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Authors: Hans Ruesch

Tags: #Aventuras, clásico

El pais de las sombras largas (22 page)

BOOK: El pais de las sombras largas
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Al entrar en la casa encontraban al niño con Ivalú, su madre. Entonces se postraban y lo adoraban. Abrían luego sus tesoros y le ofrecían, como regalos, muñecas de pieles o talladas en madera y en hueso, cuchillos de mango de asta cincelada, figurillas de marfil de morsa, vejigas repletas de té o de tabaco, telas suaves obtenidas de los traficantes extranjeros en lejanas comarcas, comidas desconocidas metidas en brillantes cajas de metal y, de vez en cuando, una botella de agua de fuego.

Algunos visitantes eran paganos y otros cristianos, pero todos escuchaban con igual respeto el mensaje de verdad que anunciaba Ivalú y se unían a ella en las oraciones, en los cantos y en las alabanzas al Altísimo. Muchos paganos iluminados por Ivalú pedían que los convirtiera, y ella los dejaba contentos, rociándolos con agua y tocándolos con sal, como había visto que hacía Kohartok; y esa gente volvía a partir satisfecha. Algunos sin embargo se quedaban; pero no todos lo hacían para adorar y rezar; se quedaban porque la aldea antes ignorada, se estaba convirtiendo en una comunidad importante, y porque les gustaba la confusión y el ir y venir de los trineos.

También llegaron traficantes que asimismo visitaron a Ivalú y al niño y que, después de salir de la Misión, se reían y se ponían a mercar.

Cerca de la Misión germinaban pequeños iglúes y grandes casas colectivas de nieve, y para dar cabida a todos los visitantes en el cuarto grande de la Misión, fué necesario construir nuevos bancos, hechos de nieve y cubiertos de pieles, mientras se iban acumulando, alrededor del altar sobre el cual yacía Pupililuk para que lo adoraran, las ofrendas de los fieles.

Uno de los peregrinos llamado Solo pidió que lo bautizaran junto con sus tres esposas. Ivalú estaba acostumbrada a ver mujeres que tuvieran varios maridos, pero había tenido que ir al mediodía para ver a un hombre con más de una mujer.

En verdad, Ivalú nunca había comprendido la razón por la cual la poligamia era un pecado, pero sabía que los tabúes estaban hechos para ser respetados y no comprendidos; por eso comunicó a Solo que, si deseaba el bautismo, tenía que deshacerse primero de un par de mujeres.

Tampoco Solo estaba acostumbrado a discutir los tabúes.

—Si es realmente necesario, me desharé de ellas —replicó con un suspiro—. Pero necesito tiempo para decidir cuál de las tres me conviene conservar, porque hace poco que las tengo, después de haber matado, a petición de ellas, al marido, que era un hombre sumamente antipático y descortés.

Ivalú lo reprendió ásperamente y le dijo que no estaba bien matar maridos, por más antipáticos que fueran, pero le concedió todo el tiempo necesario para reflexionar sobre una cuestión de tal importancia. En el ínterin y fiándose de su palabra, lo bautizó de todos modos, junto con sus tres mujeres.

Solo le quedó muy agradecido y se estableció en la aldea. Su presencia ayudó mucho a la comunidad, como era de esperarse de un hombre que lograba mantener a tres mujeres. En aquella estación la caza no era abundante y además resultaba difícil avistarla en la oscuridad; pero Solo era un cazador tan valeroso que en poco tiempo se hizo cargo de la dirección de las cacerías. Como todos los jefes esquimales, tenía influencia, pero no autoridad: podía aconsejar pero no mandar. Proyectaba las cacerías y dirigía a los hombres, quienes, habiendo comprobado la superioridad de Solo en esa materia, lo seguían. Si algunos se iban a cazar por su cuenta y volvían con las manos vacías, la cosa no tenía gran importancia; podían igualmente participar del botín común. Pero hacían un flaco papel, mientras Solo se regocijaba y se pavoneaba, humillándolos con las porciones particularmente abundantes que les daba. Y además todas las mujeres no tenían ojos sino para él.

Pero al despuntar el día, a pesar de la presencia de Solo, el espectro del hambre se irguió sobre la aldea. La población, excesivamente aumentada, había agotado las provisiones de víveres y hecho huir la caza. En el futuro próximo no podía esperarse pues ninguna mejoría, sino todo lo contrario. La primavera, que estaba ya por llegar era siempre la estación de mayor carestía: cuando las aves no se han unido todavía ni se ha desarrollado la vegetación, el océano quebrado y movedizo impide la pesca, ya sea a pie, ya en canoa; además la retirada del hielo comporta asimismo la retirada del oso. Por eso muchos hombres decidieron hacer sus fardos y partir mientras el mar congelado permitiera aún el uso de los trineos, para volver a emprender su existencia nómada, en grupos pequeños y en zonas donde, siendo más escasos los hombres, era más abundante la caza.

También partió Solo, quien mantuvo su promesa de reducir gradualmente el número de sus mujeres; por eso comenzó abandonando en la aldea a la más vieja, a la que dejó sin provisiones, con poca ropa y con el corazón deshecho.

Los hombres que quedaron, alrededor de una docena, no valían en general gran cosa; eran casi toda gente que no poseía ni perros ni trineos.

Las mujeres de la aldea estaban preocupadas, pues recordaban lo que había ocurrido durante otra carestía, cuando los animales marinos se habían retirado al fondo del mar, los osos se habían ido a cazar a otras regiones, las vacas marinas, los caribúes y la caza menor había desaparecido tan misteriosamente como habían llegado, y la gente, después de comerse sus perros, trineos, canoas de pieles, zapatos y sacos de pelo, había devorado a los muertos y hasta a aquellos que no estaban del todo muertos.

El más alarmado de todos por la situación alimentaría era Siorakidsok. Él era el responsable de toda desgracia que pudiera herir a la comunidad y si no conseguía evitarla corría el riesgo de que lo consideraran un impostor y que lo trataran como a cualquier viejo inútil, ahora que ya no gozaba de la protección de Kohartok. Cuando los primeros rayos del sol cayeron sobre la rada, dando así principio al período crítico y Siorakidsok se dio cuenta de que lo miraban de reojo, convocó a la comunidad para darles una urgente comunicación.

—Alguno de ustedes ha pecado —anunció mientras echaba en torno miradas amenazadoras y todos ponían caras contritas, evitando sus ojos relampagueantes—. Probablemente alguna mujer intentó matar una foca o cocinó carne junto con pescado, o hizo algo aún peor. ¡Siempre son las mujeres las que pecan y los hombres los que deben pagar por ello! ¿Entonces? — continuó con aire amenazador, porque nadie se movía—. Saben muy bien que así como la simple infracción de un tabú trae desgracia, la pública confesión del pecado puede bastar para que quedemos lavados de toda culpa y ahorremos así a la comunidad el castigo que han de infligirnos los genios tutelares. ¿Por qué son siempre tan remisos en confesar, banda de pecadores y pecadoras?

Tampoco nadie respondió a estas palabras. Siorakidsok hizo gestos de desesperación y suspiró varias veces antes de proseguir:

—Quiere decir que un curandero tendrá que molestarse aún una vez para consultar al Espíritu de la Luna y preguntarle el nombre de la culpable. ¡Ay de ella! ¡Será expulsada de la aldea y tendrá que irse a morir de hambre, sola, sin arrastrarnos a nosotros en su bien merecida ruina! Comiencen pues en seguida a preparar las ofrendas y háganlo con mayor cuidado, que de costumbre; pongan lo mejor que haya quedado en las despensas. ¡No es éste el momento de hacer economías!

Se vieron caras largas, pero nadie protestó, salvo Ivalú que, haciéndose de valor, se adelantó y dijo:

—Si es lícito que una muchacha impertinente contradiga a tanta gente sabia, dirá que no existe ningún peligro de carestía.

—¿Por qué no?

—Porque Dios provee a todos sus hijos, siempre que oren y crean. Hombres de poca fe, ¿por qué dudáis? ¿No han oído la Buena Nueva? ¿Acaso una muchacha perezosa no ha gritado suficientemente fuerte para que pudiera penetrar en los oídos de ustedes?

Siorakidsok no se había manifestado ni en pro ni en contra del milagro. No se había burlado de él, pero tampoco se había prosternado en adoración. Pero ahora que Ivalú se entrometía en sus proyectos de viaje, se exasperó y manifestó su deseo de hablarle a solas.

—No se sabe si el Dios cristiano nos proveerá de comida —le dijo en voz baja cuando estuvieron solos— pero se sabe con certeza que el Espíritu de la Luna, que ya ahora está esperando nuestros dones, se vengará cruelmente si tú y tu hijo impiden el viaje de un curandero. Bien sabes que con él no se juega.

Ivalú no había pensado en esa posibilidad. La amenaza contra la seguridad de su hijo venció inmediatamente sus resistencias y ella misma contribuyó con sus provisiones a acrecentar el número de exquisitas delicadezas, todas pastas deliciosamente blandas y viscosas, largamente masticadas, pues el terrible Espíritu de la Luna era un hombre muy viejo y sin dientes. Y los de la aldea volvieron a transportar de nuevo a Siorakidsok, junto con las ofrendas, a un reparo improvisado levantado entre los cerros.

Justamente durante su ausencia se produjo una invasión de caribúes, aunque tales animales nunca habían abundado en semejante estación. Pero en primavera, cuando la nieve de la superficie se funde bajo los rayos del sol y luego vuelve a helarse por un retorno del frío, formando una costra que los cascos del caribú no consiguen romper para quitar el musgo y los líquenes que hay debajo, grandes manadas comienzan a emigrar y se lanzan desordenadamente en todas las direcciones en busca de alimento. Y una de esas manadas se volcó sobre la aldea donde Ivalú era reina y su hijo rey.

El caribú es un animal dócil y bueno, que ama a los hombres y que se deja matar de buena gana por éstos, de diferentes maneras: con lanzas y flechas, o sencillamente con el cuchillo, una vez que se le han cortado los jarretes, o precipitándose en profundos fosos adonde son atraídos por el olor de la orina, que les gusta muchísimo a causa de su contenido salino; y, durante varias vueltas de sol, los hombres, mujeres y niños comieron hasta hartarse; de esta suerte aumentó aún más el prestigio de Ivalú, aunque ella se mostraba dolorida por el hecho de que hubieran dudado.

Cuando Siorakidsok volvió, no mostró ninguna admiración por lo ocurrido, sino que se apresuró a explicar que él mismo había logrado persuadir al Espíritu de la Luna de que perdonara, por modo excepcional, a la aldea sus pecados y de que enviara lo más pronto posible todos aquellos hermosos caribúes. Y la aldea, no sabiendo si debía estar agradecida al Dios cristiano o al Espíritu de la Luna, acordó a ambos el beneficio de la duda.

Al llegar el verano, un barco humeante, abriéndose camino con los golpes de ariete de la proa entre los icebergs penetró en la rada y de él desembarcaron los tripulantes, como siempre ruidosos, y también un nuevo misionero.

Éste era de más edad que su predecesor, alto y muy delgado, con rostro sombrío y huesoso, nariz fina y aguileña y frente alta debajo de la cual resplandecían los hundidos ojos. Su pelo negro, que mostraba algunos hilos blancos, era ralo, pero en cambio poseía una larga barba que le caía recta y lisa hasta la cintura.

No conociendo el idioma de los esquimales mejor que Kohartok, empleaba las palabras con tal habilidad que el más obtuso de los oyentes no tardaba en comprender lo que le gustaba y lo que no le gustaba a aquel hombre.

Ante todo no le gustaba Ivalú.

—¿Quién está encargado de la Misión? —preguntó el recién llegado al poner pie en tierra.

Ivalú, que se encontraba con los otros en la playa para presenciar el desembarco, se adelantó sonriendo.

—Muéstrame el camino —dijo el hombre bruscamente, y la siguió en silencio, mientras Pupililuk, metido en la chaqueta de Ivalú, volvía la cabeza sin dejar de mirar al extranjero.

Cuando llegaron a la Misión el hombre hizo señas a los que lo seguían, incluso a Tippo, de que se marcharan y luego cerró la puerta.

Ivalú le mostró la estancia, el altar cargado de ofrendas y su cuartucho, lleno de imágenes sagradas colgadas de las paredes, alrededor de su catre. Sin devolver las sonrisas, el misionero se sentó. Sus labios se cerraron formando una línea delgada, mientras permanecía escrutando en silencio a la joven.

—¿Eres tú la muchacha llamada Ivalú? —preguntó por fin.

Ivalú asintió con una sonrisa.

—¿Vives aquí?

—Sí, una muchacha hace la limpieza y cuida de la despensa.

—Dame las llaves y vete. Toma en seguida tus cosas.

Ivalú lo miró atónita. Luego se llegó lentamente hasta la mesa y tomó su libro.

—Muéstramelo.

—El otro misionero, Kohartok, me lo regaló antes de partir para que me ayudara a difundir la verdad.

—¿Y de qué modo lo haces?

Ivalú sonrió.

—Hablo de Dios y Jesús. Anuncio la Buena Nueva y muestro las figuras del libro. Los demás escuchan y miran. Luego cantamos y rezamos.

El misionero la miraba pasmado. Ella interpretó su silencio como un signo de aliento y continuó diciendo, con una sonrisa:

—Muchas personas, después de haber oído la Buena Nueva en esta habitación, se hicieron cristianas.

—¡Y probablemente fuiste tú quien los convirtió! —dijo el hombre, burlón.

—Probablemente. Pero no me fue difícil: no se convertían tanto por el mérito de una estúpida muchacha como por el mérito de él —y así diciendo señaló con el pulgar a Pupililuk, que se le asomaba por encima del hombro.

—Oí hablar de este hijo tuyo —dijo el misionero con voz lenta y grave.

—¿Sí?

—Sí, y por eso he venido.

A Ivalú se le iluminó el rostro.

—Muchas personas vinieron de lejos para rendirle homenaje, pero tú debes de haber hecho más camino que ningún otro. Es un gran honor...

Como los Reyes Magos que fueron a adorar al Niño Jesús —agregó con fervor y bajando los ojos. —¡Basta ya de ese criminal engaño! —gritó repentinamente el misionero, rojo de ira—. ¡Blasfemas!

El estallido de ira dejó aterrada a Ivalú. Bien pudiera ser que, después de todo, el hombre blanco no se hubiera llegado hasta allí para adorar a su hijo.

—Perdona a una muchacha ignorante si no logra comprenderte.

—Me refiero a tu presunto parto milagroso.

Ivalú, como asustada, no conseguía hablar.

—Escucha, Ivalú —continuó el hombre procurando adoptar un tono conciliador—. Pienso que esta fantástica historia comenzó cuando te encontraste embarazada y no te atreviste a confesar que habías estado con un hombre.

—¿Y por qué no había de confesarlo?

—Por temor de que tus padres te castigaran.

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