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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro lee (9 page)

BOOK: El pequeño vampiro lee
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Pero no se le ocurrió nada, así que al final se puso la extraña y larga chaqueta.

—¿Lo ves? —dijo sombrío—. Me queda muy holgada.

—¿Que te queda muy holgada? —se burló Anna—. ¡Ay, Anton!... ¡Entonces tú ya eres casi un «Von Schlotterstein
[1]
»!

Anton se puso colorado.

—No me refería a eso. Es..., es sólo una expresión..., que se emplea cuando la ropa es demasiado grande.

—Yo creo que con la chaqueta estás muy... ¡impresionante!

—¿Impresionante?

—¡Sí! Yo me enamoraría enseguida de ti..., si no lo estuviera ya —declaró Anna riéndose burlona de nuevo.

Anton, sonrojado, se dio la vuelta.

—Pero... ¿¡y los pantalones!? —dijo con voz ronca—. Esos seguro que no me están bien.

—No importa —repuso complacida Anna—. Déjalos que te estén también... ¡holgados!

Titubeando, Anton cogió los pantalones de la percha. ¡Eran tan largos y tan anchos que le habrían servido a su padre!

—¿Te los vas a poner o no? —oyó que preguntaba Anna—. Me he vuelto de espaldas —añadió ella—. Te los puedes poner tranquilamente. Y tampoco tienes por qué estar azarado.

—Pues sí que lo estoy.

—¿Sí? ¡Pero ¿por qué?!

Anton carraspeó.

—Pues... porque sí.

Se aseguró de que era verdad que Anna no le estaba observando..., luego dejó la linterna en el suelo, se quitó rápidamente sus vaqueros y se puso los anchos y bastante ásperos pantalones.

«¡Al fin y al cabo, es sólo Anna la que me va a ver así!», pensó mientras se los ponía..., si bien la palabra «sólo», naturalmente, no era la adecuada, pues de todas las chicas que él conocía Anna era, con diferencia, la que más le gustaba. Aunque en el caso de ella la palabra «chica» tampoco era la más apropiada.

—¿Estás listo? —preguntó Anna.

—Un momento.

Se arremangó los pantalones.

—¡Seguro que tienes una pinta estupenda! —dijo Anna.

—¿Estupenda? —dijo Anton, que tuvo que agarrarse fuerte los pantalones a la altura de la cintura para que no se le cayeran hasta las rodillas.

—Probablemente parezco un payaso...

¡Era una suerte que el espejo de la puerta del armario estuviera ciego y él se ahorrara tener que ver su propia imagen!

—¿Un payaso? —Anna se rio burlona—. ¿Puedo mirar ya, Anton?

—Por mí... —dijo él suspirando resignado a su suerte.

Anna se dio la vuelta... y lanzó un grito de alegría.

—¡Anton, tienes un aspecto maravilloso! ¡Mucho, mucho mejor aún de lo que yo creía! Y no pareces un payaso, sino un señor distinguido.

—Ah, ¿sí? —gruñó Anton.

—¡Sí, y yo soy tu distinguida dama!

Corrió excitada hasta el gran baúl.

—Todavía falta algo —explicó—. Por así decirlo: ¡el puntito sobre la i!

—¿El puntito sobre la i? —repitió malhumorado Anton.

—¡Sí!

Anna levantó enérgicamente la pesada tapa. Se puso a revolver en el baúl y sacó un sombrero de copa negro.

—¡Toma, te lo tienes que poner! —dijo tendiéndole a Anton el sombrero de copa.

—¿Ponérmelo?

Anton cogió a regañadientes la abollada prenda.

—Sí. Y para mí también tiene que haber algo ahí...

Anna volvió a inclinarse sobre el baúl..., cuando, de pronto, resonaron unos pasos fuera, en el pasillo.

Luego una voz exclamó:

—¿Hay alguien ahí?

Era... ¡la voz de Tía Dorothee!

Anton se quedó como paralizado de espanto..., incapaz de moverse o de hablar. Apenas notó que el sombrero de copa se le caía de la mano y rodaba por el suelo.

Entonces Tía Dorothee exclamó por segunda vez:

—¿Hay alguien ahí?

—¡Rápido! —susurró Anna—. ¡Escóndete en el baúl!

Y cuando vio los ojos aterrados de Anton añadió tranquilizándole:

—No tengas miedo. Tía Dorothee no te descubrirá. ¡Confía en mí!

Antes de que Anton se diera cuenta muy bien de cómo había ocurrido estaba ya dentro del baúl entre vestidos y sombreros viejos, viendo cómo se cerraba sobre él la pesada tapa..., hasta que todo a su alrededor se volvió negro como el carbón.

En un primer momento Anton tuvo la sensación de que se iba a ahogar...

El olor a aromas y fragancias que Anton ya había advertido al entrar en aquella cámara parecía salir de aquel baúl...

Cepilla el tocino

La excitación y el susto, unidos a los mareantes olores del baúl, debieron de hacerle perder el sentido a Anton durante un rato, pues de repente oyó voces a su lado: la clara voz de Anna, a la que contestaba Tía Dorothee con su oscura y ronca voz.

A través de la madera del baúl las voces sonaban amortiguadas, pero Anton pudo entender perfectamente de qué estaban hablando Tía Dorothee y Anna.

—¿Y Geiermeier? ¿Y Schnuppermaul? —preguntó Anna.

—¿Geiermeier? Tía Dorothee se carcajeó con una risa bronca—. Está en el hospital... ¡Y espero que no salga de allí muy pronto!

—¿Y Schnuppermaul?

—Ese ahora cuida él solo el cementerio.

Tía Dorothee volvió a reírse con aquella risa bronca.

—Pero ¿cómo ha ocurrido todo eso? —quiso saber Anna.

—Bueno, pues... En el último momento una buena estrella nos ha deparado a esos maravillosos seres humanos con su iniciativa popular de «¡Salvad el viejo cementerio!» —contestó Tía Dorothee—. Imagínate, Anna, han reunido cuatrocientas firmas en favor de la conservación del viejo cementerio... ¡Cuatrocientas! ¡Ay...! —suspiró profundamente—. Yo nunca me había imaginado que hubiera tantos seres humanos buenos...

—¿Geiermeier y Schnuppermaul también están en esa... iniciativa popular? —indagó Anna.

—¡Ellos no! —exclamó indignada Tía Dorothee—. ¡No, la iniciativa popular se ha organizado precisamente
contra
ellos dos y contra sus desvergonzadas —¡ja!— obras de remodelación!

—Ah, vaya... —dijo Anna—. Pero ¿cómo sabes tú todo eso?

—¿Que cómo lo sé?

Tía Dorothee se rio..., bastante pagada de sí misma, según le pareció a Anton. Pero para él quizá una Tía Dorothee de buen humor y satisfecha de sí misma sería menos peligrosa que si estuviera furiosa y malhumorada...

—Ssssí, Anna... —dijo Tía Dorothee—, es que yo tengo mis contactos, mis... ¡informadores!

—¿Informadores? —preguntó Anna.

—¡Sí, señor! —contestó Tía Dorothee—. Mira: se va a la cabina...

—¿A la... cabina? Pero, Tía Dorothee...

—¡A la cabina telefónica, naturalmente, tontita! Bueno, pues se echa un par de monedas, se marca, ¡y se obtienen las informaciones!

Después de un breve silencio Anna preguntó:

—Pero, no entiendo... ¿A dónde se llama?

Tía Dorothee se volvió a reír.

—¡Eso es un secreto mío! Sólo te daré una pista: ¡Cepilla el tocino!

—¿Cepilla el tocino? —repitió Anna.

—¡Sí, cepilla el tocino! —volvió a decir Tía Dorothee riéndose estridentemente—. O, dicho de otra manera, ¡dale la vuelta a la costra! ¿Sabes de quién estoy hablando?

—No —contestó Anna completamente desconcertada.

Tampoco Anton tenía ni idea de quién podía ser el informador de Tía Dorothee... Mientras aún seguía pensando en ello, oyó que Tía Dorothee había empezado a pasearse por la cámara. Los podridos tablones de madera crujían horriblemente bajo su peso.

Y luego —a él se le paralizó la sangre en las venas— ¡se sentó en el baúl!

Anton se quedó completamente rígido sin atreverse apenas a respirar.

Recordó con horror que ya en una ocasión se había tenido que esconder de Tía Dorothee, (en el ataúd del pequeño vampiro) y que Tía Dorothee había exclamado: «Huelo sangre humana»...

Sólo le quedaba una esperanza: que el olor de los aromas y de las fragancias que salía del baúl fuera lo suficientemente fuerte como para tapar incluso su olor de ser humano...

Y, en efecto, Tía Dorothee estornudó fuertemente dos veces y luego bufó:

—¡Puf, qué peste a lavanda y a hierba de Santa María! ¡Es sencillamente insoportable! —Con un gemido se puso otra vez de pie y dijo—: ¡Vamos, Anna, que ahora hay que actuar!

¿Actuar? A Anton se le pusieron los pelos de punta y, lleno de miedo, esperó que en cualquier momento fuera a abrirse la tapa del baúl y a ver el pálido rostro de Tía Dorothee...

Pero no ocurrió nada parecido.

En lugar de ello oyó que Tía Dorothee se iba hacia la puerta y exclamaba impaciente:

—¡Vamos, vente ya de una vez, Anna! ¿O quieres que empaquete yo sola nuestros ataúdes?

—No, claro que no —contestó rápidamente Anna—. ¡Sólo me queda quitarme el vestido y colgarlo en el armario!

—¿Te lo vas a quitar? ¡Alabado sea Drácula! —Tía Dorothee suspiró perceptiblemente—. Para un vampiro es realmente lo menos indicado.

—¿Lo menos indicado? —repitió ofendida Anna.

—¡Sí, señor! —confirmó Tía Dorothee—. Los nuestros tenemos que procurar sobre todo que la ropa sea, primero, poco llamativa; segundo, práctica, y tercero, acorde a nuestra condición.

—¡Pero tú también te pones tu traje de bodas en tu cumpleaños de vampiro! —replicó excitada Anna.

—Eso es diferente —repuso muy digna Tía Dorothee.

—¿Diferente? —Anna respiró con fuerza—. Y si yo también he encontrado a alguien a quien quiero y que me quiere a mí..., ¿qué?

—¿Tú? —Tía Dorothee se rio con voz chillona—. Pero es que Theodor y yo nos encontramos antes de que...

No dijo nada más, y se limitó a reírse con tono burlón.

—¡Exactamente! —dijo Anna..., pero tan bajo que seguro que sólo lo pudo oír Anton desde el baúl. Él se fue poniendo más y más colorado... ¡Pero por fortuna nadie lo veía!

—Bueno, yo me voy ahora —oyó decir a Tía Dorothee—. Y tú me seguirás en cuanto te hayas quitado el vestido. ¡Pero date prisa!

—¡Sí! —dijo Anna. Su voz sonó todavía indignada.

Luego los pasos de Tía Dorothee se alejaron por el largo pasillo.

Invitación a la fiesta de regreso a casa

Cuando dejaron de oírse, pasó todavía un rato hasta que se abrió la tapa del baúl y Anna buscó a Anton en el interior del mismo con la linterna en la mano.

—¡Qué grosería! —protestó—. Tía Dorothee debe de creerse que ella es la única que tiene derecho a ponerse un bonito vestido.

«¿Bonito?», pensó Anton observando a Anna.

Sin embargo, ella ya no llevaba puesto el ancho vestido de encaje, sino que volvía a lucir su habitual capa agujereada.

—Y además —prosiguió Anna en un tono cambiado y muy cariñoso— parece que ella se cree que yo me tengo que quedar sola hasta el fin de mis noches. ¡Ja! Si ella supiera...

Anna entonces se rio irónicamente mirando a Anton con tanta ternura que él se acaloró muchísimo.

Se levantó con rapidez y sacó los pies por encima del borde del baúl. Vio que Anna llevaba un blanco hatillo bajo el brazo.

—Es el vestido —le explicó al darse cuenta de la mirada de él—. En realidad iba a dejarlo aquí, pero ahora que Tía Dorothee ha dicho esas cosas, me lo voy a llevar a la cripta como sea. Y también me lo pondré... ¡cuando celebremos nuestra fiesta de regreso a casa!

—¿Vuestra fiesta de regreso a casa? —repitió Anton sintiéndose singularmente angustiado—. ¿De... de verdad podéis regresar al cementerio?

—¡Sí! —asintió vivamente con la cabeza Anna—. Tía Dorothee me ha contado que la gente de esa... iniciativa popular «Salvad el viejo cementerio» ha conseguido parar a Geiermeier y a Schnuppermaul. Tía Dorothee ha dicho que contra cuatrocientas firmas no podían hacer nada ni los propios Geiermeier y Schnuppermaul.

—Qué raro —dijo reflexivo Anton—. Yo no había oído nunca nada sobre esa iniciativa popular. ¡Pero si hubiera oído hablar de ella —añadió—, naturalmente, hubiera firmado enseguida!

—¡Y entonces habrían sido cuatrocientas
dos
firmas! —dijo Anna.

—¿Cuatrocientas dos? —repitió sorprendido Anton.

—¡Sí! ¡Lo tuyo vale doble! —contestó Anna con una risita irónica.

Anton desvió apocado la mirada.

—El traje... —dijo—. Tengo que volver a colgarlo en el armario.

—¿En el armario? ¡No! —repuso Anna—. ¡Te lo vas a llevar y cuando celebremos nuestra fiesta de regreso a casa te lo pondrás y entonces formaremos una pareja!

—No..., no sé si será buena idea —declinó Anton.

—¿Y eso por qué? ¿Crees tú que sería un robo si nos llevamos la ropa? —preguntó Anna—. ¡No! El vestido y el traje están aquí abajo desde hace décadas. Ahora son nuestros..., tuyo y mío.

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