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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El número de Dios (9 page)

BOOK: El número de Dios
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Doña Berenguela había pasado las últimas semanas en Burgos preparando la boda de su hijo el rey. La nieta de Leonor de Aquitania sabía que la principal obligación de un soberano era perpetuar su linaje, y para ello era preciso celebrar un matrimonio canónico y después tener hijos legítimos. Pese a que sus informes aseguraban que Beatriz era una joven sana, además de muy hermosa, doña Berenguela mantenía la duda de si sería fértil. La inmensa mayoría de las mujeres lo eran, pero algunas eran estériles; eso significaba una gran desgracia, y mucho más si la estéril era una reina. Y en ocasiones, la esterilidad de la soberana era interpretada por los enemigos como una prueba de que Dios no bendecía el enlace de los reales esposos.

El reino de Castilla necesitaba un heredero. Don Fernando era joven y fuerte, pleno de vigor y de energía, pero podía ocurrirle cualquier accidente, una enfermedad o que sucumbiera en alguna batalla. En los últimos años no eran pocos los reyes que habían muerto de manera violenta. El propio don Enrique había fallecido a los trece años al golpearle una teja en la cabeza, y el aguerrido y caballeresco Pedro II de Aragón había sucumbido en la batalla librada contra las tropas cruzadas de Simón de Monfort en Muret. La muerte, aunque pareciera algo lejano, siempre estaba al acecho, y nadie sabía el momento en que le iba a tocar iniciar el tránsito al otro mundo.

En cuanto recibió la noticia de que Beatriz se acercaba, doña Berenguela acudió a su encuentro para recibirla en el confín oriental de Castilla, más allá de Vitoria, cerca de Salvatierra, en la frontera con Navarra.

En el primer encuentro con su futura nuera, la joven alemana le pareció una mujer espléndida, capaz de colmar de todo tipo de felicidad a su hijo, y se alegró por la buena elección que había hecho.

Entre tanto, don Fernando aguardaba en Burgos la llegada de su novia, que entró en la ciudad a principios del mes de noviembre, en un día frío y algo ventoso pero luminoso y soleado. La población burgalesa se había echado a las calles para recibir a la princesa que pronto sería su reina y cuya belleza había corrido de boca en boca hasta hacerse legendaria.

La calesa real en la que viajaban doña Berenguela y doña Beatriz se acercó a Burgos por el Camino Francés. En el exterior de la puerta de San Esteban esperaba paciente el rey Fernando, montado a lomos de un caballo blanco y vestido con una amplia capa de piel de marta. Al llegar a su altura, la calesa se detuvo, el rey saltó del caballo y se acercó hasta ella. Doña Berenguela besó a su hijo y le presentó a su futura esposa. El rey inclinó la cabeza y besó la mano de doña Beatriz ante las aclamaciones de las gentes allí congregadas, centenares de curiosos que no habían querido perderse la entrada triunfal en Burgos de su futura reina.

La comitiva real entró en la ciudad y recorrió la calle de Calderería hasta que llegó a la iglesia de San Nicolás; siguiendo el trazado habitual en los grandes desfiles reales, desde allí cruzó una travesera para llegar hasta la catedral, donde el deán y el prior esperaban a la puerta. A la vista de su iglesia, el obispo Mauricio no tuvo duda de que era necesario un nuevo templo. El que tenía ante sus ojos le parecía oscuro, pesado y antiguo, y comparado con las catedrales de Bourges, Chartres o París no era sino un montón de piedras talladas colocadas de manera más o menos ordenada, nada parecido a los maravillosos templos que acababa de ver en Francia.

Mientras se ultimaban los preparativos de la boda y se esperaba a que acudieran todos los invitados, el rey Fernando recibió la Orden de Caballería. Fue en el monasterio de Las Huelgas, donde pasó la noche velando armas, para recibir al día siguiente su investidura. Tras una misa celebrada por el obispo Mauricio, que bendijo las armas del rey, don Fernando ciñó la espada y su madre le abrochó el cinturón. Don Fernando pensó que, si las cosas hubieran transcurrido de otro modo, tal vez debiera de haber sido su padre, el rey don Alfonso de León, quien le hubiera entregado las armas, pero ante la imposibilidad de que eso pudiera suceder, fue el propio don Fernando quien se armó a sí mismo como caballero.

Tres días más tarde, en la fiesta de San Andrés, se celebró la boda. La abadesa de Las Huelgas, la infanta Constanza, hija del rey Alfonso VIII de Castilla y hermana de Berenguela, que acababa de tomar posesión de su cargo al frente de la poderosa abadía, hizo cuanto pudo para conseguir que la ceremonia nupcial se celebrara en la iglesia de su monasterio, donde el fresco con la escena de las bodas de Caná que pintara Arnal Rendol lucía esplendoroso y el manto de la Virgen en azul vivísimo destacaba en el centro de la composición con una luminosidad extraordinaria. Pero pesó más la opinión del obispo Mauricio, y la boda tuvo lugar en la catedral. La abadesa argumentó que aquél era un edificio demasiado oscuro y lúgubre, y que por el contrario la iglesia del monasterio, construida por el maestro Ricardo y pintada por el maestro Arnal, era más adecuada para una boda real.

Don Mauricio alegó que un rey debía casarse en una catedral, y sugirió que ya era hora de construir un nuevo templo catedralicio conforme al nuevo estilo francés.

Tanta gente estaba dispuesta a contemplar la boda real que la catedral se quedó pequeña. Aquella fue una buena oportunidad para don Mauricio, que en cuanto pudo le recordó a don Fernando la necesidad de construir un nuevo templo.

—Hablaremos de eso enseguida —le dijo el rey.

Entre los invitados que pudieron acceder al interior de la catedral estaban el maestro Arnal Rendol y su hijita Teresa. Era la primera vez que la niña asistía a un acontecimiento semejante, y se sintió muy importante cuando presenció el desfile de toda la retahíla de condes, barones, hidalgos, obispos, abades, clérigos y monjes que pululaban por la catedral haciendo ostentación de sus mejores trajes y joyas.

Teresa contempló orgullosa los frescos pintados por su padre.

—¿Te acuerdas? Hace dos años estábamos subidos en un andamio pintando aquel fresco. Algunas de las pinceladas de ese mural son tuyas. Fue la primera vez que te dejé utilizar el pincel en una de mis obras.

A pesar de su corta edad, Teresa todavía recordaba el día en que su padre le colocó un pincel en la mano y le dejó pintar la pared recién encalada. ¡Cómo iba a olvidarlo, si hasta entonces aquél había sido el día más feliz de su vida!

—Dios merece otra casa en Burgos, el rey de Castilla un nuevo símbolo de su recuperado poder y esta ciudad una verdadera catedral de la que sentirse orgullosa —sentenció el obispo Mauricio en presencia de todo el cabildo.

Los canónigos lo escuchaban atentos. Don Mauricio los había citado para debatir la que él creía una urgente necesidad: construir una catedral conforme al nuevo estilo imperante en Francia.

—Una nueva catedral costaría mucho dinero, y no disponemos de las rentas suficientes para semejante empresa —alegó el deán.

—El rey Fernando nos las proporcionará. Le demandaremos nuevas donaciones, más propiedades, conseguiremos que su santidad otorgue bulas que contengan amplias indulgencias a quienes donen bienes en dinero o en propiedades para la obra de la nueva catedral. Dios es la luz y necesita una casa donde la luz lo inunde todo, un templo en el nuevo estilo francés.

—¿Y quién construirá ese templo? —demandó el deán.

—En mi viaje en busca de la reina Beatriz estuve en la ciudad de Chartres. Allí conocí a Juan de Rouen, maestro de obra de su catedral, quien me presentó a su hermano. Se llama Luis y también posee el título de maestro; lo acababa de obtener en París. Ahora trabaja en la fábrica de la catedral de Bourges; está esperando a que lo llamemos para comenzar nuestra nueva catedral.

»Queridos hermanos, si estáis de acuerdo con mi plan podemos empezar el nuevo templo enseguida. El rey Fernando se ha mostrado dispuesto a colaborar para que sea posible y a interceder ante el Papa para conseguir su bendición y sus bulas de indulgencias.

—Burgos es una etapa principal en el Camino Francés a Compostela —intervino el sacristán—. Una nueva catedral atraería a más peregrinos; yo estoy de acuerdo con su eminencia el obispo.

Varios canónigos asintieron con un murmullo de voces que cesó de repente en cuanto don Mauricio ordenó silencio y volvió a tomar la palabra.

—Ser enterrado en la nueva catedral será un privilegio extraordinario, y los derechos de sepultura proporcionarán también notables ingresos. Serán muchos los potentados que deseen que sus huesos descansen para siempre ahí.

Todo el cabildo decidió apoyar el plan del obispo Mauricio y que las obras comenzaran bajo la dirección del maestro Luis de Rouen en cuanto fuera posible.

Acabada la reunión del cabildo, Mauricio se dirigió hacia la que ya consideraba vieja catedral. Caminó bajo sus pesadas y oscuras bóvedas, contempló los frescos pintados con escenas de la vida de la Virgen y del Juicio Final y se alegró ante la inmediata construcción del nuevo templo. Cerró los ojos e intentó imaginarse dentro de la catedral que construiría Luis, tan hermosa como la de Chartres, tan esbelta como la de Bourges, tan grandiosa como la de Nuestra Señora de París.

Don Mauricio tenía treinta años; con un poco de suerte y si Dios lo consentía, podría vivir hasta los sesenta o quizás incluso más, pues había casos de gentes que habían sobrepasado los setenta. Si conseguía que las obras comenzaran enseguida y lograba que no se interrumpieran, podría contemplar su catedral completamente terminada antes de morir.

Bien, no había tiempo que perder. Tenía que hablar con el rey, conseguir todo su apoyo, escribir a Roma y comenzar a recaudar dinero para la fábrica. Había mucho trabajo por delante y tenía que hacerlo pronto y bien. Castilla necesitaba esa catedral. Revisando algunos pergaminos del archivo, había leído una nota en la que hacía treinta años un canónigo recién llegado de París, donde había estudiado teología, ya había planteado la necesidad de construir un nuevo templo como los que se estaban levantando en Francia, y citaba como ejemplo la iglesia que el abad Suger había edificado en la abadía de San Dionisio, junto a la ciudad de París.

Capítulo VII

D
on Fernando estaba encantado con su bella esposa alemana. Los reyes pasaron en Burgos las semanas que siguieron a la boda y los dos jóvenes monarcas parecían disfrutar de su mutua compañía. El invierno se había echado encima con la crudeza que siempre lo acompaña en las altas tierras castellanas, pero todas las mañanas, cuando el tiempo soleado aunque gélido lo permitía, salían a cabalgar por los campos al norte de la ciudad, hacia los páramos de Vivar y Ubierna. Allí, entre las laderas arcillosas cubiertas de nieve, practicaban la caza con halcón. Acompañados de una nutrida corte de nobles y guerreros, lanzaban sus halcones al vuelo esperando conseguir alguna torcaz o una liebre.

Al atardecer regresaban a Burgos, y antes de la cena, mientras la reina recibía clases de lengua castellana, el rey despachaba con sus consejeros, entre los que siempre estaba presente la reina madre Berenguela. Tras la cena, don Fernando y doña Beatriz se retiraban a unos aposentos convenientemente caldeados con braseros de bronce. En toda la ciudad no se hablaba de otra cosa que de la felicidad de los dos jóvenes monarcas, de sus noches de amor en el palacio y de sus largos paseos sobre los campos nevados de Castilla.

Los domingos acudían a misa a la catedral, donde el obispo don Mauricio no dejaba pasar ninguna oportunidad para insistir ante don Fernando que era necesario un nuevo templo que reflejara la nueva era que había comenzado para Castilla, bajo el que presumía iba a ser un glorioso reinado. Don Mauricio, que asistía a todas las curias regias como consejero real, insistía además en todas ellas en el mismo asunto.

Entre noches de amor con doña Beatriz y mañanas de caza en los páramos burgaleses, don Fernando y doña Berenguela no olvidaban sus obligaciones políticas. El linaje de los Lara, sus más enconados enemigos, fue enseguida derrotado. Don Álvaro de Lara murió en Toro, intentando llegar a un acuerdo con el rey Alfonso de León, que para entonces, y abandonada al menos por el momento su idea de conquistar Castilla, estaba acercándose al reino de Portugal. Don Fernando de Lara, otro de los miembros más relevantes de esta familia, tuvo que emigrar al norte de África en busca de fortuna, ofreciendo su lanza al soberano musulmán que más pudiera pagar por ella, y don Gonzalo, el tercero de este linaje, buscó refugio entre los musulmanes de al-Andalus. De un plumazo, el rey don Fernando había logrado desembarazarse de sus tres enemigos principales y despejar el camino hacia una Castilla en la que nadie cuestionase su autoridad y su legitimidad en el trono.

Pese a su juventud, y siempre aconsejado por su madre Berenguela, don Fernando estaba empeñado en recuperar la dignidad real en Castilla, que había quedado un tanto mermada durante la minoría de edad de su tío, el malogrado rey Enrique.

El primer día del año 1220 llegó a Burgos una noticia que causó un gran impacto en don Fernando. Los cruzados de Juan de Brienne, portador del título de rey de Jerusalén, aunque la Ciudad Santa seguía en manos de los musulmanes desde que la conquistara el gran Saladino, acababan de conquistar la estratégica ciudad de Damieta, en el delta del Nilo, y se comentaba que estaban dispuestos a llegar hasta la ciudad de Jerusalén para devolverla a la Cristiandad.

—Deberíamos incorporarnos a la Cruzada. Jerusalén ha de retornar a la Cristiandad —comentó uno de los consejeros del rey de Castilla, en una curia celebrada el mismo día de Año Nuevo.

—Nuestra cruzada está aquí mismo. Un tercio de la tierra de esta Península permanece todavía en manos del Islam. Desde que mi abuelo don Alfonso derrotara a los almohades en la batalla de las Navas de Tolosa, no hemos avanzado absolutamente nada para obtener réditos de esa gran victoria. Es hora de hacerlo. Castilla debe acabar con la presencia de reinos musulmanes en esta tierra, y en cuanto lo logremos, iremos a esa cruzada y a cuantas sea necesario, pero antes tenemos que rematar nuestra tarea aquí —puntualizó don Fernando.

—Para mayor gloria de Dios y de vuestra majestad —terció el obispo de Burgos—. Y para ello nada mejor que una gran catedral…

—Está bien, está bien —le cortó tajante el rey—. Decidme, señor obispo, qué necesitáis para construir esa catedral, de modo que pueda ser iniciada cuanto antes. Espero que a partir de ahora dejéis de agobiarme con vuestra insistencia en este asunto.

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