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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (13 page)

BOOK: El Rabino
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Ella asintió con la cabeza y sonrió. Luego, se alejaron cada uno en direcciones opuestas.

Boby Lee le había preparado una generosa cesta de merienda, y él la miró con temor mientras ella comía.

—¿Tan mala es la comida del zoo?

—Peor —repuso, dejando de morder una pata de pollo—. ¿Tan groseramente estoy comiendo?

—No, no. Pareces sólo… hambrienta.

Ella sonrió y volvió a comer. Michael se alegró de que se mantuviera absorta en lo que comía. Eso le daba una oportunidad de estudiarla. Estaba generosamente formada, su cuerpo era prieto y firme en un traje de baño de una pieza. Cuando terminó con la última migaja de comida, él miró sus gruesas trenzas rubias y se hizo a sí mismo una apuesta.

—¿Svenska? —preguntó, tocándole suavemente una de las trenzas—. ¿Sí?

Ella pareció desconcertada; luego comprendió y se echó a reír.

—No. Germano escocesa por parte de mi madre y anglo yanqui por la de mi padre. —Le examinó a él—. Tú eres judío.

—Según los sociólogos, no podrías asegurarlo con sólo mirarme. ¿Cómo lo has sabido? ¿Por mi nariz? ¿Por mi cara? ¿Por la forma de hablar?

Ella se encogió de hombros.

—Simplemente, lo he sabido.

Ella tenía la piel muy blanca.

—Te vas a quemar —le dijo él con inquietud.

—Mi Diel no está acostumbrada al sol. Cuando termino de trabajar, el sol ya se ha puesto.

Sacó de su bolso un frasco de loción.

—¿Quieres que te la ponga yo?

—No, gracias —respondió cortésmente.

Tenía las uñas cortas y usaba esmalte incoloro. Cuando se aplicó la loción en la parte interior de sus muslos, Michael sintió que se le cortaba la respiración.

—¿Por qué me dijiste ayer que no ibas a salir con chicos este verano? ¿Tienes novio? ¿Algún chico de Harvard?

—No. Acabo de ingresar. Ni siquiera he empezado todavía en Radcliffe. Quiero decir que no, que no hay nadie.

—Entonces, ¿Por qué?

—Acepté cuatro citas con cuatro chicos diferentes la primera semana que estuve aquí. ¿Sabes lo que ocurrió cada vez que nos adentramos una docena de pasos en esos malditos bosques? ¿Con cuatro chicos que había conocido cinco minutos antes?

Había dejado de aplicarse la loción, pero permaneció con la palma de su mano derecha suspendida a poca distancia de su pantorrilla izquierda, el cuerpo rígido y mirándole directamente a los ojos. Sus pupilas eran realmente verdes. Michael quiso apartar la vista, pero no había ningún otro sitio donde mirar.

Ella bajó los ojos y se echó más loción en la palma de la mano. Tenía la cabeza baja, pero podía verle la rosada nuca. El sol calentaba mucho. La playa estaba llena de niños cuyos gritos sonaban con estrépito. No lejos de la orilla se oyó el zumbido de una motora, pero ellos se encontraban en una isla de silencio. La muchacha debía de haberse echado demasiada loción en la mano. Cuando volvió a frotarse la pantorrilla, produjo un sonido íntimo y acuoso sobre su carne. Él anhelaba poner su mano sobre ella, en cualquier sitio, sólo para tocarla. Tenía piernas largas y esbeltas, pero muy musculosas.

—¿Eres bailarina? —preguntó.

—De ballet. Simple aficionada. —Se puso las manos bajo las pantorrillas—. ¿No son horribles? Es el precio que una tiene que pagar.

—Sabes que no lo son. ¿Por qué cambiaste de opinión y has salido conmigo?

—Me di cuenta de que tú eras diferente.

Las rodillas le temblaron y le invadió el deseo.

—No lo soy —dijo con vehemencia.

Sorprendida, ella levantó la vista y, luego, se echó a reír a carcajadas. Por un momento, él se sintió avergonzado y furioso, pero la alegría de ella era contagiosa. Se sonrió, aun contra su voluntad. Al poco rato, reía con ella, y la tensión desapareció, llevándose consigo, desgraciadamente, la voluptuosidad.

—Digamos —dijo ella, tratando de recobrar el aliento— que parecías bueno y solitario como yo, y pensé que no había peligro en venir contigo a esta desierta franja de playa.

Se levantó y le alargó la mano, que él cogió mientras se ponía en pie. Los dedos de ella eran fuertes, pero suaves y cálidos. Serpentearon por entre mantas de playa y cuerpos tendidos en la arena.

Por el rabillo del ojo, vieron a una gruesa mujer de piel morena entrar en el mar. Avanzó dentro del agua hasta que ésta tocó la parte inferior de sus bamboleantes senos. Ahuecando las manos, cogió un poco de agua y se la echó en la parte superior de su traje de baño. Cuando tuvo el pecho mojado, empezó a alzarse y descender, ya estirándose hacia arriba, ya sumergiéndose ligeramente, adentrándose más cada vez, hasta que la inmensidad de su cuerpo desapareció y no quedó fuera del agua nada más que su redonda cabeza.

—Vamos a la orilla —dijo él—. Tenemos que hacer eso.

Se alejaron lo suficiente para quedar ocultos a la vista de la gruesa señora e imitaron su actuación. La muchacha se eche agua incluso en el sostén de su traje de baño. Él procuró no sonreír. Era una cuestión seria y, descubrieron, muy divertida. Cuando no quedó sobre el océano nada más que sus dos cabezas, se acercaron uno a otro hasta que sus bocas estuvieron a unos centímetros de distancia sobre la superficie del mar.

Ella se había criado en una granja de pavos en Clinton, Massachusetts.

Detestaba el pavo y cualquier otra clase de volatería.

Y los huevos.

Le encantaba la carne roja.

Y Utrillo.

Y Gershwin.

Y Paul Whiteman.

Y Sibelius.

Detestaba el whisky.

Le encantaba el buen jerez.

Y el ballet, pero no era lo suficientemente buena como para ser profesional.

Quería ir a Radcliffe y, luego, hacerse asistenta social, esposa y madre, por ese orden.

Aunque el agua estaba tibia, los labios acabaron por ponérseles azulados. La gente empezó a abandonar la playa, pero ellos continuaron en el agua, dejándose mecer por las olas. A veces, tenían que moverse un poco para mantenerse en la profundidad que querían. Ella empezó a hacerle preguntas.

«¿Dónde iba a estudiar?» En Columbia.

«¿En qué iba a licenciarse» En física.

«¿A qué se dedicaba su padre» A la fabricación de fajas.

«¿Le gustaba Nueva York?» Supongo.

«¿Era un judío religioso?» No lo sé.

«¿Cómo era un servicio de sinagoga?» Como un servicio de iglesia realizado en hebreo, quizá. Pero no podía asegurarlo realmente porque nunca había visto un servicio de iglesia.

«¿Qué significaba que algo fuese kosher?».

—¡Santo Dios! —dijo él—. No necesitas estudiar para hacerte asistenta social. Ya estás desarrollando una eficiente historia clínica étnica.

Los ojos de ella se tornaron fríos.

—Te lo he dicho. Todo lo que me has preguntado. Habría contestado a cualquiera de tus preguntas. Estúpido, lo has estropeado todo.

Dio media vuelta para salir del agua, pero él la cogió del brazo y se excuso.

—Pregúntame lo que quieras —dijo.

Se quedaron en el agua. Ella tenía los labios casi blancos y el rostro tostado por el sol.

«¿Tenía hermanos o hermanas?» Una hermana menor. Ruthie.

«¿Cómo era Ruthie?» Como un grano en el culo. Estaba pasando el verano en Palestina.

«¿Era necesario que fuera tan vulgar?» A veces, sienta bien.

«¿Dónde vivían?» En Queens.

«¿Tenía ascensor el apartamento?» Sí.

«¿Había montado alguna vez en él cuando era niño?» Claro que no. Mi madre lo tiene cerrado con llave para que uno no se caiga y se mate.

«¿Le gustaba la ópera?» No.

«¿Le gustaba el ballet?» Nunca había visto ninguna función.

«¿Quién era su escritor favorito?» Stephen Crane.

«¿Eran realmente atrevidas las chicas de Nueva York?» Las que él había conocido, no.

«¿Había estado enamorado alguna vez?» Nunca hasta ahora.

—No te las des de listo —dijo ella—. No podría aguantarlo.

Lo digo en serio.

—No me las doy de listo.

Tal vez se debió a la sorpresa, pero ella dejó de hacerle preguntas y, por mutuo acuerdo, salieron del agua. La playa estaba casi desierta. Se estaba poniendo el sol, y el aire se había enfriado lo bastante como para ponerles carne de gallina en los brazos y en las piernas. Cuando echaron a correr en un intento de entrar en calor, los guijarros de la playa comenzaron un pequeño pogromo en las plantas de sus pies.

Ella levantó una pierna y se mordió el labio, mientras examinaba la magulladura producida por un guijarro.

—¡Malditas piedrecillas! —exclamó—. Prefiero mil veces la playa del hotel. Allí la arena parece seda.

—Estás bromeando —dijo él.

La playa del hotel estaba reservada a los huéspedes.

Constantemente se les decía que si eran descubiertos utilizándola, serían despedidos inmediatamente.

—Me baño allí de noche. Cuando el hotel y el resto del mundo está dormido.

Se estremeció ligeramente.

—¿Puedo acompañarte alguna vez?

Ella le miró y sonrió.

—¿Crees que estoy loca? No me acercaría por nada a la playa del hotel.

Cogió la toalla y empezó a secarse. Tenía la cara muy tostada por el sol.

—Dame tu loción —dijo él.

Ella se sometió mientras él le extendía la loción sobre la frente, las mejillas y el cuello. Su carne era cálida y elástica, y la frotó con las yemas de los dedos hasta mucho tiempo después de haber desaparecido la loción.

Volvieron lentamente a Las Arenas y llegaron allí al anochecer.

En la arboleda, ella le dio la mano.

—Ha sido una tarde maravillosa, Mike.

—¿Puedo verte esta noche? ¿Vamos al cine a la ciudad?

—Mañana tengo que madrugar.

—Entonces, podemos dar sólo un paseo.

—Esta noche, no.

—Mañana por la noche.

—Nada de citas nocturnas —dijo ella con firmeza. Vaciló un momento—. Estaré libre otra vez el martes que viene. Me encantará volver a la playa contigo.

—Es una cita.

Se quedó mirando cómo se alejaba por el sendero hasta que ya no pudo verla. Tenía una forma de andar maravillosa.

No podía esperar toda una semana. El miércoles la invitó a salir de nuevo y recibió una firme negativa. El jueves, cuando ella le respondió con un seco «¡no!», en el que había lágrimas además de ira, él se alejó enfurruñado como un chiquillo. Aquella noche no pudo dormir. Algo que ella había dicho dos días antes —acerca de bañarse en la playa del hotel cuando todo el mundo estaba dormido— se le aferraba con insistencia a la imaginación. Trató de alejar el pensamiento recordando que ella había convertido la observación en una broma sin sentido, pero eso le obsesionó aún más. La broma no tenía sentido, y Ellen Trowbridge no era chica que hablara por hablar.

A eso de la una, se levantó de la cama y se puso unos pantalones y unas zapatillas de lona. Salió del barracón y bajó por el sendero que conducía, por delante del hotel, hacia la oscura playa. Al llegar a ésta, se descalzó y llevó las zapatillas en la mano. Ellen tenía razón; la arena era como seda.

La noche era nublada, pero cálida y húmeda. «Si ella viene —pensó— será por el extremo de la playa, lejos del hotel». Se dirigió a la caseta de salvavidas que había en aquella zona y se sentó detrás de ella en la suave arena.

Las Arenas era un hotel familiar, con escasa población nocturna. Brillaban todavía unas cuantas luces a través de las ventanas del hotel, pero, mientras las miraba, fueron apagándose una a una, como ojos que se cerraran para dormir.

Se quedó escuchando el susurro de las aguas sobre la arena y preguntándose qué estaba haciendo allí. Sentía unos deseos locos de fumar un cigarrillo, pero no quería que nadie viese la luz de la cerilla o el fulgor de la brasa. Se durmió un par de veces, sólo para volver a despertarse con un sobresalto.

Muy pronto dejó de sentir impaciencia. Era agradable estar allí, escarbando con los dedos de los pies en la sedosa arena. Se trataba de una noche en que también el aire era sedoso, y sabía que el agua produciría la misma sensación. Pensó mucho, no en cosas concretas, sino en la vida, en sí mismo, en Nueva York, en Columbia, en su familia, el sexo, los libros que había leído y los cuadros que había visto, con una serenidad y un sosiego que resultaban tonificantes y agradables. Estaba muy oscuro. Tras largo tiempo de estar allí sentado, oyó un pequeño ruido en la orilla del agua, y sintió miedo de que ella estuviese allí sin que él lo supiera.

Se levantó y echó a andar hacia el lugar de donde provenía el ruido, y a punto estuvo de pisar tres cangrejos. Se detuvo en seco, pero los animalitos se vieron más afectados por su presencia que él por la suya y echaron a correr en la oscuridad.

Ella surgió al borde del agua, a sólo tres o cuatro metros de donde él estaba arrodillado mirando alejarse a los cangrejos. La arena había ahogado sus pisadas, de modo que no la oyó hasta que hubo cruzado casi toda la playa.

Temía llamarla por miedo a asustarla, y cuando se decidió, era ya demasiado tarde.

Oyó el sonido de una cremallera y, luego, un susurro de ropas. En sólo un par de segundos percibió el murmullo de las ropas al caer sobre la arena y pudo ver la blanquecina mancha de su cuerpo. Oyó el rasp-rasp de sus uñas sobre su piel mientras se rascaba; no podía ver dónde se estaba rascando, pero era un sonido intensamente personal, y comprendió que si Ellen Trowbridge le descubría entonces, arrodillado en la arena, como un sucio fisgón, no volvería jamás a dirigirle la palabra.

La muchacha penetró en el agua con un chapoteo semejante al producido por una roca al caer. Después, silencio. Era entonces cuando debería haberse marchado, tan rápida y silenciosamente como le fuera posible. Pero sintió miedo por ella. Ni siquiera los mejores nadadores se sumergen solos en el océano en medio de la noche.

Pensó en los cangrejos, en la resaca e incluso en los tiburones, que, según estaba informado, cada par de años atacan a los bañistas. Estaba a punto de llamarla, cuando oyó su chapoteo y divisó su blancura al salir del agua.

Sintiéndose culpable, aprovechó el sonido de una ola al romper para tenderse de bruces, la cara sobre los brazos y el estómago sobre la arena, mientras el mar le subía por las piernas, humedeciéndole el pantalón.

Cuando levantó la mirada ya no podía verla. Debía de encontrarse no lejos de allí, dejando que la cálida brisa secara su cuero. Reinaba una completa oscuridad, y un gran silencio sólo turbado por el rumor del océano Atlántico. De pronto, ella se dio una palmada en la nalga. Luego, la oyó correr y saltar, correr y saltar Un par de veces se acercó peligrosamente al lugar en que él se hallaba tendido, una blanca figura que se alzaba y descendía en el aire como una gaviota traviesa. Aunque jamás había visto una representación de ballet en un escenario, sabía que ella estaba bailando al compás de una música que sonaba sólo en su mente. Escuchó el acelerado jadeo de su respiración mientras saltaba, y sintió deseos de poder accionar un conmutador que encendiera brillantes luces y le permitiera verla bailar, ver su rostro, su cuerpo, el temblor de sus pechos al saltar, el lugar en que ella se había dado la palmada y los lugares donde no lo había hecho. Pero no había ningún conmutador, y ella no tardó en cansarse y cesó de saltar. Permaneció en pie un par de minutos más, respirando con fuerza; luego, recogió sus ropas y caminó desnuda hacia el lugar de donde había venido. Había una ducha abierta casi al borde de la playa, donde los huéspedes del hotel se quitaban la arena y el salitre. Oyó el silbido, semejante al de una serpiente, cuando ella se puso debajo y tiró de la cuerda. Luego, la noche quedó en silencio.

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