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Authors: Katherine Neville

El ocho (13 page)

BOOK: El ocho
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Creía haber leído algo al respecto.

—En Estados Unidos solo hay unas decenas de jugadores con más de dos mil cuatrocientos puntos —respondió Lily con tono de tristeza—, pero no todos participan en este torneo. La última puntuación de Solarin supera los dos mil quinientos puntos, y en este torneo solo hay cinco personas entre su categoría y la mía. Si me enfrento tan pronto con él, no podré prepararme.

Ahora lo comprendía todo. El productor teatral que organizaba el torneo había invitado a Lily a efectos de promoción. Quería vender entradas, y Lily era la Josephine Baker del ajedrez; lo tenía todo, salvo el ocelote y los plátanos. Ahora el organizador contaba con una atracción mayor bajo la forma de Solarin, de modo que podía sacrificar a Lily. La emparejaría con Solarin en las primeras partidas y la borraría del torneo. Le traía sin cuidado que la competición fuera para Lily un medio para conquistar el título. De pronto pensé que el mundo del ajedrez no se diferenciaba mucho del de los interventores públicos autorizados.

—Muy bien, ahora te has explicado —dije, y eché a andar por el pasillo.

—¿Adónde vas? —exclamó Lily.

—Quiero darme una ducha —respondí volviendo la cabeza.

—¿Una ducha? —Parecía histérica—. ¿Por qué?

—Tengo que ducharme y cambiarme para asistir dentro de una hora a esa partida de ajedrez —contesté. Me detuve junto a la puerta del baño y me volví para mirarla.

Lily me miró sin decir nada. Tuvo la amabilidad de sonreír.

Me sentía ridícula a bordo de un descapotable a mediados de marzo, con el cielo cubierto de nubes de nieve y la temperatura bajo cero. Lily se arrebujaba en su capa de marta cebellina. Carioca se entretenía tirando de las colas de piel y esparciéndolas por el suelo del coche. Yo solo llevaba un abrigo de lana negra y me estaba congelando.

—¿Este coche no tiene capota? —pregunté.

—¿Por qué no dejas que Harry te haga un abrigo de piel? Al fin y al cabo es su oficio y te quiere muchísimo.

—En este momento no me serviría de nada —respondí—. Explícame por qué esta partida se celebra a puerta cerrada en el Metropolitan Club. Al patrocinador debería interesarle conseguir la máxima publicidad con la primera partida que Solarin juega en territorio occidental después de varios años.

—Sin duda sabes mucho de patrocinadores —dijo Lily—. Sin embargo, hoy Solarin se enfrenta con Fiske. Si en lugar de una tranquila partida privada, hubiera organizado un encuentro público, podría haberle salido el tiro por la culata. Fiske está bastante chiflado.

—¿Quién es Fiske?

—Antony Fiske, un jugador extraordinario —contestó Lily—. Es un GM británico, pero está inscrito en la Zona Cinco porque vivía en Boston cuando se dedicaba activamente al ajedrez. Me sorprende que haya aceptado, porque lleva años sin jugar. En el último torneo en que participó, mandó echar al público. Creía que en la sala había micrófonos ocultos y en el aire vibraciones misteriosas que interferían con sus ondas cerebrales. Todos los ajedrecistas están medio locos. Según dicen, Paul Morphy, el primer campeón estadounidense, murió sentado, totalmente vestido, en una bañera donde flotaban zapatos de mujer. Aunque la locura es un riesgo profesional del ajedrez, yo no acabaré en el manicomio. Solo le pasa a los hombres.

—¿Por qué?

—Querida, porque es un juego edípico. Consiste en matar al rey y follarse a la reina. A los psicólogos les encanta seguir a los jugadores de ajedrez para comprobar si se lavan las manos con demasiada frecuencia, olisquean zapatillas viejas o se masturban entre una sesión y la siguiente. Y después escriben artículos en la revista de la Asociación Médica Norteamericana.

El Rolls Corniche azul claro se detuvo delante del Metropolitan Club, en la calle Dieciséis, cerca de la Quinta Avenida. Saul nos abrió la puerta. Lily le entregó a Carioca y echó a andar hacia la rampa con dosel que bordeaba el patio adoquinado y conducía a la entrada. Saul, que durante el trayecto no había abierto la boca, me guiñó un ojo. Me encogí de hombros y seguí a Lily.

El Metropolitan Club es una vetusta reliquia del antiguo Nueva York. Club residencial privado para hombres, en su interior nada parecía haber cambiado desde hacía un siglo. La desteñida moqueta roja del vestíbulo necesitaba una buena limpieza, y la madera oscura de la recepción pedía a gritos que la enceraran. Sin embargo, el salón principal poseía toda la suntuosidad de que carecía la entrada.

Era una amplia estancia cuyo techo, labrado al estilo de Palladio y adornado con pan de oro, se elevaba a nueve metros de altura. Una única araña pendía de un largo cordón en el centro. En dos de las paredes se abrían hileras de balcones, cuyas ornamentadas barandillas daban al salón, como en los patios venecianos. La tercera pared estaba forrada hasta el techo de espejos dorados, donde se reflejaban los balcones. El cuarto lado quedaba separado del vestíbulo por unas amplias mamparas de tablillas revestidas de terciopelo rojo. Sobre el suelo de mármol, de cuadros blancos y negros, como escaques de un tablero de ajedrez, había decenas de mesitas rodeadas de sillas de piel. En una esquina reposaba un piano de ébano, junto a un biombo lacado.

Mientras yo observaba la decoración, Lily me llamó desde el balcón del primer piso. Su capa de piel colgaba de la barandilla. Me señaló la gran escalera de mármol que, desde el vestíbulo, ascendía descubriendo una curva hasta el lugar donde ella se encontraba.

Cuando subí, me guió hasta la pequeña sala de juego. Estaba decorada en color verde y tenía amplias puertaventanas que daban a la Quinta Avenida y al parque. Varios trabajadores se encargaban de retirar las mesas con superficie de piel o paño verde para jugar a las cartas. Nos miraron sorprendidos mientras las apilaban junto a la pared, al lado de la puerta.

—Aquí se celebrará la partida —me explicó Lily—. No sé si ya han llegado todos. Todavía falta media hora. —Se volvió hacia uno de los trabajadores y preguntó—: ¿Sabe dónde está John Hermanold?

—Tal vez en el comedor. —El hombre se encogió de hombros—. Si quiere, puede telefonear para que lo avisen. —La miró de arriba abajo de forma nada lisonjera. Lily llamaba la atención con su escueto vestido, y me alegré de haberme puesto un pantalón de franela gris de lo más formal. Empecé a quitarme el abrigo, pero el hombre me detuvo—. Está prohibida la presencia de señoras en la sala de juegos —me comunicó, y volviéndose hacia Lily añadió—: Tampoco pueden entrar en el comedor. Será mejor que vayan a la planta baja y telefoneen.

—Voy a matar a ese cabrón de Hermanold —masculló Lily apretando los dientes—. Un club privado para hombres, ¿a quién se le ocurre?

Echó a andar por el pasillo en busca de su presa, y yo me dejé caer en una silla, entre las miradas hostiles de los trabajadores. No envidiaba la suerte que correría Hermanold cuando se topara con Lily.

Me entretuve mirando por las sucias ventanas que daban a Central Park. Fuera ondeaban unas pocas banderas, cuyos colores desvaídos se veían aún más pálidos a la opaca luz invernal.

—Disculpe —dijo alguien con tono arrogante.

Me volví y vi a un cincuentón alto y atractivo, de pelo oscuro y sienes plateadas. Vestía una chaqueta azul marino con un escudo ornamentado, pantalón gris y polo blanco. Tenía el tufo característico de Andover y Yale.

—No se permite estar en esta sala hasta que comience el torneo —declaró con firmeza—. Si tiene entrada, la acomodaré abajo hasta el comienzo de la partida. De lo contrario, tendrá que abandonar el club.

Su atractivo inicial empezaba a esfumarse. No es oro todo lo que reluce, pensé.

—Prefiero quedarme aquí. Estoy esperando a alguien que traerá mi entrada…

—Me temo que no es posible —me interrumpió, al tiempo que me cogía del brazo—. Me he comprometido con el club a que respetaríamos las reglas. Además, hay cuestiones de seguridad…

Pese a que tiraba de mí con toda la dignidad de que era capaz, no me moví. Enganché los tobillos en las patas de la silla y le sonreí.

—He prometido a mi amiga Lily Rad que la esperaría aquí —le dije—. Está buscando a…

—¡Lily Rad! —exclamó, y me soltó el brazo como si fuera un atizador al rojo vivo. Me repantigué y puse cara de angelito—. ¿Lily Rad está aquí? —Seguí sonriendo y asentí—. Permítame que me presente, señorita…

—Velis, Catherine Velis.

—Señorita Velis, soy John Hermanold, el patrocinador del torneo. —Me estrechó cordialmente la mano—. Es un verdadero honor contar con la presencia de Lily en esta partida. ¿Dónde está?

—Buscándole —contesté—. Los trabajadores nos dijeron que usted estaba en el comedor. Probablemente ha subido allí.

—En el comedor —repitió Hermanold, temiéndose lo peor—. Iré a buscarla, ¿de acuerdo? Luego nos reuniremos y las invitaré a tomar algo. —Dicho esto, salió apresuradamente.

Ahora que Hermanold era un buen amigo, los trabajadores me miraban con reticente respeto. Observé cómo sacaban de la sala las mesas apiladas y colocaban hileras de sillas de cara a la ventana, dejando un pasillo en el medio. Luego, se arrodillaron, tomaron medidas con una cinta métrica y rectificaron la posición de los muebles según un modelo invisible que parecían seguir.

Contemplaba las maniobras con tanta curiosidad que no reparé en el hombre que entró silenciosamente hasta que pasó junto a mi silla. Era alto y delgado; tenía el pelo muy rubio y largo, peinado hacia atrás y rizado a la altura de la nuca. Vestía pantalón gris y una camisa holgada de hilo blanco, que llevaba desabotonada, de modo que dejaba ver un cuello recio y unos bonitos huesos de un bailarín. Se acercó prestamente a los trabajadores y les habló en voz baja.

Los que medían el suelo se levantaron de inmediato y se acercaron al recién llegado. Este estiró el brazo para señalar algo y los trabajadores se apresuraron a cumplir sus deseos.

Cambiaron de posición el gran tablero de la parte delantera, alejaron la mesa de los árbitros de la zona de juego y movieron la mesa del ajedrez hasta que quedó equidistante de las paredes. Los trabajadores no protestaban al realizar esas extrañas maniobras. Parecían respetar al recién llegado y no se se atrevían a mirarlo a los ojos mientras cumplían sus órdenes al pie de la letra. Entonces noté que el desconocido no solo había reparado en mi presencia, sino que hacía preguntas sobre mí a los trabajadores. Señaló hacia mí varias veces y al final se dio la vuelta para mirarme. Cuando lo hizo, me estremecí. Había algo conocido y al mismo tiempo extraño en su persona.

Sus pómulos altos, su delgada nariz aguileña y su fuerte mandíbula creaban planos angulosos que reflejaban la luz como el mármol. Sus ojos eran de un gris verdoso, del color del mercurio líquido. Parecía una magnífica escultura renacentista esculpida en piedra y, al igual que la piedra, también él parecía frío e impenetrable. Quedé tan fascinada como el pájaro por la serpiente, y me cogió con la guardia baja cuando inesperadamente se apartó de los trabajadores y cruzó la sala hasta donde yo estaba.

Nada más acercarse me cogió las manos y me obligó a levantarme de la silla. Me sujetó del brazo y, antes de que yo me diera cuenta de lo que ocurría, empezó a llevarme hacia la puerta y me susurró al oído:

—¿Qué haces aquí? No has debido venir.

Percibí un ligerísimo acento. Su conducta me había dejado anonadada. Al fin y al acabo, ese hombre no me conocía de nada. Me paré en seco y pregunté:

—¿Y tú quién eres?

—Quién soy yo no tiene ninguna importancia —respondió en voz baja, y me miró fijamente, como si intentara recordar algo—. Lo importante es que sé quién eres tú. Has cometido un gran error al venir. Corres un gran peligro. En este momento percibo un gran peligro a mi alrededor.

Tuve la impresión de que ya había oído esas palabras.

—¿De qué estás hablando? —pregunté—. He venido a ver la partida de ajedrez. Estoy con Lily Rad. John Hermanold dijo que podía…

—Sí, claro —me interrumpió con impaciencia—. Ya lo sé, pero debes irte de inmediato. Te ruego que no me pidas explicaciones. Márchate del club lo antes posible… Por favor, hazme caso.

—¡Esto es ridículo! —exclamé. El hombre dirigió la vista hacia los trabajadores y luego se volvió hacia mí—. No tengo la menor intención de marcharme, a menos que me expliques a qué viene esto. No sé quién eres. Es la primera vez que te veo. ¿Con qué derecho…?

—No; no es la primera vez que me ves —aseguró quedamente. Me puso una mano en el hombro con suma delicadeza y me miró a los ojos—. Y volverás a verme. Te ruego que te marches ahora mismo.

Acto seguido dio media vuelta y salió de la sala de juego con el mismo sigilo con que había llegado. Yo estaba temblando. Miré a los trabajadores y vi que seguían atareados; evidentemente, no habían notado nada raro. Caminé hacia la puerta y salí al balcón, confundida por tan insólito encuentro. Entonces caí en la cuenta de que aquel hombre me recordaba a la pitonisa.

Lily y Hermanold me llamaban desde el salón de la planta baja. Plantados sobre las baldosas de mármol blanco y negro, semejaban trebejos de extraño atuendo sobre un tablero con las piezas descolocadas, ya que otras personas se movían alrededor.

—Baje y la invitaré a la copa que le prometí —propuso Hermanold.

Caminé por el balcón hasta la escalera de mármol con alfombra roja y bajé al vestíbulo. Aún me temblaban las piernas. Quería quedarme a solas con Lily y contarle lo ocurrido.

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