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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El primer caso de Montalbano (31 page)

BOOK: El primer caso de Montalbano
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El coche estaba detenido delante de un rectángulo al lado del cual se encontraba el hombre. El rectángulo se había coloreado de gris con rotulador. Esa vez el comisario no tuvo la menor duda.

—Ésta es la persiana metálica del garaje que el hombre está abriendo.

—¿Ha visto cómo ha aprendido en poco tiempo? —dijo Olinda, volviendo a dejar las hojas en su sitio—. ¿Le apetece un café?

—Sí.

—Pues entonces quédese aquí jugando con aquel coche de bomberos. Se nota que se muere de ganas. Lo llamo en cuanto esté listo.

¡Bien por la psicóloga! Disfrutó de lo lindo con el cochecito, que hasta tenía una sirena que traspasaba los oídos. Por desgracia, enseguida lo llamaron desde el salón.

—Oiga, doctora...

—Llámeme Linda y yo a usted lo llamaré Salvo.

—De acuerdo. ¿No ha conseguido averiguar por la niña qué hizo el hombre cuando ambos estaban en el interior del garaje?

—No. Estaba justo empezando a abordar el tema. Pero tengo cierta idea.

—¿Cuál?

—Que no ocurrió absolutamente nada. La niña no sufrió la menor violencia, sólo recibió un tortazo una vez, no sé cuándo...

—Yo puedo decírselo.

Y le reveló lo que le había contado Bonsignore.

—Por consiguiente, si Laura no hubiera hecho aquel intento de fuga, el secuestrador ni siquiera le habría propinado aquel tortazo —concluyó la psicóloga.

—A su juicio —preguntó Montalbano—, ¿por qué secuestraron a la niña?

—A mi juicio, no la secuestraron —dijo serenamente Linda.

Montalbano pegó un brinco de caballo en la silla.

—Pero ¡qué dice!

—Lo que pienso. ¿Me ha preguntado mi opinión sí o no? Si queremos utilizar las palabras adecuadas, la niña fue apartada, repito, apartada, aunque fuese a la fuerza, de sus familiares justo lo suficiente para que todo el mundo creyera que la habían secuestrado. La tuvieron durante algún tiempo en el interior del garaje de una casa de las inmediaciones. Por allí todas las casas disponen de garaje, conozco el lugar.

¡Coño! ¡Pero qué inteligente era aquella mujer que en aquel momento estaba cruzando unas largas piernas! Así se explicaba la singularidad de aquel presunto secuestro: se trataba tan sólo de mantener escondida a la niña durante algún tiempo, lo justo para que se pudiera pensar en un rapto. Y estaba claro que la orden que había recibido el secuestrador era no sólo la de no causar a Laura el menor daño, sino también la de evitar que otros pudieran causárselo, deliberadamente o no.

—Quisiera abrazarla —se le escapó a Montalbano desde lo más profundo de su ser.

—Hágalo —dijo Linda, levantándose.

Como es natural, en la comisaría no encontró a Fazio, seguramente había salido de caza en busca de las sociedades del americano. Recordó que los de la Científica aún no habían dado señales de vida con el resultado de los exámenes de la ropa de Laura. Estaba convencido, después de lo que había dicho Linda, de que los de la Científica no descubrirían nada importante. Aun así llamó sólo por el placer de tocarle los cojones a Vanni Arquà.

—¿Arquà? Soy Montalbano. Permíteme felicitarte a ti junto con todo tu equipo de colaboradores por la prontitud y diligencia con que habéis atendido la petición de esta comisaría. Pondré todo mi empeño en informar detalladamente al señor jefe superior.

—Pero ¿de qué estás hablando?

—Estoy hablando de la ropa de aquella niña que os mandé...

—Ah, ¿eso? Sí, los exámenes, los hemos hecho.

—¿Puedo experimentar la íntima satisfacción de saber por qué no me los habéis enviado?

—Montalbano, para enviártelos teníamos que hacer referencia a algo, ¿no crees? ¡Ni que fuéramos un laboratorio de análisis privado!

—Me dejas de piedra, Arquà. ¿Cómo es posible que nadie te haya puesto al corriente?

—¿De qué?

—Hubo un intento de secuestro de una niña que es la nieta de un destacado político. —Bajó repentinamente la voz y la dejó reducida a un soplo—. El asunto se mantiene en secreto, se sospechan oscuras tramas, hasta se habla de terrorismo... por eso no podía constar nada oficialmente.

—Comprendo, comprendo —dijo Arquà, bajando también la voz hasta convertirla en un soplo—. ¿Quieres conocer los resultados?

—Sí, pero dímelos por teléfono, ¡nada por escrito, por lo que más quieras!

—Espera un momento... Bueno pues —dijo Arquà al poco rato con un tono de voz todavía más sigiloso—, nada importante, en el vestido se han encontrado restos de salsa, mermelada, requesón y aceite de coche. Las braguitas estaban sucias de pipí, debió de hacérselo encima. Ah, en la parte posterior del vestido había tres cabellos masculinos, negros. Y nada más.

—Conservad bien esos tres cabellos. Gracias, Arquà. Y silencio absoluto, te lo ruego.

¡Pobre chiquilla! ¡Debía de haber pasado unos terribles momentos de angustia! Y en cuanto a las manchas de aceite de coche, eso no hacía sino confirmar la hipótesis de Linda: la niña había sido retenida durante algún tiempo en el interior de un garaje.

A la mañana siguiente, cuando llevaba unos diez minutos en su despacho, sonó el teléfono.


Dottori
? Está aquí el señor Bongiardino, que quiere hablar con usía personalmente en persona.

Catarella seguía confundiendo la «m» con la «b». Debía de ser el abogado Mongiardino.

—Hazlo pasar.

No era el anciano abogado sino un cuarentón vestido con un caro traje a la medida. Lucía un antipático bigotito y un valioso Rolex en la muñeca. Hasta el perfume de la colonia con que se había impregnado debía de ser muy caro. Para aquella ocasión se había puesto un rostro severo.

—Soy Gerlando Mongiardino.

El mujeriego, el que metía la mano en la caja de la empresa. Se había presentado voluntariamente, ahorrándole al comisario la molestia de ir a verlo.

Montalbano le indicó por señas que se sentara, pero el hombre permaneció de pie.

—Gracias, me voy enseguida. He venido sólo para decirle que su manera de actuar me parece incorrecta.

—¿En qué sentido?

—Usted, utilizando como pretexto un hipotético secuestro acerca del cual no se ha presentado ninguna denuncia, que conste, ha ido a molestar a mi padre con preguntas que nada tienen que ver con la historia que le ocurrió casualmente a mi sobrina Laura.

—¿Qué significa casualmente?

—Que Laura se perdió mientras estallaba el temporal, que alguien cuidó de ella, la acogió en su coche y la dejó cuando todo terminó.

—¿Y por qué razón ese compasivo alguien la emprendió a bofetadas con ella?

—¿Se refiere al hecho de que Laura tenía una mejilla hinchada? Pero ¿quién le dice a usted que eso fue una bofetada?

—Dos testigos.

—¿Qué es lo que vieron?

Montalbano le contó punto por punto el relato de los Bonsignore. Al final, Gerlando Mongiardino esbozó una sonrisa.

—¡Pero, señor comisario, piense un poco! Si alguien intenta salvar a una niña que se ha perdido y esa niña huye de su salvador corriendo el peligro de acabar bajo las ruedas de un coche, ¿no sería posible que ese alguien perdiese momentáneamente la paciencia? Los señores Bonsignore creyeron que se trataba de un secuestro y, por consiguiente, todo lo que vieron lo enmarcaron en la óptica del secuestro. Sin embargo, las cosas pueden y tienen que verse desde otra perspectiva.

¡Bien por Gerlando Mongiardino! Su explicación era de una lógica aplastante.

—¿Usted ha leído alguna vez a Borges? —le preguntó Montalbano.

—¿Eso qué es, un libro? —replicó molesto.

Hay personas a quienes la pregunta acerca de si han leído un libro les resulta más ofensiva que el hecho de que alguien les pregunte si han tenido íntima amistad con Jack el Destripador.

—Usted perdone, pero dejando aparte el hecho de que sobre la desaparición de Laura yo tengo otra opinión, ¿cómo puedo llevar a cabo una investigación sin hablar con los familiares de la víctima?

—¿Y qué tienen que ver con el presunto secuestro de Laura las preguntas que le ha hecho usted a papá sobre mis relaciones con mi cuñado Fernando?

—Porque necesito un cuadro general de la situación. Es más, aprovechando que está usted aquí, ¿quiere explicarme el motivo de esas disputas? De hecho, yo tenía el propósito de acercarme a la Vigamare para hablar de ello.

—Nuestras disputas siempre han tenido el mismo motivo: la dirección de la empresa de la cual mi cuñado y yo somos socios cada uno al cincuenta por ciento. Eso es todo.

4

Debía de ser una explicación fraguada en el seno de la familia para no perder la dignidad a los ojos del pueblo, el cual conocía muy bien la verdadera causa de las peleas, que no era otra que la irresistible atracción que el sexo femenino ejercía en Gerlando y que lo inducía a meterse en el bolsillo el dinero de la empresa y estafar de mala manera a su cuñado.

Merecía la pena aclarar la cuestión.

—¿Podría esbozar brevemente en qué consiste la disparidad de criterios entre ustedes a propósito de la dirección de la compañía?

—Muy sencillo: yo quiero que la Vigamare se expanda cada vez más y se abra a nuevos mercados y él no, él quiere que todo siga tal como está.

—¿Y usted se explica por qué su cuñado no quiere ampliarla? ¿Acaso es excesivamente prudente?

Una manera amable de insinuar la hipótesis de que Belli no se fiaba de Gerlando Mongiardino.

—No se trata de prudencia. Yo diría más bien falta de interés. Fernando tiene otros negocios mucho más importantes en Roma, es un empresario capaz de arriesgar mucho.

—¿Pues entonces?

—Le seré sincero, comisario. Esta empresa de Vigàta Fernando sólo la constituyó para complacer a su mujer, es decir, mi hermana, la cual quería verme bien colocado puesto que yo no tenía trabajo fijo. Y, además, ella pensaba que el negocio sería un pretexto para que mi cuñado viniera a menudo a Vigàta, y de esa manera ella tendría más ocasiones de ver a sus padres. En resumen, para Fernando la Vigamare no tiene ninguna importancia mientras que para mí lo es todo.

—Su padre me dijo que teme que las relaciones entre ustedes hayan llegado al punto de ruptura.

—Todo lo que tenía que romperse ya se ha roto.

—¿En qué sentido?

—En el sentido de que mi cuñado se retiró de la sociedad la víspera de su partida hacia Roma. Fuimos al notario aquella misma tarde.

Por consiguiente, las cosas ya habían alcanzado el punto crítico que decía el abogado Mongiardino. Debía de haber habido una pelea terrible entre Belli y Gerlando.

—¿Y quién ha adquirido su cuota?

—Yo.

¡¿Él?! ¿Y con qué había pagado? ¿Con habas y garbanzos? ¿Con conchas de marisco? Y si se había comprometido a abonarla a plazos, ¿cómo era posible que Belli se hubiese fiado una vez más de aquel tarambana?

—Disculpe, señor Mongiardino, la que voy a hacerle es una pregunta que efectivamente no tiene nada que ver con el secuestro y, por consiguiente, es usted muy libre de no contestar, pero ¿podría decirme qué sistema han acordado para el pago de la cuota?

—En efectivo.

Montalbano puso una cara tan sorprendida que Mongiardino se sintió obligado a dar una explicación.

—Por supuesto que no he acudido al notario con maletas llenas de billetes. He hecho una transferencia de fondos desde mi cuenta a la suya.

¿Fondos? ¿De qué fondos estaba hablando? ¿Del fondo del mar? ¿De los bajos fondos? Sin embargo, comprendió que Gerlando Mongiardino, con mucha habilidad, lo había empujado a darse de bruces contra una pared. Los bancos jamás traicionarían el secreto bancario, e ir a hablar con el notario sería como pretender mantener un diálogo con un cadáver.

—¿Hay otros socios?

—No.

¿Qué más se podía decir?

—Felicidades y enhorabuena —dijo Montalbano, levantándose.

—Gracias, comisario. Y espero haber aclarado...

—Perfectamente.

Se estrecharon la mano sonriendo.

—¿Linda? Soy Montalbano.

—¡Cuánto me alegro! Dime.

—Necesito verte.

—¿Ya estamos en ese plan? —Y soltó una risita.

Montalbano se puso colorado como un tomate.

—Di... discúlpame, Linda, pero me he portado como un...

—No te preocupes. Dime.

—Tengo que hacerte una pregunta sobre algo que insinuaste y que después se me fue por completo de la cabeza.

—Pregunta.

—¿Tú sabes dónde encontraron a Laura?

—Delante de la verja del chalet del doctor Riguccio.

—Bueno, es que me parece que dijiste que tú conocías aquella zona, la que va desde Piano Torretta a Gallotta.

—Sí.

—¿Querrías acompañarme allí?

—Pues claro. ¿Cuándo?

—Esta tarde si puedes. Sobre las cinco. Dejas tu coche frente a la comisaría y seguimos con el mío. ¿Sabes dónde está la comisaría de Vigàta?

—No.

—Ahora te lo explico.

Empezó a hablar, plenamente convencido de que jamás conseguiría indicarle el camino a Linda. No porque la comisaría estuviera situada en el interior de un laberinto sino a causa de su congénita incapacidad topográfica. Sólo podía llegar a un lugar porque el cuerpo lo llevaba por su cuenta hasta allí. Tras pasar diez minutos diciendo «a la segunda a la izquierda, giras inmediatamente a la derecha» y «a la tercera a la derecha, giras a la segunda también a la derecha», se dio por vencido.

—Mejor preguntas cuando llegues a Vigàta.

—Traigo un buen cargamento —dijo Fazio al entrar en el despacho de Montalbano, que en aquel momento estaba hablando con Augello.

—Siéntate y cuéntame.


Dottore
, tengo que hacer una premisa. Llevo los bolsillos llenos de papeles y necesito consultarlos de vez en cuando. ¿Puedo hacerlo sin temor a que me pegue un tiro?

—Por esta sola y única vez, sí.

¿Cómo se las habría arreglado para guardarse en el bolsillo todos aquellos papeles que sacó y que, al final, formaron un montón sobre la mesa del comisario? A continuación, Fazio carraspeó y apoyó la espalda en el respaldo del asiento. Estaba visiblemente orgulloso de su trabajo. Al fin decidió abrir la boca.

—Bueno, pues el americano tiene y no tiene cuatro empresas dedicadas a participar en los concursos de adjudicación de obras públicas.

—No empecemos a soltar chorradas —dijo el comisario, irritado—. ¿Qué significa eso de que tiene y no tiene?

—Ahora mismo se lo explico,
dottore
. Estas cuatro empresas se encuentran desde hace tiempo con ciertos problemas, habían tenido dificultades para el pago de los impuestos, algunas de sus obras habían sido clausuradas por incumplimiento de las normas de seguridad laboral, habían sido multadas por retrasos en la entrega y cosas por el estilo. Para reanudar sus actividades habrían debido resolver los asuntos pendientes, regularizar su situación, pero les faltaba el dinero. En determinado momento, es decir, hace menos de tres meses, ocurrió el milagro. Las cuatro sociedades cuyos nombres le digo ahora mismo... —Y comenzó a revolver el montón de papeles que tenía delante.

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