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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y el paciente misterioso (9 page)

BOOK: El pequeño vampiro y el paciente misterioso
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—¿Y ahora viene también
antes
de haberse puesto el sol?

—Sí, aproximadamente media hora antes. He intentado un par de veces saber algo más concreto sobre él: ¿dónde vive?, ¿qué edad tiene?, ¿de dónde es?... Pero él sólo me dice que se llama Igno Rante y que no es ningún vampiro.

De los nervios Anton se mordió con tanta fuerza los labios que se hizo daño.

Lo que el señor Schwartenfeger le había contado era increíble, absolutamente sensacional... ¡Por descontado, aquel Igno Rante era realmente un vampiro!

Y el hecho de que él afirmara que no lo era no quería decir absolutamente nada; sin duda lo afirmaba para protegerse. Y después del encuentro en el pasillo, Anton no tenía ninguna duda; no, estaba completamente seguro de que aquel extraño hombre de pelo negro no era un ser humano, sino... ¡un vampiro!

—Yo ya me he estado rompiendo la cabeza pensando cómo podría averiguar si es un auténtico vampiro —oyó que decía entonces el señor Schwartenfeger.

—¿Y ha averiguado usted algo?

—Bueno, en la guía telefónica no aparece, y tampoco parece conocerle nadie. Pero luego ha habido una cosa que me ha dejado perplejo...

—¿Perplejo? ¿El qué?

—¡Ese fanático guardián del cementerio, Geiermeier! Le dijo a un reportero que quería tener el primer cementerio sin vampiros de Europa, y por eso empezó a roturar la parte vieja del cementerio. Al menos eso fue lo que dijo el periódico... Sí, y eso fue lo que me hizo ponerme en guardia. Si efectivamente mi paciente, Igno Rante, era un auténtico vampiro —pensé—, entonces vivirá probablemente en el cementerio. Y si el tal Geiermeier habla de que quiere tener el primer cementerio sin vampiros de Europa, entonces es que tiene que haber observado algo en el cementerio. ¡Algo que le ha reforzado en su opinión de que allí hay vampiros!

El señor Schwartenfeger hizo una pausa. Antes de seguir hablando respiró profundamente un par de veces.

—Y si realmente en el cementerio hay vampiros —pensé—, entonces uno de ellos tiene que ser mi paciente... ¡Igno Rante! Y para que ese Geiermeier no me dejara sin paciente, decidí sin dudarlo fundar la iniciativa ciudadana
Salvad el viejo cementerio
. —Soltó un profundo suspiro—. ¡Sí, y con esa iniciativa ciudadana conseguí parar las obras del cementerio!

El propio ataúd

—Pero ese Igno Rante quizá no viva en el cementerio —objetó Anton.

El señor Schwartenfeger frunció la frente.

—¿Y dónde iba a vivir si no?

—Quizá en un sótano —dijo Anton.

—¿Tú piensas que no está obligatoriamente prescrito que los vampiros duerman en los cementerios? —preguntó sorprendido el señor Schwartenfeger.

—No, los vampiros pueden dormir en todas partes..., con tal de que lo hagan en su propio ataúd. Por eso tienen que llevárselo siempre que se cambian de casa.

—El propio ataúd... —dijo el señor Schwartenfeger silbando suavemente a través de los dientes—. En eso no había pensado yo. Podría introducir en mi programa de desensibilización un ataúd, un auténtico ataúd, y ver cómo reacciona Igno Rante.

Nervioso, anotó algo en su gruesa cartera.

—Quizá eso me haga avanzar... —murmuró—. Tengo que tener por fin la certeza de si es un vampiro o no... ¿Y no puedes ayudarme tú más? —preguntó sin levantar la vista.

—¿Ayudarle más? ¿En qué sentido?

—¡Presentándome, por ejemplo, a tus dos extraños amigos!

—¿A mis dos extraños amigos? —repitió Anton.

Sólo podía referirse a Anna y al pequeño vampiro.

—¿Y por qué voy a tener que presentarle a mis amigos? —preguntó Anton de mal humor.

El señor Schwartenfeger se rió.

—No te preocupes, no les pasará nada. Pero es que tu madre me ha hablado tanto de capas negras, de pálidos rostros y de excursiones nocturnas, que siento curiosidad simplemente. Y además, quizá tus amigos conozcan a algún vampiro de verdad.

—¿Por qué lo cree usted?

—Bueno, pues si siempre van por ahí vestidos de esa forma tan rara, podría ser que alguna vez se les acercara un vampiro de verdad que les... —sonrió satisfecho— ¡tomara también por vampiros! ¿No crees que eso podría pasar?

—¿Que se les acercara un vampiro de verdad?

Anton contrajo con un gesto de duda la comisura de los labios para no dejar que el señor Schwartenfeger se diera cuenta de lo excitado que estaba.

—Y si realmente conocieran a un vampiro, ¿qué pasaría entonces? —preguntó con voz ronca Anton.

—Bueno... —dijo el señor Schwartenfeger haciendo un seductor ademán—. Entonces yo le preguntaría a ese vampiro si querría hacer mi programa de desensibilización para perder su miedo a los rayos del sol.

Anton, completamente perplejo, se quedó callado. Las posibilidades que se les abrían ahí a los vampiros eran tan enormes que él no sabía si tenía que creer en ello o todo no era más que un delirio.

Pero allí, encima del escritorio, estaba la gruesa cartera con el programa didáctico. E Igno Rante era un vampiro... ¡De eso no había dudado Anton ni un solo instante!

—Ese programa... —empezó a decir..., pero entonces llamaron a la puerta.

Conjurados en secreto

—¿Qué pasa? —exclamó indignado el señor Schwartenfeger exactamente igual que el martes anterior.

Se abrió la puerta y la señora Schwartenfeger asomó la cabeza.

—Han llegado los padres de Anton —dijo ella volviendo a cerrar la puerta sin hacer ruido.

El señor Schwartenfeger miró su gran reloj de pulsera.

—¡Oh! —dijo—. Pero si ya hace mucho que se ha pasado la hora...

Se puso en pie.

También Anton se levantó de la silla todavía muy conmovido y con las piernas curiosamente temblorosas. Las cosas de las que se acababa de enterar eran tan extraordinarias, tan tremendas, que el aviso de que habían llegado sus padres, completamente de improviso, le afectó como si le hubiera caído un rayo del cielo.

Tragó saliva.

—Mis amigos... —dijo—. Yo..., les preguntaré si conocen a algún vampiro. Si conocen a alguno, ¿quiere que le llame por teléfono?

—¡Sí, es buena idea!

El señor Schwartenfeger abrió un cajón de su escritorio, sacó una hoja y se la dio a Anton.

—Aquí está mi número —dijo.

Era la misma octavilla que había en la sala de espera.

Anton la leyó:

—«Ayúdeme a conservar el
Cementerio Viejo
. Para más información llame a J. Schwartenfeger, Teléfono 48 12 18».

—¿Puedo llevarme la hoja? —preguntó Anton.

—¡Naturalmente! Pero espera... —dijo el señor Schwartenfeger sacando del bolsillo de sus pantalones de pana una libreta roja y hojeándola—. Quizá me quede alguna hora libre el lunes. ¿Crees que tendrías tiempo a las 18.30 h.?

Anton asintió con la cabeza.

—¡Claro! —dijo, añadiendo en sus pensamientos: «Pues entonces tendré que faltar al curso de cerámica».

¡Seguro que a sus padres les parecería que una entrevista con el señor Schwartenfeger era mucho más importante!

Y Anton estaba en lo cierto.

Su madre puso, eso sí, cara de preocupación cuando se enteró de que el lunes tenía que volver de nuevo a la consulta del señor Schwartenfeger, y su padre no pudo evitar una broma:

—¡Anton parece tener una verdadera montaña de problemas!

Sin embargo, propuso enseñarle a Anton una línea de autobús con la que Anton podría ir él solo al psicólogo sin tener que hacer transbordo.

En este sentido todo había salido muy bien.

Y, sin embargo, cuando poco después se fue a la cama, Anton no pudo dormirse.

¡Si era cierto lo que el señor Schwartenfeger le había dicho sobre ese programa didáctico suyo de nombre impronunciable, eso significaba una revolución para los vampiros!

Pensó en Anna y se acordó de con cuánta vehemencia había deseado ella poder estar con él en clase aunque fuera solamente una vez.

Si el programa funcionaba, quizá ella pudiera ir todos los días a la escuela..., si es que tenía ganas de ello.

Pero no sería sólo la escuela: los vampiros podrían ir de compras, a la peluquería, al dentista...

Quizá con el paso del tiempo tampoco estarían ya tan pálidos y podrían tener un ligero... bronceado. ¡Así ya no deberían temer a que la gente se diera cuenta de que eran vampiros y los persiguieran!

Si el programa didáctico del señor Schwartenfeger tuviera realmente el efecto esperado. .. En aquellas condiciones a Anton le pareció que ser vampiro era incluso bastante atractivo...

Pues eso significaría tener una vida eterna y, a pesar de ello, poder seguir viviendo como hasta ahora..., con un cierto cambio en las costumbres culinarias al que sin duda se habituaría uno pronto. Y así Anton siempre estaría con el pequeño vampiro... y con Anna.

Notó cómo se le ponían las orejas coloradas.

¡No, no debía pensar ahora en ello!

En primer lugar había que comprobar lo más inmediato; o sea: si el programa funcionaba o no.

Con relación a eso ahora el señor Schwartenfeger y él eran aliados... No, conjurados es lo que eran, ¡conjurados en secreto!

Con aquellos pensamientos Anton se quedó dormido.

Con miel

Durante el desayuno de la mañana siguiente Anton todavía estaba afectado por la impresión que le había causado la entrevista con el señor Schwartenfeger, y masticaba sin tener realmente apetito su panecillo con pasas.

—¡Parece que ya estás nervioso por el lunes! —observó su madre.

—¿Por el lunes? —repitió Anton levantando la vista de su plato.

¿Le habría contado el señor Schwartenfeger algo de su programa didáctico?

Pero entonces ella dijo:

—¡Seguro que el lunes tenéis un examen y todavía no lo has preparado!

—Ah, te refieres a la escuela —dijo Anton bostezando ostensivamente—. No, no tenemos ningún examen —dijo, y astutamente añadió—: ¡Mi profesora no es mala como tú!

Su madre jadeó de furia.

—¿Cómo tengo que entender eso?

—¡Bueno, al parecer tú sí pones un examen el primer día de clase!

—No, no lo pongo —le contradijo ella—. Pero por la cara que has puesto he pensado que es que te esperaba algo desagradable.

—¿A mí? ¿Algo desagradable?

Anton sonrió irónicamente y, con el pensamiento fijo en la fiesta de regreso a casa que los vampiros organizaban el domingo, dijo:

—Si todo quedase entre nosotros, podría estar bastante bien.

—¡Entre vosotros! ¡Ya, ya! —dijo maliciosamente su madre—. Lo mejor sería suprimir a todos los profesores y así a vosotros, los alumnos, no os molestaría nadie, ¿verdad?

—Seguro que Anton no quería decir eso —aseveró el padre de Anton—. Y ahora deberíamos pensar qué es lo que nos falta por comprar todavía. Supongo que Anton necesita batidos para la escuela.

—¡Efectivamente! —dijo Anton pensando que así tendría un par de regalos para la noche siguiente, ¡para Anna!—. Y tabletas de chocolate —completó él.

—¿Tabletas de chocolate? —repitió su madre frunciendo el ceño—. ¿No habíamos quedado en que tú ya sólo ibas a comer barritas de cereales con miel?

—Ole está de la mañana a la noche comiendo golosinas.

—¡Ole! —dijo mordaz su madre.

—¡Sí, y por eso juega al fútbol mucho mejor que yo!

—¿Al fútbol? —dijo el padre de Anton—. Yo pensaba que jugabais juntos al hockey.

—Al fútbol y al hockey.

—Sea como sea, en tu fiesta del próximo sábado sólo habrá cosas sanas —declaró la madre de Anton.

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