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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

El pozo de las tinieblas (12 page)

BOOK: El pozo de las tinieblas
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El caballo de Daryth estaba cerca de ellos, y Robyn, después de vendarle el brazo, ayudó a Daryth a subir sobre la silla. Cuando acababa de ayudar a sujetar el cuerpo de Arlen, Keren vio al fílborg enredado, impotente, en las ramas de los árboles. El monstruo había renunciado a seguir debatiéndose, pero miraba estúpida y recelosamente a los humanos y al halfling que tenía delante.

—¿Cómo ha ocurrido eso? —preguntó sorprendido el bardo.

—Robyn lo hizo —respondió el príncipe, sin ocultar tampoco su sorpresa—. Me ha dicho que no sabe cómo fue, pero que sucedió cuando le gritó que se detuviese.

Keren se volvió y miró a Robyn con renovado interés. Robyn bajó los ojos y no dijo nada. Tristán inspeccionó sus perros, dos de los cuales habían sucumbido bajo el garrote del firbolg. Pero los otros parecían ilesos y rebullían, expectantes.

Terminados los preparativos, Keren, Robyn, Pawldo y Tristán montaron a caballo. Tristán delante del cuerpo de Arlen en el caballo del guerrero muerto. En ese preciso momento, un fuerte griterío anunció que un nuevo grupo de firbolg había coronado el paso. Lanzando alaridos de rabia, los monstruos corrieron cuesta abajo. Varios de ellos se detuvieron para arrojar piedras que no alcanzaron a los fugitivos, los cuales aceleraron su carrera.

—Lástima que no podamos llevarnos sus cabezas —gritó el bardo a Tristán, evocando una antigua costumbre de algunos clanes ffolk—. ¡Serían unos magníficos trofeos!

—Así es —respondió Tristán, aunque la idea le repugnó un poco.

Espoleando sus monturas, con los perros saltando a su lado, el pequeño grupo descendió por el valle con la mayor rapidez posible. Cabalgando de firme, aumentaron su ventaja sobre los torpes firbolg, que pronto se perdieron de vista a su espalda.

—¿Se habrán detenido? —preguntó Robyn, mirando esperanzada hacia atrás.

—Es posible..., no lo sé —respondió Tristán, dándose cuenta, de pronto, de lo mucho que necesitaba el consejo de Arlen y de lo mucho que lo echaría en falta—. Sería una imprudencia tratar de averiguarlo —dijo al fin, tomando su decisión—. Debemos seguir adelante.

Daryth gimió débilmente sobre su caballo. Tristán se preguntó si el calishita sobreviviría al viaje y pensó que tal vez podrían detenerse..., pero, ¿y si perecían todos en una emboscada de los firbolg? Oh, ¿por qué había tenido que morir Arlen?

Estas preguntas fueron como una carga de dolor sobre los hombros del príncipe. Para aumentar su depresión, pronto empezó a llover.

En las horas que seguían al amanecer, los ffolk se ajetreaban en las calles y en los campos de Corwell. Los pescadores sacaban sus barcas del pequeño puerto con la aurora y los granjeros se ocupaban en una docena de tareas. Incluso los artesanos andaban de un lado a otro, limpiando sus cosas mientras se preparaban para la jornada de trabajo.

No muy lejos de allí, la comunidad halfling de Lowhill seguía durmiendo mientras subía el sol hacia su cénit. Solamente hacia el final de la mañana, unos pocos halfling vacilantes y de ojos soñolientos se aventuraban a salir de sus cómodas madrigueras. Sabían gozar de la vida, y levantarse con la aurora no era recomendable.

Pero, por fin, el día trajo consigo su ración de actividad a Lowhill, hoy más que de costumbre.

Allian, una joven doncella de cincuenta y dos años, salió de su madriguera. Se alarmó al percibir una sensación de urgencia en toda la comunidad. Vio que sus compañeros se apresuraban de un lado a otro y que todos parecían muy preocupados. ¿A qué se podía deber tanto jaleo?

Halfling de todas las edades pasaban por delante de la pequeña puerta de la madriguera de su padre y se encaminaban cuesta abajo hacia los linderos de la comunidad. Adormilada, Allian fue tras ellos y advirtió que su gente se había reunido con aire sombrío alrededor de una madriguera al pie de la colina.

Mientras bajaba la cuesta, esforzándose en mantener el paso de los niños y los jóvenes, Allian se sintió cada vez más inquieta: la entrada de la madriguera no estaba como debía estar, ni mucho menos.

Grandes terrones estaban desparramados frente a la entrada y la doncella comprendió que algo había excavado con furia el suelo junto a la maciza puerta de madera. Al acercarse más, vio que la puerta había sido derribada hacia dentro por alguna fuerza poderosa. Todo el túnel que conducía al interior de la madriguera había sido ensanchado apresuradamente por alguna criatura desconocida pero dotada de un tremendo poder de excavación.

Abriéndose paso entre la multitud cada vez más temerosa, miró al interior y a duras penas pudo sofocar un grito de horror.

La que había sido cómoda madriguera estaba ahora destruida. Los pulcros y sólidos muebles estaban destrozados por completo; la cocina, volcada, y todos los platos hechos añicos. Pero nada de esto podía compararse con el horror de lo que había en medio.

Los cuerpos, dos del tamaño del de Allian y dos mucho más pequeños, estaban irreconocibles. Todos habían sido mutilados y desgarrados por una criatura de fuerza enorme e increíblemente salvaje.

Sin poder contener su llanto por más tiempo, Allian se volvió sollozando y salió corriendo de la madriguera. Otros halfling se mantenían apartados de la multitud, jadeantes y con los rostros pálidos como la cera. Allian cayó al suelo y empezó a temblar. Trató de borrar el recuerdo de la cercana madriguera, pero su mente seguía evocando imágenes de criaturas enormes y con largos colmillos. Gritaban y gruñían dentro de su cabeza, y no podía quitarlas de ella.

Las nubes grises y la niebla dieron paso a una lluvia persistente mientras el grupo descendía de los parajes más altos del bosque de Llyrath. Todos espoleaban sus caballos, ansiosos de poner distancia entre ellos mismos y los firbolg. No sabían si los monstruos los habían perseguido más allá del valle, pero no podían arriesgarse a detenerse para comprobarlo.

Daryth cabalgaba en silencio, apretando las mandíbulas. El pañuelo de Robyn le inmovilizaba el brazo, pero la tensión de cabalgar había quitado todo color a su semblante. Tristán sabía que tendrían que detenerse para pasar la noche, y rezó con fervor a la diosa para que los firbolg no los siguiesen por las tierras bajas.

La lluvia cambiaba alternativamente, de fuertes aguaceros a llovizna y viceversa. Cuanto más avanzaba el grupo más hondo parecía calar la humedad en la carne y en los huesos. Robyn descubrió un ondulado sendero y el grupo lo siguió en columna, con la mujer en cabeza. Pawldo la seguía, con Daryth y Tristán detrás de él, mientras que el bardo cabalgaba en la retaguardia. La senda cambió de dirección y se introdujo entre los altos pinos de un bosque casi desprovisto de maleza y donde los propios árboles ofrecían cierta protección contra los aguaceros.

Tristán se arrebujó en su capa de lana, que además cubrió con una manta de pieles, pero ni siquiera este aislamiento combinado sirvió para mantener a raya el frío. Pronto lo acometió un temblor incontenible. Delante de él, vio que Daryth parecía a punto de caer de su caballo. En cabeza de la pequeña columna, Robyn estaba dolorosamente encogida sobre la silla, sacudida por los escalofríos.

—Tendremos que detenernos —gritó el príncipe al bardo por encima del hombro—. Si no encendemos una fogata y nos calentamos, no creo que Daryth pueda aguantar toda la noche.

—Una prudente observación —convino el bardo—. Busquemos un lugar adecuado.

La senda empezó pronto a subir hacia otra de las interminables crestas que surcaban el bosque de Llyrath. Los pinos crecían aquí en grupos apretados, con pequeños claros herbosos entre ellos. En uno de estos lugares despejados, Tristán hizo que su caballo se colocase al lado del de Robyn. La lluvia había menguado de nuevo hasta no ser más que una niebla en el aire.

—Detengámonos y acampemos entre estos pinos —sugirió, y ella asintió con gesto cansado.

El príncipe no la había visto nunca tan desalentada y afligida, y sintió una fuerte punzada de remordimiento.

—Lo... lo siento —dijo—. Yo os metí en este lío. ¡Y pensé que seguir a los firbolg sería una gran aventura!

—Tú no tuviste la culpa —dijo suspirando Robyn. Miró el cuerpo inmóvil detrás de Tristán y apretó los labios—. Todos queríamos ir, excepto Arlen. Todos somos responsables de las consecuencias.

Levantó la mirada, haciendo un visible esfuerzo por superar su desaliento.

—¿Dónde vamos a acampar? Espero que no sea lejos.

—Aguarda aquí con los otros —dijo Tristán—. Encontraré un lugar donde podamos descansar con algo de seguridad.

Aliviado al tener algo en que pensar que no fuese Arlen, el príncipe se alejó al trote corto por el sendero para investigar varios de los densos grupos de pinos. Pronto encontró uno que podía guardarlos de ser vistos desde fuera y contenía un sector amplio y seco donde un suave lecho de agujas de los pinos quedaba resguardado de la lluvia por las espesas ramas que lo cubrían. El resto del grupo se reunió con él y Robyn encendió de inmediato una pequeña hoguera que no producía humo. Mientras tanto, Tristán desanduvo su camino con una escoba hecha con una gruesa rama de pino. Al poco rato había borrado toda señal de su paso, dando la impresión de que habían continuado por el camino principal.

El refugio resultó ser tan cálido y seco como hubiesen podido desear. Se turnaron para montar la guardia, pero cuando amaneció la gris aurora no había habido ningún indicio de persecución por parte de los firbolg. Daryth temblaba de fiebre y gemía delirante. Lo ataron a la silla y volvieron a cabalgar bajo el frío. Lo único esperanzador era que sus enemigos seguían sin dar señales de andar detrás de ellos.

—Probablemente no son lo bastante atrevidos para aventurarse en las tierras bajas —comentó Keren—. Aunque estén de correría, y temo que nuestro amigo halfling tenga razón en esto, no se acercarán demasiado a lugares poblados por los humanos siendo su banda tan poco numerosa.

—Espero que sea así —respondió Tristán.

Tal como estaban las cosas, las probabilidades de Daryth de mantenerse con vida durante el viaje a Caer Corwell eran escasas. Si además tenían que luchar, se reducirían a cero.

Al final de este día de viaje, el grupo llegó a una casita de leñador. Ésta se encontraba en el interior de un valle resguardado, junto a un agradable y burbujeante arroyo. Unas pieles estaban colgadas fuera de la casa y había un pequeño corral vacío y abandonado al lado de un derruido cobertizo.

—¿Quiénes sois? —gritó una voz agria y recelosa.

El que había hablado estaba de pie en la esquina de la casita. Era un hombre de edad mediana, curtido por el trabajo y vestido con sencillez. Un hacha de leñador, de mango largo, estaba apoyada en su hombro. Hubiérase dicho que podía hacerla girar hasta la posición de ataque con un sencillo movimiento de la muñeca.

Entonces se abrió la puerta de la casa con un crujido y el príncipe vio una oscura forma en el interior. Pero alcanzó a ver con claridad un arco tenso en el portal, con una flecha que le apuntaba directamente al corazón.

—¿Quiénes sois? —preguntó de nuevo el leñador.

—Yo soy Tristán Kendrick, príncipe de Corwell —dijo Tristán, saltando con osadía al suelo. Se estremeció al ver que el arco temblaba ligeramente, pero la flecha siguió en su sitio—. Tenemos un compañero herido; necesita cobijo y calor.

La actitud del leñador ya se estaba suavizando.

—Sí, desde luego. Te había visto antes de ahora, mi príncipe. Por favor, perdona mi recelo; son tiempos peligrosos en Llyrath. —Haciendo una ligera reverencia, añadió—: ¿Queréis entrar?

La puerta de la casa acabó de abrirse y el arco salió por ella seguido de un muchacho de unos doce años que los miraba con los ojos muy abiertos. Una mujer fornida salió detrás del chico y corrió hacia el caballo de Daryth, donde Robyn estaba ya ayudando al calishita a bajar de la silla.

—¡Deprisa! —dijo la mujer, arrugando la rolliza cara con inquietud—. ¡Pobre muchacho! Llevémoslo adentro.

Los otros, agradecidos, siguieron a la familia al interior de la cálida vivienda. Por primera vez en dos días, podían quitarse la humedad de su ropa y de su cuerpo.

—Yo soy Keegan de Dynnawail —declaró su anfitrión cuando entraron en su pequeño hogar—. Ésta es Enid, y éste mi hijo Evan. Muchacho, sal y cuida de los caballos. ¡Rápido!

Evan, que aún contemplaba boquiabierto a los visitantes, se volvió y corrió en dirección a los caballos. Los otros llevaron con sumo cuidado a Daryth a una cama individual pero grande. El calishita deliraba y la fiebre parecía consumirlo.

Dejando a Daryth al cuidado de las mujeres, Tristán aprovechó la ocasión y la ayuda del leñador para envolver con más seguridad el cuerpo de Arlen. La carne, rígida y sin vida, no parecía la de aquel hombre que había enseñado y adiestrado al príncipe durante toda su vida. Tristán preparaba el cadáver para un funeral, seguro de que su padre dispondría esta ceremonia cuando llegasen a casa. Con tristeza, recordó los rudos consejos de su viejo maestro. No había sido pródigo en cumplidos, pero siempre había confiado en la capacidad de Tristán para aprender e incluso superarse.

¡El hombre había tenido la muerte del guerrero! Y ésta, entre los ffolk, era la mejor manera en que un hombre podía morir; al menos, era lo que el príncipe había siempre presumido. Esta presunción le parecía ahora vacía de significado.

Tristán entró en la casa después de anochecer y se sintió reconfortado por el olor a especias y a humo caliente que percibió al cruzar la puerta. Keegan y su familia les ofrecieron todas las comodidades que su sencillo hogar podía darles. Después de una comida corriente pero sustanciosa y de varios vasos de vino elaborado por el propio leñador, el grupo gozó del primer verdadero descanso que habían tenido durante días. Sólo el estado debilitado de Daryth y las amenazas desconocidas que podían acechar en el bosque, más allá de la maciza puerta, impidieron que la noche fuese completamente agradable.

—Tus compañeros nos han dicho que eres Keren Donnell —dijo vacilante el leñador después de la comida—. ¿Podríamos pedirte que tocases para nosotros?

—Lo haré encantado —dijo el bardo, levantándose y dirigiéndose al revoltijo de pertrechos que habían depositado en la entrada.

Keren tomó su arpa y, al volver hacia su silla, pulsó unos cuantos acordes y afinó las cuerdas con cuidado. Después empezó a tocar.

La
Canción de la Madre Tierra
resonó en toda la casita. La letra hablaba de la diosa en toda su gloria y en cómo había nacido del equilibrio entre el bien y el mal en el mundo. Ella y sus devotos sabían que ni el bien ni el mal, en un sentido puro, beneficiarían al mundo. Y así, la función de la diosa era preservar el Equilibrio.

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