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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

El oro de Esparta (28 page)

BOOK: El oro de Esparta
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Sam se echó hacia atrás, para cambiar el centro de gravedad y llegar al acelerador. Su mano estaba a medio camino cuando sintió que el estómago le subía de nuevo y oyó el sonido de la hélice al salir del agua la popa.

Solo tuvo una fracción de segundo para gritar «Remi» antes de verse lanzado al aire. Consciente de que la piedra estaba cerca, pero no sabía cuánto, giró la cabeza para buscarla. Entonces, de entre la niebla, la vio acercarse a su cara.

36

Segundos, minutos o quizá horas más tarde, Sam notó que su mente luchaba por recobrar la consciencia. Uno tras otro comenzó a recuperar los sentidos; primero notó una suave sensación en la mejilla, seguida por un conocido olor a manzanas verdes.

Pelo, pensó, pelo que roza mi cara. Coco y almendras. El champú de Remi.

Se obligó a abrir los ojos y se encontró contemplando el rostro de su mujer. Miró a ambos lados. Estaba tumbado en el fondo de la embarcación, con la cabeza apoyada en el regazo de Remy.

Carraspeó.

—¿Estás bien? —preguntó.

—¿Si estoy bien? —susurró Remi—. Estoy bien, so imbécil. Tú eres quien casi se ahoga.

—¿Qué ha pasado?

—Te has dado de cabeza contra el escollo, eso es lo que ha pasado. Justo he mirado en el momento en que comenzabas a caer al agua. Te he arrojado un cabo. Aún no te habías desmayado. Te he gritado que cogieses el cabo y lo has hecho. Te he recogido.

—¿Cuánto tiempo he estado sin sentido?

—Unos veinte, veinticinco minutos.

Él cerró los ojos con fuerza.

—Me duele la cabeza.

—Tienes un tajo en la frente; es bastante largo, pero poco profundo.

Sam se tocó la herida con los dedos, y notó que tenía un vendaje en la parte superior de la frente.

—¿Qué tal la visión? —preguntó Remi.

—Lo veo todo oscuro.

—Es una buena señal, es de noche. Vale, ¿cuántos dedos hay aquí?

Sam refunfuñó.

—Venga, Remi, estoy bien.

—Hazme el favor.

—Dieciséis.

—Sam...

—Cuatro dedos. Me llamo Sam, tú eres Remi y estamos en una balsa en el mar Negro intentando robar una botella de vino de la bodega perdida de Napoleón, que tiene un jefe de la mafia. ¿Satisfecha?

Ella le dio un rápido beso en los labios.

—Lo has acertado todo excepto eso que has dicho de la balsa.

—¿Qué?

—Después de recogerte, la embarranqué. No estoy segura de dónde estamos.

—¿Has navegado entre el resto de los escollos? Diablos, tú tendrías que haber llevado el timón desde el principio.

—Pura suerte y desesperación.

—Parece un buen nombre para un barco. Por cierto, ¿cómo está? Me refiero a la embarcación.

—No he encontrado ninguna fuga. Aún podemos navegar.

—¿Qué hora es?

—Unos minutos después de la medianoche. ¿Te sientes con ánimo para echar una ojeada?

Más notable incluso que Remi hubiese podido abrirse paso entre los escollos, sin sufrir ni un rasguño, era que había encontrado un trozo de playa donde en ese momento descansaba la barca. No medía más de tres metros de profundidad y unos seis de ancho, y se angostaba en ambas direcciones hasta el comienzo de unos senderos de piedra que no tenían más de cincuenta centímetros de ancho.

Una vez que Sam se hubo levantado y sacudido las telarañas, primero fueron hacia el sur, pero encontraron el camino cerrado por una pared de piedra a un par de centenares de metros. Hacia el norte les fue mejor, y caminaron casi ochocientos metros antes de encontrarse con una destartalada escalera de madera sujeta al acantilado. Subieron hasta lo alto y miraron en derredor. Allí, muy arriba sobre la superficie del mar, el fuerte viento había barrido la niebla, pero abajo, el mar continuaba cubierto por la bruma. Se orientaron con la brújula.

—Bueno, podemos ir más hacia el sur de la finca o pasarla por el norte —dijo Sam—. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido hasta que has encontrado la playa?

—Veinte minutos. Pero he dado varias vueltas, estoy segura, así que no cuentes con eso.

—¿Qué tal la corriente?

—Durante la mayor parte, agitada y casi de proa.

—Entonces es probable que hayas ido hacia el sur. —Sam alzó los prismáticos y miró a un lado y al otro—. Ves la luz...

—Sí. Allí está —contestó Remi, y señaló. Sam miró hacia donde apuntaba—. Espera —susurró.

Pasaron unos pocos segundos, y en la oscuridad se vio un único destello blanco.

—No está a más de tres kilómetros —calculó Sam—. Todavía estamos en juego.

Diez minutos más tarde estaban de nuevo en el agua y navegaban hacia el norte, esa vez con mucho cuidado de mantenerse a una distancia desde la cual oían el choque de las olas contra la pared del acantilado. Contaban con la ventaja de la marea baja, y el oleaje era lento, pero así y todo, Sam y Remi eran muy conscientes de que en alguna parte a la izquierda estaban los escollos. Marea baja o no, ninguno de los dos quería arriesgarse de nuevo a pasar por el laberinto.

Tras treinta minutos de navegación, Sam cerró el acelerador y dejó que la pequeña embarcación se moviese por inercia. Remi miró por encima del hombro, con una expresión de interrogación en el rostro. Sam se llevó una mano a una oreja y señaló hacia la proa.

—Embarcación —susurró.

Entre la niebla se oyó el rumor de un motor de gran potencia que funcionaba casi al ralentí, al parecer, moviéndose de izquierda a derecha en algún lugar delante de ellos. Luego se oyó una radio, y una voz que decía algo que Sam y Remi no alcanzaron a entender.

Pasaron diez segundos.

A su derecha, un reflector se encendió en la bruma y comenzó a moverse por encima del agua, cerca de la playa. Después de treinta segundos, la luz se apagó y la embarcación comenzó a alejarse en la dirección por la que habían llegado Sam y Remi.

—¿Guardias de Bondaruk? —susurró Remi.

—También podría ser una nave de vigilancia costera de la marina ucraniana —respondió Sam—. En cualquier caso, no nos interesa en lo más mínimo cruzarnos con ellos. Si es parte de la seguridad de Bondaruk, podemos interpretarlo como una buena señal.

—¿Por qué?

—Si nos hubiesen visto, habrían mandado más de una embarcación.

Durante la hora siguiente continuaron moviéndose hacia el norte a lo largo de la costa al tiempo que jugaban al gato y al ratón con la misteriosa patrullera invisible entre la niebla que los rodeaba, guiados por el ruido del motor y la luz del reflector que se encendía de vez en cuando para barrer la zona y desaparecer de nuevo. Sam tuvo que utilizar el motor tres veces para apartarse poco a poco del rayo de luz.

—Cumple con el horario —dijo Remi—. Lo he estado midiendo.

—Eso nos será útil —señaló Sam—. Haz todo lo posible por mantenerlo controlado.

—Tiene que ser de Bondaruk. Si fuese la marina, ¿qué sentido tendría vigilar el mismo tramo de agua?

—Buena deducción.

Pasados unos minutos más, el ruido del motor se alejó de nuevo y Sam volvió a poner la embarcación en rumbo; no tardaron mucho en ver el resplandor de las luces a su derecha, en lo alto del acantilado. Remi tomó la posición respecto al faro y anunció:

—Ahí es. Ahí tenemos Jotyn.

Con Remi sentada en la proa, atenta, Sam fue hacia la costa. Remi levantó la mano para señalar a la izquierda. Sam viró en aquella dirección y vio a la derecha que la pared del acantilado aparecía en la niebla. Se colocó en paralelo a ella y continuó avanzando. El zumbido del motor cambió de tono al resonar en los muros de piedra cuando pasaron por el arco del puente debajo de la finca. Por los dibujos y planos de la isla sabían que era un túnel enorme, que medía treinta metros de altura y doscientos metros de anchura, y que iba paralelo a la costa durante cien metros. Lo bastante grande para acomodar un yate de tamaño medio.

—Tenemos que arriesgarnos a encender una luz —susurró Sam.

Remi asintió y sacó del bolsillo una linterna con la parte delantera en forma de cono, la encendió y comenzó a mover el haz de luz sobre la roca.

—Ahora veremos si Bohuslav era legal o un estafador —comentó Remi. No habían acabado de salir las palabras de su boca cuando añadió—: Bueno, hablando del rey de Roma... Allí, Sam, debajo mismo del rayo. Retrocede, retrocede.

Sam redujo la velocidad y navegó marcha atrás hasta que quedaron paralelos con el punto que señalaba la linterna de Remi.

De la pared, a la altura de la barbilla, sobresalía lo que parecía una escarpia de vía oxidada; treinta centímetros más arriba había otra, y luego otra... Sam echó la cabeza hacia atrás mientras Remi movía la linterna hacia arriba para dejar a la vista una escalera de escarpias.

37

—Si se mantienen dentro del horario, ya tendrían que estar volviendo hacia aquí —dijo Remi—. Cuatro o cinco minutos como máximo.

La presencia de la patrullera los obligaba a renunciar al uso de su embarcación, la pieza clave de la retirada. Si la dejaban allí, lo más probable sería que la patrullera la encontrase y diese la alarma. Tampoco había tiempo para encontrar un lugar donde ocultarla, y eso les dejaba una única alternativa.

Cargaron con las mochilas, y entonces Sam descubrió un par de puntos de sujeción en la roca que le permitieron mantener la embarcación estable, mientras Remi usaba sus hombros para auparse y llegar a la primera escarpia. Una vez que ella hubo subido lo suficiente para dejarle espacio, Sam abrió su navaja del ejército suizo y de un tajo rajó uno de los flotadores laterales desde la proa hasta la popa, luego sujetó la escarpia y se levantó mientras la barca se hundía debajo de él con un suave susurro.

—¿Hora? —preguntó Sam.

—Tres minutos, más o menos —contestó Remi, y comenzó a subir.

Estaban a medio camino cuando Sam oyó el rumor de los motores a la derecha. Como había ocurrido con el motor de la barca, el sonido de los motores de la patrullera cambió de pronto y resonó en el túnel.

—Remi, ha llegado la compañía —murmuró Sam.

—Aquí tengo la abertura de un túnel —dijo ella—. Entra en horizontal en la pared, pero no veo hasta dónde...

—Cualquier puerto vale en una tempestad. Entra.

—De acuerdo.

El rumor de los motores estaba en ese instante debajo de ellos, a su paso a lo largo de la pared. Sam miró abajo. Si bien la lancha era invisible en la niebla, vio que esta se abría delante de la proa como el humo alrededor de un objeto en un túnel de viento. Se encendió el reflector y comenzó a moverse en zigzag hacia arriba por el acantilado.

—Estoy dentro —avisó Remi desde lo alto.

Con la mirada alternando entre las escarpias por encima de su cabeza y la mancha de luz que subía deprisa debajo de él, Sam trepó los últimos metros y de pronto sintió la mano de Remi sobre la suya. Encogió las piernas y se dio impulso al tiempo que tiraba con los brazos. Entró en el túnel y ocultó las piernas en el mismo momento en que la luz alumbraba la abertura un instante y continuaba moviéndose.

Permanecieron acurrucados en la oscuridad, y Sam intentó recuperar el aliento mientras oía que la patrullera cruzaba el túnel y se alejaba.

—¿Es aquí? —preguntó Sam, apoyándose sobre los codos y mirando en derredor. El túnel tenía una forma casi ovalada, una altura de un metro cincuenta y dos metros de ancho.

—Yo diría que sí —contestó Remi y señaló.

Atornillado al techo de la boca del túnel había un entramado de vigas de roble embreadas sostenido por otras verticales atornilladas a las paredes. Colgado del centro había un polipasto oxidado por el que pasaba una gruesa cuerda atada a un cabrestante manual sujeto a una de las vigas verticales. Un par de raíles de vía estrecha montados sobre las traviesas de madera y el balasto aplastado se perdían en la oscuridad.

—Bueno, el cabrestante no es original, eso está claro —comentó Sam—. A menos que la tecnología del comandante cosaco estuviese por delante de su tiempo. Mira... Esos pernos están torneados. Esto podría remontarse a la guerra de Crimea, pero yo diría que corresponden a la Segunda Guerra Mundial. Basta mirar las juntas en inglete... Este artefacto puede levantar miles de kilos. —Fue hasta la boca del túnel y miró por encima del borde—. Ingenioso. ¿Ves cómo lo colocaron justo por encima de este saliente natural en la roca? Incluso durante el día, habría sido invisible desde el agua.

—Lo veo.

—Caray, mira esto...

—Sam.

—¿Qué?

—Detesto poner coto a tu imaginación, pero tenemos que robar una botella de vino.

—Correcto, lo siento. Vamos.

Como habían utilizado Google Earth para dibujar su propio boceto aéreo de la finca de Bondaruk, con todos los ángulos y las distancias, además de las anotaciones de los apuntes de Bohuslav, pudieron controlar su avance por el túnel.

A la luz de las linternas, Sam vio las huellas de las voladuras a lo largo de las paredes, pero la mayor parte del túnel parecía haber sido hecho a la antigua manera, a martillo y formón, y días de trabajo agotador.

Aquí y allá había en el suelo cajas de madera, rollos de cuerdas medio deshechas, hachas y martillos oxidados, un par de botas de cuero, lonas que se hicieron polvo cuando Remi las tocó con el pie... A izquierda y derecha, cada tres metros, había lámparas de aceite, globos de vidrio negros de hollín, depósitos de bronce con las asas cubiertas con una pátina verde... Sam golpeó uno con el índice y oyó un chapoteo.

Tras caminar unos cincuenta metros, Remi se detuvo y observó el bosquejo.

—Ahora tendríamos que estar debajo mismo del muro exterior —indicó—. Otros cien metros y estaremos debajo de la casa principal.

Solo erró por unos pocos metros. Después de otros dos minutos llegaron a una intersección más grande; el túnel y las vías continuaban en línea recta a la derecha. Cinco volquetes formaban una hilera junto a la pared izquierda, mientras que un sexto estaba en las vías que iban de norte a sur.

—En línea recta vamos a los establos, y a la derecha al ala este —dijo Sam.

—Eso creo.

Sam consultó su reloj.

—Miremos primero en los establos, a ver qué encontramos. Después de caminar casi un kilómetro, Remi se detuvo de pronto, apoyó el índice sobre los labios y susurró:

—Música.

Permanecieron en silencio durante diez segundos. Luego Sam se inclinó para decirle al oído a Remi:

—Frank Sinatra. «Summer wind».

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