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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El príncipe de la niebla (13 page)

BOOK: El príncipe de la niebla
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—Servicio de habitaciones —dijo Max—. ¿Puedo pasar?

Empujó la puerta y entró en la habitación. Alicia había sepultado la cabeza bajo una almohada. Max echó un vistazo a la habitación, la ropa colgada sobre las sillas y la galería de objetos personales de Alicia. La habitación de una mujer siempre resultaba un fascinante misterio para Max.

—Contaré hasta cinco —dijo Max— y luego empezaré a comerme el desayuno.

El rostro de su hermana asomó bajo la almohada, olfateando el aroma de la mantequilla en el aire.

Roland los esperaba en la orilla de la playa, ataviado con unos viejos pantalones a los que había cortado las perneras y que hacían las veces de traje de baño. Junto a él había un pequeño bote de madera cuya eslora no debía de alcanzar los tres metros. La barca parecía haber pasado 30 años al sol varada en una playa y la madera había adquirido un tono grisáceo que las pocas manchas de pintura azul que aún no se habían desprendido a duras penas conseguían disimular. Con todo, Roland parecía admirar su bote como si se tratase de un yate de lujo. Y mientras los dos hermanos sorteaban las piedras de la playa en dirección a la orilla, Max pudo comprobar que Roland había escrito en la proa el nombre de la nave, Orpheus II, con pintura reciente, probablemente de aquella misma mañana.

—¿Desde cuándo tienes una barca? —preguntó Alicia, señalando el raquítico esquife en el que Roland ya había cargado el equipo de buceo y un par de cestas de contenido misterioso.

—Desde hace tres horas. Uno de los pescadores del pueblo iba a desguazar el bote para hacer leña, pero le he convencido y me lo ha regalado a cambio de un favor —explicó Roland.

—¿Un favor? —preguntó Max—. Yo creo que el favor se lo has hecho tú a él.

—Puedes quedarte en tierra si lo prefieres —replicó Roland en tono burlón—. Venga, todo el mundo a bordo.

La expresión «a bordo» resultaba un tanto inapropiada para la nave en cuestión, pero pasados quince metros, Max comprobó que sus previsiones de naufragio instantáneo no se cumplían. De hecho, el bote navegaba con firmeza al comando de cada boga de remo que Roland imprimía enérgicamente.

—He traído un pequeño invento que os va a sorprender —dijo Roland.

Max miró una de las cestas tapadas y alzó la cubierta unos centímetros.

—¿Qué es esto? —murmuró.

—Una ventana submarina —aclaró Roland—. En realidad es una caja con un cristal en la base. Si lo apoyas en la superficie del agua, puedes ver el fondo sin sumergirte. Es como una ventana.

Max señaló a su hermana Alicia.

—Así al menos podrás ver algo —insinuó, con tono burlón.

—¿Quién te ha dicho que pienso quedarme aquí? Hoy bajo yo —respondió Alicia.

—¿Tú? ¡Si no sabes bucear! —exclamó Max, tratando de enfurecer a su hermana.

—Si llamas bucear a lo que hiciste el otro día, no —bromeó Alicia, sin recoger el hacha de guerra.

Roland siguió remando sin añadir cizaña a la discusión de los dos hermanos y detuvo el bote a unos cuarenta metros de la orilla. Bajo ellos, la sombra oscura del casco del Orpheus se extendía en el fondo como la de un gran tiburón tendido en la arena, expectante.

Roland abrió una de las cestas y extrajo un áncora oxidada unida a un cabo grueso y visiblemente desgastado. A la vista de tamaños aparejos, Max supuso que todos aquellos saldos marinos venían con el lote que Roland había negociado para salvar el mísero bote de un fin digno y apropiado a su estado.

—¡Cuidado, que salpico! —exclamó Roland lanzando al mar el áncora, cuyo peso muerto descendió en vertical y levantó una pequeña nube de burbujas, llevándose casi quince metros de cabo.

Roland dejó que la corriente arrastrase el bote un par de metros y ató el cabo del áncora a una pequeña anilla que pendía de la proa. El bote se meció suavemente con la brisa y el cabo se tensó, haciendo crujir la estructura del bote. Max echó un vistazo sospechoso a las junturas del casco.

—No se va a hundir, Max. Confía en mí —afirmó Roland, sacando la ventana submarina de la cesta y colocándola sobre el agua.

—Eso es lo que dijo el capitán del Titanic antes de zarpar —replicó Max.

Alicia se inclinó para mirar a través de la caja y vio por primera vez el casco del Orpheus descansando en el fondo.

—¡Es increíble! —exclamó ante el espectáculo submarino.

Roland sonrió complacido y le tendió unas gafas de buceo y unas aletas.

—Pues espera a verlo de cerca —dijo Roland, colocándole su equipo.

La primera en saltar al agua fue Alicia. Roland, sentado al borde del bote, dirigió una mirada tranquilizadora a Max.

—Tranquilo. La vigilaré. No le va a pasar nada —aseguró.

Roland saltó al mar y se reunió con Alicia, que esperaba a unos tres metros del bote. Ambos saludaron a Max y, segundos después, desaparecieron bajo la superficie.

Bajo el agua, Roland asió la mano de Alicia y la guió lentamente sobre los restos del Orpheus. La temperatura del agua había descendido ligeramente desde la última vez que se habían sumergido allí y el enfriamiento se hacía más palpable a mayor profundidad. Roland estaba habituado a ese fenómeno, que se producía eventualmente durante los primeros días del verano, especialmente cuando corrientes frías que venían de mar adentro fluían con fuerza por debajo de los seis o siete metros de profundidad. A la vista de la situación, Roland decidió automáticamente que aquel día no permitiría que Alicia ni Max se sumergieran con él hasta el casco del Orpheus, ya habría días de sobra durante el resto del verano para intentarlo.

Alicia y Roland nadaron a lo largo del buque hundido. Se detenían de vez en cuando para ascender a tomar aire y contemplar con calma el barco, que yacía en la medialuz espectral del fondo. Roland intuía la excitación de Alicia ante el espectáculo y no le quitaba el ojo de encima. Sabía que para bucear a gusto y con tranquilidad, debía hacerlo solo.

Cuando se zambullía con alguien, especialmente con novatos en la materia como lo eran sus nuevos amigos, no podía evitar asumir el papel de niñera submarina. Con todo, le satisfacía especialmente compartir con Alicia y su hermano aquel mágico mundo que durante años le había pertenecido sólo a él. Se sentía como el guía de un museo embrujado acompañando a unos visitantes en un paseo alucinante por una catedral sumergida.

El panorama submarino, sin embargo, ofrecía otros alicientes. Le gustaba contemplar el cuerpo de Alicia moverse bajo el agua. A cada brazada, podía ver cómo los músculos del torso y las piernas se tensaban y su piel adquiría una palidez azulada. De hecho, se sentía más cómodo observándola así, cuando ella no advertía su mirada nerviosa. Subieron de nuevo a recuperar el aliento y comprobaron que el bote y la silueta inmóvil de Max a bordo estaban a más de veinte metros. Alicia le sonrió eufórica. Roland correspondió a su sonrisa, pero interiormente pensó que lo mejor sería volver al bote.

—¿Podemos bajar al barco y entrar? —pregunto Alicia, con la respiración entrecortada.

Roland advirtió que los brazos y las piernas de la muchacha estaban recubiertos de piel de gallina.

—Hoy no —respondió. Volvamos al bote.

Alicia dejó de sonreír, intuyendo una sombra de preocupación en Roland.

—¿Pasa algo, Roland?

Roland sonrió plácidamente y negó. No quería hablar ahora de corrientes submarinas de cinco grados. En aquel momento, mientras Alicia daba sus primeras brazadas en dirección al bote, Roland sintió que el corazón le daba un vuelco. Una sombra oscura se movía en el fondo de la bahía, a sus pies. Alicia se volvió a mirarle. Roland le indicó que siguiese sin detenerse y sumergió la cabeza para inspeccionar el fondo.

Una silueta negra, semejante a la de un gran pez, nadaba sinuosamente alrededor del casco del Orpheus. Por un segundo, Roland pensó que se trataba de un tiburón, pero una segunda mirada le permitió comprender que estaba equivocado. Continuó nadando tras Alicia sin apartar la mirada de aquella forma extraña que parecía seguirlos. La silueta serpenteaba a la sombra del casco del Orpheus, sin exponerse directamente a la luz. Todo cuanto Roland podía distinguir era un cuerpo alargado, semejante al de una gran serpiente y una extraña luz parpadeante que lo envolvía como un manto de reflejos mortecinos. Roland miró hacia el bote y comprobó que todavía les separaban más de diez metros de él. La sombra bajo sus pies pareció cambiar su rumbo. Roland inspeccionó el fondo y comprobó que aquella forma estaba saliendo a la luz y, lentamente, ascendía hacia ellos.

Rogando que Alicia no la hubiese visto, aferró a la muchacha por el brazo y se lanzó a nadar con todas sus fuerzas hacia el bote. Alicia, alertada, le miró sin comprender.

—¡Nada al bote! ¡Aprisa! —gritó Roland.

Alicia no comprendía lo que estaba sucediendo, pero el rostro de Roland había reflejado tal pánico que no se paró a pensar o a discutir e hizo lo que se le había ordenado. En el bote, el grito de Roland alertó a Max, que observó cómo su amigo y Alicia nadaban desesperadamente hacia él. Un instante después vio la sombra oscura ascendiendo bajo las aguas.

—¡Dios mío! —murmuró, paralizado.

En el agua, Roland empujó a Alicia hasta sentir que la muchacha había tocado el casco del bote. Max se apresuró a asir a su hermana bajo los hombros y tirar de ella hacia arriba. Alicia batió las aletas con fuerza y con su impulso consiguió caer sobre Max en el interior del bote. Roland respiró profundamente y se dispuso a hacer lo mismo. Max le tendió su mano desde la barca, pero Roland pudo leer en el rostro de su amigo el terror ante lo que veía tras él. Roland sintió cómo su mano resbalaba por el antebrazo de Max y tuvo la corazonada de que no volvería a salir con vida del agua. Lentamente, un frío abrazo le agarró las piernas y, con una fuerza incontenible, le arrastró hacia las profundidades.

Superados los primeros instantes de pánico, Roland abrió los ojos y contempló qué era lo que le llevaba consigo hacia la oscuridad del fondo. Por un instante creyó ser presa de una alucinación. Lo que veía no era una forma sólida, sino una extraña silueta formada por lo que parecía ser agua concentrada a muy alta densidad. Roland observó aquella delirante escultura móvil de agua que cambiaba constantemente de forma y trató de revolverse de su abrazo mortal.

La criatura de agua se retorció y el rostro fantasmal que había visto en sueños, el semblante del payaso, se volvió hacia él. El payaso abrió unas enormes fauces plagadas de colmillos largos y afilados como cuchillos de carnicero y sus ojos se agrandaron hasta adquirir el tamaño de un plato de té. Roland sintió que le faltaba el aire. Aquella criatura, fuera lo que fuese, podía moldear su apariencia a capricho y sus intenciones parecían claras: llevaba a Roland hacia el interior del buque hundido. Mientras Roland se preguntaba cuánto tiempo sería capaz de contener la respiración antes de sucumbir y aspirar agua, comprobó que la luz había desaparecido a su alrededor. Estaba en las entrañas del Orpheus y la oscuridad circundante era absoluta.

Max tragó saliva mientras se colocaba las gafas de buceo y se preparaba para saltar al agua en busca de su amigo Roland. Sabía que el intento de rescate era absurdo. De entrada, él apenas sabía bucear y, aun en el caso de que supiera, no quería ni imaginarse qué sucedería si una vez bajo el agua aquella extraña forma acuosa que había atrapado a Roland venía tras él. Sin embargo, no podía quedarse tranquilamente sentado en el bote y dejar morir a su amigo. Mientras se colocaba las aletas su mente le sugirió mil explicaciones razonables a lo que acababa de suceder. Roland había sufrido un calambre; un cambio de temperatura en el agua le había provocado un ataque… Cualquier teoría era mejor que aceptar que lo que había visto arrastrar a Roland a las profundidades era real.

Antes de zambullirse intercambió una última mirada con Alicia. En el rostro de su hermana se leía claramente la lucha entre la voluntad de salvar a Roland y el pánico de que su hermano corriese idéntica suerte. Antes de que el sentido común les disuadiese a ambos, Max saltó y se sumergió en las aguas cristalinas de la bahía. A sus pies, el casco del Orpheus se extendía hasta donde la visión se nublaba. Max aleteó hacia la proa del buque, en el lugar en que había visto perderse la silueta de Roland bajo el agua por última vez. A través de las fisuras del casco hundido, Max creyó ver luces parpadeantes que parecían desembocar en un débil remanso de claridad que emanaba de la brecha abierta por las rocas en la sentina veinticinco años atrás. Max se dirigió hacia aquella abertura del barco. Parecía que alguien hubiese prendido la llama de cientos de velas en el interior del Orpheus.

Cuando estuvo situado en vertical sobre la entrada a la nave, subió a la superficie a tomar aire y se sumergió de nuevo sin detenerse hasta alcanzar el casco. Descender aquellos diez metros resultó mucho más difícil de lo que había imaginado. A medio camino, empezó a experimentar una dolorosa presión en los oídos que le hizo temer que sus tímpanos estallarían bajo el agua. Cuando alcanzó la corriente fría, los músculos de todo el cuerpo se le tensaron como cables de acero y tuvo que batir las aletas con todo su empeño para evitar que la corriente le arrastrase igual que a una hoja seca. Max se aferró con fuerza al borde del casco y luchó por calmar sus nervios. Los pulmones le ardían y sabía que estaba a un paso del pánico. Miró a la superficie y vio el diminuto casco del bote, infinitamente lejano. Comprendió que si no actuaba ahora, de nada habría servido bajar hasta allí.

La claridad parecía provenir del interior de las bodegas y Max siguió aquel rastro que revelaba el fantasmal espectáculo del buque hundido y lo hacía aparecer como una macabra catacumba submarina. Recorrió un pasillo en el que jirones de lona raída flotaban suspendidos como medusas. En el extremo del corredor Max distinguió una compuerta semiabierta, tras la cual parecía ocultarse la fuente de aquella luz. Ignorando las repulsivas caricias de la lona podrida sobre su piel, asió la manilla de la compuerta y tiró con toda la fuerza que fue capaz de reunir.

La compuerta daba a uno de los depósitos principales de la bodega. En el centro, Roland luchaba por zafarse del abrazo de aquella criatura de agua que ahora había adoptado la forma del payaso del jardín de estatuas. La luz que Max había visto emanaba de sus ojos crueles y desproporcionadamente grandes para su rostro. Max irrumpió en el interior de la bodega y la criatura alzó la cabeza y le miró. Max sintió el impulso instintivo de huir a toda prisa, pero la visión de su amigo atrapado le obligó a enfrentarse a aquella mirada de rabia enloquecida. La criatura cambió de rostro y Max reconoció al ángel de piedra del cementerio local.

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