ser grandiosa, y parecer grandiosa. Nuestra naturaleza comunitaria exige la realización y la participación en un complicado ritual colectivo. La eliminación de «la pompa y la circunstancia» dejaría un terrible vacío cultural, y la instrucción dejaría de actuar debidamente en el profundo, emocional y necesario nivel. En cambio, ciertos tipos de creencia son particularmente inútiles y embrutecedores, y pueden llevar a una comunidad a rígidas normas de comportamiento que obstaculizan su desarrollo cualitativo. Como especie, somos animales eminentemente inteligentes y curiosos, y, si la creencia se adapta a esta circunstancia, resultará altamente beneficiosa para nosotros. La creencia es el valor de la adquisición del conocimiento, la comprensión científica del mundo en que vivimos, la creación y apreciación de los fenómenos estéticos en sus numerosas formas y la extensión y profundización de nuestro campo de experiencias en la vida cotidiana se están convirtiendo rápidamente en la «religión» de nuestro tiempo. La experiencia y la comprensión son nuestras imágenes, bastante abstractas, de los dioses, a quienes irritará nuestra ignorancia y nuestra estupidez. Las escuelas y universidades son nuestros centros de enseñanza religiosa; las bibliotecas, los museos, las galerías de arte, los teatros, las salas de conciertos y los campos de deporte, nuestros lugares de adoración en comunidad. Cuando estamos en casa, adoramos con nuestros libros, periódicos, revistas y aparatos de radio y televisión. En cierto sentido, seguimos creyendo en otra vida, porque parte del premio de nuestros trabajos creadores es el sentimiento de que, gracias a ellos, seguiremos «viviendo» después de muertos. Como todas las religiones, ésta tiene también sus peligros; pero, si hemos de tener alguna, como parece ser el caso, parece ciertamente la más adecuada a las cualidades biológicas exclusivas de nuestra especie. Su adopción por una creciente mayoría de la población mundial puede servir de compensadora y tranquilizadora fuente de optimismo, en contraste con el pesimismo antes expresado, concerniente a nuestro futuro inmediato como especie superviviente.

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