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Authors: Martin Davidson

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El nazi perfecto (30 page)

BOOK: El nazi perfecto
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Bruno, por su parte, lidiaba con la herencia bastante más molesta de su escasa aportación bélica: su brazo izquierdo gravemente dañado, cuya muñeca destrozada era un desastre para un dentista. Al menos de momento, le era imposible seguir ejerciendo. Tendría que renunciar a su consulta. Fue un pequeño sacrificio. Había retos que le preocupaban más que el tratamiento de sus pacientes. Temporalmente destinado al ejército, astutamente había dejado en suspenso sus empleos de antes de la guerra
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y los recuperó en cuanto fue evidente que sus días como artillero en el frente se habían terminado. Más significativo, por supuesto, fue que de nuevo estaba disponible para servir en las SS.

En mayo de 1940 escribió al departamento de personal de las SS para informarles de sus nuevas circunstancias y de la decisión de cerrar su consulta: «El teniente Bruno Langbehn ha abandonado su ejercicio autónomo de dentista el 31 de mayo de 1940 y el 1 de junio de 1940 ha reasumido su cargo anterior de jefe regional administrativo de la asociación de dentistas del Reich.» Sin duda esta decisión la motivaba en parte el hecho de su muñeca lisiada, pero era un hombre ansioso de ocuparse de cosas de mayor trascendencia que los empastes y los dolores de muelas.

El empleo de Bruno venía también de perlas a las SS, porque significaba que podrían continuar sin pagarle un sueldo, una prioridad constante para la escasez de fondos de Heydrich. Bruno había demostrado durante tres años, adscrito a la oficina regional de Berlín, que era un oficial competente controlando a la conflictiva derecha. Le trasladaron de la oficina local, detrás de la Alexanderplatz (SD Leitabschnitt) a la sede principal, en la tristemente célebre Prinz-Albrecht-Strasse, el epicentro del reino de terror de Himmler y Heydrich, como miembro del nuevo
Inspekteur
de Berlín, responsable de las operaciones de inteligencia dentro de la capital. No tardó en ocuparse, como antes, de sondear el talante público, lo cual se consideraba una tarea especialmente importante en las primeras etapas de una guerra que había vuelto profundamente aprensivos a tantos ciudadanos. Hitler nunca perdió de vista que las masas, fervientemente aduladoras en un momento, al siguiente podían volverle la espalda. Era responsabilidad de oficiales como Bruno velar por que esto nunca sucediera.

En 1940, el SD era una organización más grande e imponente que la que Bruno había conocido en 1937. Ya no sólo era el Hauptamt, sino que se había transformado en la totalmente imprescindible RSHA u oficina principal de seguridad del Reich, bajo cuyo enorme paraguas Himmler y Heydrich habían fusionado todos los departamentos de la policía del Estado nazi. Se había convertido en una creciente superestructura de inteligencia que abarcaba al SD y a la Gestapo (y otros sectores) y estaba dividida en siete departamentos principales, no sólo los tres antiguos. Las condiciones de la guerra habían hecho aún más imperativa su función de guardianes de la seguridad nacional. Las prioridades bélicas habían suprimido todas las inhibiciones de la época de paz sobre los poderes dictatoriales de las SS o su vulneración de las libertades civiles. Su esfera de operaciones, tan ampliada que llegaba al exterior de Alemania, les daba la ventaja adicional de actuar fuera del alcance de los ojos inquisitivos de la población autóctona.

Una red de locales del SD en Berlín —entre ellos la oficina judía de Eichmann en Kurfürstenstrasse— empezó a organizarse y a ejecutar una política nazi muy diferente. Cada uno utilizaba la guerra como pretexto para intensificar y acelerar sus particulares «proyectos especiales». El estallido de la guerra dio a los oficiales del T4 la oportunidad ideal para aplicar su programa de muerte «misericordiosa», no sólo poniendo en cuarentena a los mentalmente discapacitados o a los que (presuntamente) padecían enfermedades hereditarias, sino matando deliberadamente a miles de ellos mediante gas o una inyección letal, primero en instituciones médicas alemanas y después en la Polonia ocupada.

El poder de las SS, y del SD dentro de ellas, habría de expandirse aún más. Hasta entonces, el ejército había conseguido frenar su influencia invasora, sobre todo en los países recién ocupados, donde se aseguró de que los efectivos SS fueran reducidos y de que no tuvieran acceso a las decisiones clave. Pero esto afectaba a la guerra en Occidente. Hitler estaba rumiando otra contienda en la que las SS desempeñarían un papel más importante.

Tras sus victorias relámpago del verano de 1940, el bombardeo de ciudades inglesas durante el
Blitz
de 1940 y 1941 y hasta la campaña balcánica que sacó de apuros a Mussolini después de la fallida invasión de Grecia, a Hitler le preocupaba no haber empezado todavía la guerra nazi que había soñado. Era el momento de realizar una campaña que ya no se basara en un mero cálculo o una diplomacia audaz, sino que se fundamentase totalmente en la ideología y la visión de un imperio continental en el cual los nazis injertaran un superestado alemán biológicamente purificado. Era hora de mirar hacia el Este, hacia lo que durante siglos los alemanes llamaban
Drang nach Osten.

En julio de 1940, apenas un mes después de la ocupación de Francia, «el más grande general de la historia» había encargado planes para el tercer y más ambicioso de sus sueños militares, la guerra racial total esbozada con una fría arrogancia en tantos de sus discursos anteriores. Su objetivo era todo el territorio al este de Polonia y muy en especial la Unión Soviética. Las dos guerras que había ganado —la diplomática y la de venganza por 1914-1918— desembocarían en una guerra para conquistar espacio vital, con el reasentamiento forzoso de poblaciones enteras y el asesinato en masa de infrahumanos biológicamente identificados. Era la guerra que llevarían a cabo las SS, y Bruno como miembro de ellas.

En julio de 1941, justo un mes antes de que se sacara aquella foto de Bruno y su familia, los alemanes habían lanzado una ofensiva que personificaba más plenamente que otras la aterradora convicción del nacionalsocialismo: la Operación Barbarroja, es decir, la invasión de la Unión Soviética, cuya totalidad y ferocidad rebasarían al final incluso las de Francia y Gran Bretaña. Bruno tenía motivos para su aire adusto en la foto familiar. Aquella invasión dejó pequeñas a todas las precedentes y dictaría el desenlace de la guerra.

No fue un conflicto ordinario en ningún momento. Tres millones de soldados fueron estacionados en la frontera a la espera de invadir la Unión Soviética. Fue diferente también en la forma bélica, pues no sólo era una guerra entre estados-nación antiguamente rivales, sino entre superpotencias mundiales y las ideologías que profesaban, una guerra racial entre los dos pueblos que dominaban la masa continental euroasiática, los teutones germánicos y los rusos asiáticos. Lo que estaba en juego era inmensamente mayor que la campaña del Oeste europeo. Ahora no se trataba del desquite por las humillaciones de la Primera Guerra Mundial, ni de una posición dominante en el corazón del continente; era la guerra del nazismo, no sólo de Alemania, y sería a muerte. De las ruinas humeantes de la Unión Soviética destruida se alzaría la utopía nazi que Hitler veía con tanta claridad. Era una ofensiva con dos flancos; primero el militar y después el cultural.

La Wehrmacht conquistaría a los rusos, pero las SS los nazificaría. La Unión Soviética se convertiría en un laboratorio racial donde las SS mostrarían al mundo lo que realmente significaba el nacionalsocialismo, lo cual no habían podido hacer en Francia, Escandinavia o los Países Bajos. La guerra en el Este no sólo sería el «momento predestinado» de Hitler,
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sino el de todos los nazis y en especial de los que, como Bruno, lo habían soñado toda su vida adulta.

Se lo justificaban a sí mismos pensando en a quién estaban combatiendo. Los rusos representaban la esencia de todo lo que no era alemán en un mundo racialmente definido. El Ejército Rojo era la cáscara exterior bajo la cual acechaba el auténtico enemigo: el «judío-bolchevismo», una mortífera fusión de las tres figuras más odiadas en la visión del mundo nacionalsocialista: los judíos, los marxistas y los eslavos.

Hitler lo expuso muy explícitamente a sus tropas:

La guerra contra Rusia es un capítulo importante en la lucha por la existencia del pueblo alemán. Es la vieja batalla de los pueblos germánicos contra los pueblos eslavos, de la defensa de la cultura europea contra la invasión moscovita y asiática, y el rechazo del judío-bolchevismo […] una voluntad férrea debe guiar la planificación y ejecución de cada acción militar para exterminar inmisericorde y totalmente al enemigo […] No se perdonará a ningún adepto al actual sistema ruso-bolchevique.
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Hitler no tenía intención de convertir a Varsovia, Minsk, Kiev, Leningrado o, por último, Moscú, en versiones de Amsterdam, Copenhague o París. El final de la partida no sería la amnistía, ni siquiera la derrota; sería la aniquilación.
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La misión del SD sería crucial, primero concibiendo y después aplicando las actitudes y los medios necesarios para la tarea en cuestión. Hitler podía no decidir sobre lo que finalmente haría con Gran Bretaña; incluso aceptaba la realidad de una Francia en un estado de connivencia escindida. Nada de esto era incompatible con sus obsesiones nacionalsocialistas. Pero no ocurría lo mismo en el Este. Al igual que en Polonia, había que eliminar a las élites; la bien conocida orden de los comisarios políticos de 6 de junio de 1941 concluye con esta frase: «Hay que suprimir a los dirigentes de alto rango político. El objetivo: la germanización del Este introduciendo a alemanes y tratando a los habitantes nativos como si fueran pieles rojas.»
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Al menos al principio, la invasión, iniciada el 22 de junio de 1941, pareció una repetición de anteriores campañas, un retorno a métodos probados y confirmados, aunque infinitamente más temible. Las prioridades eran la rapidez y la destrucción, abrirse paso hacia Moscú y aplastar al Ejército Rojo que obstruía el camino. Étnica e ideológicamente, aunque consideraban a los soviéticos el enemigo más peligroso del nazismo, políticamente los menospreciaban. Tras la purga de Stalin que diezmó los mandos del ejército, los generales de Hitler pensaron que era un castillo de naipes que se derrumbaría con un empujón brusco. A los nazis les había aterrado la posibilidad de que la guerra con Francia llegase a un punto muerto insostenible, pero acabó en un mes y medio. Por el contrario, se preveía que la campaña contra la Unión Soviética no duraría siquiera hasta Navidad: a finales de otoño estaría terminada.

Por el momento, Bruno había tenido que contentarse con observarlo todo desde fuera, instalado en la atalaya de su trabajo en el SD y la asociación de dentistas. Pero podía consolarle el hecho de que al menos Berlín florecía, todavía físicamente indemne a la guerra. Difícilmente podría haber sido mayor la grieta que separaba el frente oriental y el doméstico, a pesar de los ocasionales ataques aéreos. Era muy agradable para quienes tan afanosamente apoyaban al régimen, como la familia Langbehn. El empleo de Bruno y su rango en las SS daban a la familia un envidiable prestigio. Para las niñas, que estaban ya en la escuela primaria, eran días idílicos, entregadas a sus aficiones favoritas: visitas al zoo de Berlín (por cuyo acuario mundialmente famoso sentían una predilección especial), los helados de los cafés de la Kurfürstendamm, los ratos que pasaban nadando en la espectacular piscina del estadio olímpico y las excursiones en las barcas de remos y botes de pedales por el río Havel. Ignoraban en qué trabajaba su padre, pero vieron enseguida la elegancia de su guerrera negra y plateada de las SS. A su madre y abuela nada les deleitaba más que ponerse sus estolas de piel y pasear por las calles concurridas de la bulliciosa capital. Aún había café y bizcochos y, de momento, nata montada para acompañarlos.

Intuí el encanto de esta vida gracias a una fuente inesperada. Mi primo había recibido un documento que me pasó a mí; era una página de la guía telefónica de Berlín en 1942 y ofrecía una imagen fascinante de la vida cotidiana en el centro del Reich durante las primeras etapas de la guerra. En la guía, en efecto, estaba Bruno:

Langbehn, Bruno, Landesdienstellenleiter, Chlb. 1, Berliner Str. 86/87 34 25 00

La propia simplicidad de este documento le confería una fascinación extraña. Por su misma naturaleza, las guías de teléfonos son tan útiles como puede serlo un libro. Y, sin embargo, cuánta información contienen. La línea dedicada a Bruno se compone de los mismos elementos que todas las demás: nombre, profesión, domicilio (Charlottenburg), dirección y número de teléfono. Lo que sorprende al leer la página es lo impoluto, moderno e intacto que parece Berlín en tiempo de guerra. Una apretada lista de nombres, direcciones y números de teléfono describe una ciudad radicalmente distinta a la urbe calcinada y destruida por tres años de bombardeos y proyectiles de artillería rusos.

La variedad de actividades laborales que figuran en sus páginas dan una estampa de Berlín sólida e incólume. Hay editoriales, casinos, cámaras agrícolas y también una gran cantidad de mujeres con dirección y teléfono propios. Abundan las profesiones liberales y autónomas: «abogado» (un montón de ellos), «ingeniero», «médico», «editor de música», «proveedores de toallas y ropa blanca», «vendedor de coches», «conferenciante universitario» y —mi preferida— «zapatero por encargo». Quizá esto no sea tan extraño: los números de seis cifras sugieren que los teléfonos eran todavía relativamente escasos y cabía esperar que sus titulares fuesen las clases medias profesionales. Pero la página proporciona una pista más oscura sobre la vida en el Berlín nazi de 1941-1942.

En una página que contiene doscientos nombres sólo veo (obviamente) uno judío: «Landsberger Kurt Israel, doctor en medicina…» Sé que es judío porque, si bien «Landsberger» es étnicamente incierto, «Israel» es inequívoco. Era el apellido que le habrían obligado a añadir (al igual que «Sarah» para las mujeres) precisamente para deshacer el «camuflaje» de un apellido genérico. En 1941, e incluso a principios de 1942, seguía siendo técnicamente posible ser judío y figurar en la guía telefónica de Berlín. Pero ¿cómo diablos había conseguido el doctor Landsberger sobrevivir tan ostensiblemente durante tanto tiempo y anunciar abiertamente sus orígenes judíos y su dirección y número de teléfono? ¿Era una obstinación valiente o una miopía terrorífica? ¿Y qué posibilidades había de que su nombre apareciese en la edición de 1943? ¿Se fijaría también Bruno en aquel nombre separado del suyo tan sólo por dos columnas?

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