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Authors: Juan Muñoz Martín

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

El pirata Garrapata (3 page)

BOOK: El pirata Garrapata
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—Señor Picatoste, os presento a mi hija Floripondia.

—A sus pies, milady. Es un placer inmenso conoceros.

La joven hizo una graciosa reverencia y dijo:

—¿Sois vos el capitán Picatoste?

—Sí, milady —respondió Garrapata.

—No sabía que fuerais tan feo.

—Y vos tan hermosa —añadió Garrapata.

El pirata se puso colorado hasta las orejas. Carafoca se empezó a reír de Garrapata, y éste le dio un bofetón y lo tiró al suelo.

—A sus pies, señorita —dijo Carafoca desde el suelo.

—¿Quién sois? —preguntó miss Floripondia.

—Soy Carafoca.

—Os cuadra muy bien el nombre, pues parecéis una foca.

—Y a vos el vuestro, miss Floripondia, pues parecéis una bella flor —añadió, galante, Garrapata.

—Dejaos de cumplidos —dijo Chaparrete—. Hay que partir.

El almirante Pescadilla abrazó a su hija con lágrimas en los ojos y se la confió al capitán, diciendo:

—La dejo en vuestras manos, capitán Picatoste.

—¡Pues la dejáis en buenas manos! —murmuró Carafoca riendo por lo bajo.

El almirante se sonó las narices y añadió:

—Mi hija va a reunirse con su prometido, lord Pistolete.

—¿Dónde está?

—En la isla de Jamaica.

—Y eso, ¿por dónde cae?

—Pero ¿es que no lo sabéis? ¡Caramba!

—Ni idea.

—Pues… según se sale, a la derecha.

Lord Pescadilla abrazó otras doscientas veces a su hija y, dirigiéndose a la mujer alta y seca que aguardaba en un rincón, dijo:

—Por favor, miss Laurenciana, cuidad mucho de mi hija.

—Así lo haré, lord Pescadilla.

El almirante, mientras la orquesta tocaba otra vez el himno del
Salmonete
, quiso buscar la puerta. Se confundió y se cayó de cabeza al mar.

4. Juanetes y cangrejas - ¡Echad el freno! - Polvorones - ¡Conduzca por la izquierda! - Pimentón a granel - El motín de las sardinas

L
A SALIDA era a las doce. En aquel momento eran las once y media. De pronto empezaron a oírse gritos entre la gente. Eran los comerciantes, que se habían dado cuenta de que el dinero del capitán del
Salmonete
era falso. Empezaron a subir, chillando, por la escalerilla del barco, pero Garrapata los tiró a empujones al agua.

—¡Levad el ancla! —gritó Garrapata a los marineros.

El ancla comenzó a subir con gran ruido. Luego, Garrapata fue corriendo por su libro de guiar barcos y lo abrió por la página primera.

—¡Encended las velas!

—¿Con qué?

—Con una cerilla, ¡por cien mil diablos!

—Pues se van a quemar.

—¡Apagad las velas!

—¿En qué quedamos? —decían los marineros corriendo de un lado para otro.

—¡Timón, cuatro grados a babor! —gritó Garrapata.

—¡Timón, cuatro grados a estribor! —repitió Carafoca.

—¡Soltad los juanetes! —dijo Garrapata.

—¡Recoged los juanetes! —repitió Carafoca.

—¡Pobres juanetes! —decían los marineros.

—¡Desplegad las cangrejas!

—¡Replegad las cangrejas!

—Nos quedamos sin cangrejas —decían los marineros, agotados de tanta orden y contraorden.

El viento era favorable, pero el barco no avanzaba.

—¿Por qué no avanza el barco? —gritó Garrapata.

—Porque no hemos soltado las amarras.

—¡Atiza! ¡Es verdad! Se me había olvidado. ¡Soltad las amarras!

—No se puede, están muy tensas.

—Cortadlas con un cuchillo. Llamad al cocinero.

El chino vino corriendo con un cuchillo afilado y, con muchos esfuerzos, cortó las amarras. La última que quedaba se rompió de golpe y el
Salmonete
salió disparado en dirección a una goleta de guerra anclada a unas pocas brazas. Los marineros de la goleta, al ver llegar al
Salmonete
, se lanzaron precipitadamente al agua. Sólo quedó sobre cubierta el capitán, porque se mareó del susto. Garrapata se tapó los ojos y gritó:

—¡Echad el freno!

Los marineros echaron el ancla de popa y el
Salmonete
, dando una brusca sacudida, pasó rozando a cuatro centímetros de la goleta.

—¡Hurra! —gritaba la gente del puerto agitando sus pañuelos.

El almirante Pescadilla no perdía detalle con su anteojo, maravillado de aquella habilísima maniobra. Garrapata, que se había caído de espaldas, se levantó, miró desde el puente y gritó:

—¡Timón, cuatrocientos grados a estribor!

—Señor —respondió el timonel—, no puede ser. Son muchos grados.

—Pues quita media docena.

El barco viró en redondo y comenzó a dar vueltas como una peonza. Algunos marineros salieron despedidos por el aire. El chino subió furioso a cubierta y gritó:

—¡Señol Galapata, ya está bien de vueltas!

—¿Por qué, maldito chino?

—Polque se han lompido todos los platos.

Mandó echar otra vez el ancla y el barco paró en seco, pero en seguida empezó a dar vueltas en sentido contrario. Garrapata gritó entonces que enderezaran el timón y el barco quedó quieto. Los marineros, inclinados sobre el mar, echaban la papilla. El capitán ordenó cargar los cañones para dar la despedida.

—¿Con pólvora, señor?

—No, con polvorones.

Los artilleros cargaron los cañones con gruesas balas y prepararon las mechas.

—¡Fuego! —grito Garrapata.

Las balas volaron por encima del agua. La gente agachó la cabeza y una bala fue a caer en la taberna del Sapo, llevándose la chimenea; otra entró por la ventana de la casa del almirante Pescadilla, se metió debajo de la cama y rompió el orinal; otra cayó en el fortín del puerto y le dio en las narices a un general. Todos los barcos del puerto tocaron las sirenas en señal de despedida, y Garrapata y Carafoca se subieron al sobrejuanete, saludando con su pañuelo.

—¡Basta de tonterías! —gritó Chaparrete—. ¡Vamos a izar ya la bandera pirata!

Sacaron la bandera del baúl, se pusieron los trajes de pirata que les había hecho Tijereta y subieron al puente. Los marineros se quedaron con los pelos de punta y se daban pellizcos, creyendo que estaban soñando. Garrapata mandó poner la bandera negra y cantar un himno que había compuesto con Carafoca:

Somos terribles piratas,

cruzamos el mar salado.

Siempre comemos patatas

y los jueves, «bacalado».

El almirante Pescadilla se quedó blanco como el papel al ver la bandera negra con la calavera. ¡Así que eran piratas! Todos los barcos del puerto salieron en persecución del
Salmonete
, pero no se atrevían a abrir fuego porque iba en él la hija del almirante Pescadilla, la infortunada Floripondia. Garrapata, desde la toldilla, se partía de risa y mandó disparar los cañones contra los barcos que le seguían.

—¿Los cargamos con pólvora?

—¡No, con polvorones! —gritaba Garrapata dando saltos.

Se oyó un ruido terrible y los polvorones empezaron a caer sobre la goleta en que iba el almirante Pescadilla. Tenía éste un puro en la boca y, cuando lo iba a encender, un polvorón le pasó rozando y le encendió la punta.

—¡Gracias! —gritó Pescadilla.

—¡De nada! —gritó Garrapata.

El
Salmonete
navegaba por el Támesis en dirección al mar. Era un barco muy velero, el más rápido del mundo. Garrapata, desde la proa, le sacaba la lengua a Pescadilla y gritaba:

—¡Rabia, chincha! ¿A que no me coges?

Garrapata mandó sacar de su encierro al capitán Picatoste y a Calzadilla, les pidió perdón por las molestias y los desató de sus ligaduras. Desayunó con ellos té y mermelada y luego subieron a cubierta. Garrapata los abrazó con mucho cariño y respeto. Después les dio un empujón y los tiró al agua, les arrojó las maletas y gritó:

—¡Buen viaje, amigos!

Pescadilla paró el barco para recogerlos, mientras el
Salmonete
, a todo trapo, quería comerse los cincuenta kilómetros que le separaban del mar. Garrapata iba por la derecha, cosa prohibida en Inglaterra, y los barcos que subían hacia Londres tenían que desviarse para no chocar.

—¡Borrico, ve por tu izquierda! —gritaban los capitanes.

—¡No me da la gana!

De pronto, en un recodo apareció un barco cargado de pimentón. Garrapata tocó la bocina, pero el barco «pimentonero» no pudo virar a tiempo y el
Salmonete
lo partió por la mitad. El pimentón formó una polvareda tremenda.

—Parecemos cangrejos cocidos —dijo Carafoca sacudiéndose.

Con el choque, el
Salmonete
encalló en la orilla del río. El almirante Pescadilla lanzó desde su barco una risotada y se preparó para el abordaje. Garrapata mandó recoger unos sacos de pimentón y ordenó cargar los cañones con ellos.

—¡Disparad el pimentón!

Una nube espesa y rojiza ocultó al
Salmonete
. El barco pirata, amparado en ella, pudo maniobrar y escapar río abajo.

El
Salmonete
siguió a todo trapo por el río, hasta que a lo lejos se divisó el mar del Norte. Garrapata miró por el telescopio y gritó:

—¡Uf! ¡Cuánta agua! ¿Se ha roto una cañería?

—Es el mar, majadero —dijo Carafoca.

Entre tanto, el chino había puesto la mesa y tocó la campana para comer. Los marineros corrieron como una manada de tiburones, pues hacía muchas horas que no comían. En el comedor de oficiales se reunieron Garrapata, Carafoca y el teniente Lechuguino, sobrino de Garrapata. En esto se abrió la puerta y apareció miss Floripondia.

—Señorita, siéntese aquí —gritó Garrapata.

—Siéntese aquí —gritó Lechuguino.

—Aquí, aquí —gritó Carafoca.

—Yo no alterno con piratas. Me voy —dijo Floripondia, dando un portazo al salir.

—Mejor, así tocamos a más —dijo Garrapata.

Mientras comían, comenzó a oírse en el comedor de los marineros un gran ruido de cucharas que golpeaban furiosas contra las mesas. Corrió el contramaestre y se encontró a los hombres enfadados y todo el suelo lleno de sardinas.

—¿Qué pasa aquí? —rugió Chaparrete.

—¡Que estamos hartos de sardinas!

—¿Pues qué queréis?

—Merluza a la vinagreta.

—¡Cómete esa sardina! —gritó Chaparrete a Comadreja, un marinero que había lanzado una sardina contra el techo.

—¡Que se la coma su abuela!

Chaparrete mandó formar a toda la tripulación sobre cubierta para dar un escarmiento general. Formaron todos, y entonces apareció Garrapata en el puente, de muy mal humor, comiéndose una pierna de cordero.

—¿Qué porras pasa aquí?

—Que no quieren sardinas fritas —dijo Chaparrete.

—Pues dales boquerones.

—Tampoco los quieren.

—Entonces, ¿qué quieren?

—Merluza a la vinagreta.

—Pues dádsela —contestó Garrapata.

Chaparrete mandó traer a Comadreja y le ató las manos a un madero. Luego cogió el látigo de las siete colas y preguntó:

—Comadreja, ¿quieres merluza?

—Sí.

—Pues toma.

Chaparrete le empezó a dar zurriagazos en la espalda con todas sus fuerzas. El infeliz Comadreja gritaba y la tripulación tenía los pelos de punta viendo retorcerse al marinero.

5. Primer desmayo - Segundo desmayo - Fuego a bordo - Tercer desmayo - Se acaba la comida - Se acaba el agua - Cuarto desmayo

C
UANDO ya iban quince latigazos, apareció en cubierta Floripondia, asustada por los gritos. La joven corrió hacia el desdichado Comadreja para impedir el castigo y, arrodillándose ante Chaparrete, gritó:

—Piedad, señor, no le peguéis más.

El látigo cayó sobre la joven y ésta cayó desmayada.

—¡Basta! —gritó Garrapata—. ¡Soltad al reo!

Chaparrete soltó a Comadreja de mala gana y mandó llevar a la joven a su camarote. El teniente Lechuguino y otros marineros la bajaron con mucho cuidado y la instalaron en su lecho. Miss Laurenciana, al verla sin sentido, empezó a gemir y, cogiendo un paraguas, echó a todos del camarote con cajas destempladas:

—¡Fuera de aquí, borregos, manada de gansos! ¡Pobre Floripondia!

Garrapata, mientras tanto, se encaró con los marineros y, cogiendo el látigo, gritó:

—¿Queréis más merluza?

—¡No, no, ya no!

—¿Os gustan las sardinas?

—¡Sí, están riquísimas!

—Pues a comerlas.

Los marineros bajaron al comedor, cogieron las sardinas de debajo de las mesas y se las comieron con raspas y todo.

El
Salmonete
se adentró en el mar. Un viento fuerte soplaba de popa. Las velas hinchadas amenazaban rasgarse y los masteleros de juanete y sobrejuanete gemían como si se fueran a partir.

—¡Arriad los juanetes! —gritó Garrapata.

—¡Arriados los juanetes! —gritaron los marineros.

Cuando cesó el viento, Garrapata se sentó en una mecedora en la toldilla, sacó la pipa y mandó al chino traer un poco de café. El chino subió con un saco cargado a la espalda y dijo:

—Señol Galapata, aquí está el café.

—Échamelo.

El chino le echó el saco de café por la cabeza y Garrapata salió corriendo tras el chino. Este se encaramó por el palo mayor, pero Chaparrete subió detrás de él, lo cogió por la coleta, le hizo bajar y levantó el látigo de las siete colas.

—¿Qué vas a hacer? —dijo Garrapata.

—Darle sesenta y seis latigazos.

—Son muchos; dale seis.

—Le daré siete.

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