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Authors: Alejo Carpentier

Tags: #Relato

El reino de este mundo (6 page)

BOOK: El reino de este mundo
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Hondamente deprimido por el pesimismo del gobernador, Monsieur Lenormand de Mezy anduvo sin rumbo, hasta el anochecer en las calles de la ciudad. Contempló largamente la cabeza de Bouckman, escupiéndola de insultos hasta aburrirse de repetir las mismas groserías. Estuvo un rato en la casa de la gruesa Louison, cuyas muchachas, ceñidas de muselina blanca, se abanicaban los senos desnudos en un patio lleno de malangas puestas en tiestos. Pero reinaba en todas partes una mala atmósfera. Por ello, se dirigió a la calle de los Españoles, con el ánimo de beber en la hostería de
La Corona
. Al ver la casa cerrada, recordó que el cocinero Henri Christophe había dejado el negocio, poco tiempo antes, para vestir el uniforme de artillero colonial. Desde que se había llevado la corona de latón dorado que por tanto tiempo fuera la enseña del figón, no quedaba en el Cabo lugar donde un caballero pudiera comer a gusto. Algo alentado por un vaso de ron, servido en un mostrador cualquiera, Monsieur Lenormand de Mezy se puso al habla con el patrón de una urca carbonera, inmovilizada desde hacía meses, que levaría nuevamente las anclas, con rumbo a Santiago de Cuba, apenas se la acabara de calafatear.

5. SANTIAGO DE CUBA

La urca había doblado el cabo del Cabo. Allá quedaba la ciudad, siempre amenazada por los negros, sabedores ya de una ayuda en armas ofrecida por los españoles y del calor con que ciertos jacobinos humanitarios comenzaban a defender su causa. Mientras Ti Noel y sus compañeros, encerrados en el sollado, sudaban sobre sacos de carbón, los viajeros de categoría sorbían las tibias brisas del estrecho de los vientos, reunidos en la popa. Había una cantante de la nueva compañía del Cabo, cuya fonda había sido quemada la noche de la sublevación y a la que sólo quedaba por vestimenta el traje de una Dido Abandonada, un músico alsaciano que había logrado salvar su clavicordio, destemplado por el salitre, interrumpía a veces un tiempo de sonata de Juan Federico Edelmann para ver saltar un pez volador sobre un banco de almejas amarillas. Un marqués monárquico, dos oficiales republicanos, una encajera y un cura italiano, que había cargado con la custodia de la iglesia, completaban el pasaje de la embarcación.

La noche de su llegada a Santiago, Monsieur Lenormand de Mezy se fue directamente al
Tívoli,
el teatro de guano construido recientemente por los primeros refugiados franceses, pues las bodegas cubanas, con sus mosqueros y sus burros arrendados en la entrada, le repugnaban. Después de tantas angustias, de tantos miedos, de tan grandes cambios, halló en aquel café concierto una atmósfera reconfortante. Las mejores mesas estaban ocupadas por viejos amigos suyos, propietarios que, como él, habían huido ante los machetes afilados con melaza. Pero lo raro era que, despojados de sus fortunas, arruinados, con media familia extraviada y las hijas convalecientes de violaciones de negros —que no era poco decir—, los antiguos colonos, lejos de lamentarse, estaban como rejuvenecidos. Mientras otros, más previsores en lo de sacar dinero de Santo Domingo, pasaban a la Nueva Orleáns o fomentaban nuevos cafetales en Cuba, los que nada habían podido salvar se regodeaban en su desorden, en su vivir al día, en su ausencia de obligaciones, tratando, por el momento, de hallar el placer en todo. El viudo redescubría las ventajas del celibato; la esposa respetable se daba al adulterio con entusiasmo de inventor; los militares se gozaban con la ausencia de dianas; las señoritas protestantes conocían el halago del escenario, luciéndose con arrebol y lunares en la cara. Todas las jerarquías burguesas de la colonia habían caído. Lo que más importaba ahora era tocar la trompeta, bordar un trío de minué con el oboe, y hasta golpear el triángulo a compás, para hacer sonar la orquesta del
Tívoli.
Los notarios de otros tiempos copiaban papeles de música; los recaudadores de impuestos pintaban decoraciones de veinte columnas salomónicas en lienzo de doce palmos. En las horas de ensayos, cuando todo Santiago dormía la siesta tras sus rejas de madera y puertas claveteadas, junto a las polvorientas tarascas del último Corpus, no era raro oír a una matrona, ayer famosa por su devoción, cantando con desmayados ademanes:

Sous ses lois l’amour veut qu’on jouisse,

D’un bonheur qui jamais ne finisse!…

Ahora se anunciaba un gran baile de pastores —de estilo ya muy envejecido en París—, para cuyo vestuario habían colaborado en común todos los baúles salvados del saqueo de los negros. Los camerines de hoja de palma real propiciaban deliciosos encuentros, mientras algún marido barítono, muy posesionado de su papel, era inmovilizado en la escena por el aria de bravura del
Desertor
de Monsigny. Por vez primera se escuchaban en Santiago de Cuba músicas de pasapiés y de contradanzas. Las últimas pelucas del siglo, llevadas por las hijas de los colonos, giraban al son de minués vivos que ya anunciaban el vals. Un viento de licencia, de fantasía, de desorden, soplaba en la ciudad. Los jóvenes criollos comenzaban a copiar las modas de los emigrados, dejando para los Cabildantes del Ayuntamiento el uso de las siempre retrasadas vestimentas españolas. Ciertas damas cubanas tomaban clase de urbanidad francesa, a hurtadillas de sus confesores, y se adiestraban en el arte de presentar el pie para lucir primoroso el calzado. Por las noches, cuando asistía al final del espectáculo con muchas copas detrás de la pechera, Monsieur Lenormand de Mezy se levantaba con los demás para cantar, según la costumbre establecida por los mismos refugiados, el Himno de San Luis y la Marsellesa.

Ocioso, sin poder poner el espíritu en ninguna idea de negocios, Monsieur Lenormand de Mezy empezó a compartir su tiempo entre los naipes y la oración. Se deshacía de sus esclavos, uno tras del otro, para jugarse el dinero en cualquier garito, pagar sus cuentas pendientes en el
Tívoli,
o llevarse negras, de las que hacían el negocio del puerto con nardos hincados en las pasas. Pero, a la vez, viendo que el espejo lo envejecía de semana en semana, empezaba a temer la inminente llamada de Dios. Masón en otros tiempos, desconfiaba ahora de los triángulos noveleros. Por ello, acompañado por Ti Noel, solía pasarse largas horas, gimiendo y sonándose jaculatorias, en la catedral de Santiago. El negro, entretanto, dormía bajo el retrato de un obispo o asistía al ensayo de algún villancico, dirigido por un anciano gritón, seco y renegrido, al que llamaban don Esteban Salas. Era realmente imposible comprender por qué ese maestro de capilla, al que todos parecían respetar sin embargo, se empeñaba en hacer entrar a sus coristas en el canto general de manera escalonada, cantando los unos lo que otros habían cantado antes, armándose un guirigay de voces capaz de indignar a cualquiera. Pero aquello era, sin duda, de agrado del pertiguero, personaje al que Ti Noel atribuía una gran autoridad eclesiástica, puesto que andaba armado y con pantalones como los hombres. A pesar de esas sinfonías discordantes que don Esteban Salas enriquecía con bajones, trompas y atiplados de seises, el negro hallaba en las iglesias españolas un calor de vodú que nunca había hallado en los templos sansulpicianos del Cabo. Los oros del barroco, las cabelleras humanas de los Cristos, el misterio de los confesionarios recargados de molduras, el can de los dominicos, los dragones aplastados por santos pies, el cerdo de San Antón, el color quebrado de San Benito, las Vírgenes negras, los San Jorge con coturnos y juboncillos de actores de tragedia francesa, los instrumentos pastoriles tañidos en noches de pascuas, tenían una fuerza envolvente, un poder de seducción, por presencias, símbolos, atributos y signos, parecidos al que se desprendía de los altares de los houmforts consagrados a Damballah, el Dios Serpiente. Además, Santiago es Ogún Fai, el mariscal de las tormentas, a cuyo conjuro se habían alzado los hombres de Bouckman. Por ello, Ti Noel, a modo de oración, le recitaba a menudo un viejo canto oído a Mackandal:

Santiago, soy hijo de la guerra:

Santiago,

¿no ves que soy hijo de la guerra?

6. LA NAVE DE LOS PERROS

Una mañana el puerto de Santiago se llenó de ladridos. Encadenados unos a otros, rabiando y amenazando tras del bozal, tratando de morder a sus guardianes y de morderse unos a otros, lanzándose hacia las gentes asomadas a las rejas, mordiendo y volviendo a morder sin poder morder, centenares de perros eran metidos, a latigazos, en las bodegas de un velero. Y llegaban otros perros, y otros más, conducidos por mayorales de fincas, guajiros y monteros de altas botas. Ti Noel, que acababa de comprar un pargo por encargo del amo, se acercó a la rara embarcación, en la que seguían entrando mastines por docenas, contados, al paso por un oficial francés que movía rápidamente las bolas de un ábaco.

—¿Adónde los llevan? —gritó Ti Noel a un marinero mulato que estaba desdoblando una red para cerrar una escotilla.

—¡A comer negros! —carcajeó el otro, por encima de los ladridos.

Esta respuesta, dada en
creóle,
fue toda una revelación para Ti Noel. Echó a correr calles arriba, hacia la catedral, en cuyo atrio solían encontrarse otros negros franceses que aguardaban a que sus amos salieran de misa. Precisamente la familia Dufrené, perdida toda esperanza de conservar sus tierras, había llegado a Santiago tres días antes, luego de abandonar la hacienda hecha famosa por la captura de Mackandal. Los negros de Dufrené traían grandes noticias del Cabo.

Desde el momento de embarcar, Paulina se había sentido un poco reina a bordo de aquella fragata cargada de tropas que navegaba ahora hacia las Antillas, llevando en el crujido del cordaje el compás de olas de ancho regazo. Su amante, el actor Lafont, la había familiarizado con los papeles de soberana, rugiendo para ella los versos más reales de
Bayaceto
y de
Mitrídates.
Muy desmemoriada, Paulina recordaba vagamente algo del
Helesponto blanqueando bajo nuestros remos,
que rimaba bastante bien con la estela de espuma dejada por
El Océano,
abierto de velas en un tremolar de gallardetes. Pero ahora cada cambio de brisa se llevaba varios alejandrinos. Después de haber demorado la partida de todo un ejército con su capricho inocente de viajar de París a Brest en una litera de brazos, tenía que pensar en cosas más importantes. En banastas lacradas se guardaban pañuelos traídos de la Isla Mauricio, los corseletes pastoriles, las faldas de muselina rayada, que iba a estrenarse en el primer día de calor, bien instruida como lo estaba, en cuanto a las modas de la colonia, por la duquesa de Abrantès. En suma, aquel viaje no resultaba tan aburrido. La primera misa dicha por el capellán desde lo alto del castillo de proa a la salida de los malos tiempos del Golfo de Gascuña, había reunido a todos los oficiales en uniforme de aparato en torno al general Leclerc, su esposo. Los había de una espléndida traza, y Paulina, buena catadora de varones, a pesar de su juventud, se sentía deliciosamente halagada por la creciente codicia que ocultaban las reverencias y cuidados de que era objeto. Sabía que cuando los faroles se mecían en lo alto de los mástiles, en las noches cada vez más estrelladas, centenares de hombres soñaban con ella en camarotes, castillos y sollados. Por eso era tan aficionada a fingir que meditaba, cada mañana, en la proa de la fragata, junto a la amura del trinquete, dejándose despeinar por un viento que le pegaba el vestido al cuerpo, revelando la soberbia apostura de sus senos.

Algunos días después de pasar por el Canal de las Azores y contemplar, en la lejanía, las blancas capillas portuguesas de las aldeas, Paulina descubrió que el mar se estaba renovando. Ahora se ornaba de racimos de uvas amarillas, que derivaban hacia el este; traía agujones como hechos de un cristal verde; medusas semejantes a vejigas azules, que arrastraban largos filamentos encarnados; peces dientudos, de mala espina, y calamares que parecían enredarse en velos de novia de difusas vaguedades. Pero ya se había entrado en un calor que desabrochaba a los brillantes oficiales, a los que Leclerc, para poder hacer otro tanto, dejaba andar despechugados, con las casacas abiertas. Una noche particularmente sofocante, Paulina abandonó su camarote, envuelta en una dormilona, y fue a acostarse sobre la cubierta del alcázar, que había sido reservada a sus largas siestas. El mar era verdecido por extrañas fosforescencias. Un leve frescor parecía descender de estrellas que cada singladura acrecía. Al alba, el vigía descubrió, con grato desasosiego, la presencia de una mujer desnuda, dormida sobre una vela doblada, a la sombra del foque de mesana. Creyendo que se trataba de una de las camaristas, estuvo a punto de deslizarse hacia ella por una maroma. Pero un gesto de la durmiente, anunciador del pronto despertar, le reveló que contemplaba el cuerpo de Paulina Bonaparte. Ella se frotó los ojos, riendo como un niño, toda erizada por el alisio mañanero, y, creyéndose protegida de las miradas por las lonas que le ocultaban el resto de la cubierta, se vació varios baldes de agua dulce sobre los hombros. Desde aquella noche durmió siempre al aire libre, y de tantos fue conocido su generoso descuido que hasta el seco Monsieur d’Esmenard, encargado de organizar la policía represiva de Santo Domingo, llegó a soñar despierto ante su academia, evocando en su honor la Galatea de los griegos.

La revelación de la Ciudad del Cabo y de la Llanura del Norte, con su fondo de montañas difuminadas por el vaho de los plantíos de cañas de azúcar, encantó a Paulina, que había leído los amores de Pablo y Virginia y conocía una linda cortradanza criolla, de ritmo extraño, publicada en París en la calle del Salmón, bajo el título de
La Insular
. Sintiéndose algo ave del paraíso, algo pájaro lira, bajo sus faldas de muselina, descubría la finura de helechos nuevos, la parda jugosidad de los nísperos, el tamaño de hojas que podían doblarse como abanicos. En las noches, Leclerc le hablaba, con el ceño fruncido, de sublevaciones de esclavos, de dificultades con los colonos monárquicos, de amenazas de toda índole. Previendo peligros mayores, había mandado comprar una casa en la Isla de la Tortuga. Pero Paulina no le prestaba mucha atención. Seguía enterneciéndose con
Un negro como hay pocos blancos,
la lacrimosa novela de Joseph Lavalée, y gozando despreocupadamente de aquel lujo, de aquella abundancia que nunca había conocido en su niñez, demasiado llena higos secos, de quesos de cabra, de aceitunas rancias. Vivía no lejos de la Parroquial Mayor en una vasta casa de cantería blanca, rodeada de umbroso jardín. Al amparo de los tamarindos, había hecho cavar una piscina revestida de mosaico azul, en la que se bañaba desnuda. Al principio se hacía dar masajes por sus camaristas francesas; pero pensó un día que la mano de un hombre sería más vigorosa y ancha, y se aseguró los servicios de Solimán, antiguo camarero de una casa de baño, quien, además de cuidar de su cuerpo, la frotaba con cremas de almendra, la depilaba y le pulía las uñas de los pies. Cuando se hacía bañar por él, Paulina sentía un placer maligno en rozar, dentro del agua de la piscina, los duros flancos de aquel servidor a quien sabía eternamente atormentado por el deseo, y que la miraba siempre de soslayo, con una falsa mansedumbre de perro muy ardido por la tralla. Solía pegarle con una rama verde, sin hacerle daño, riendo de sus visajes de fingido dolor. A la verdad, le estaba agradecida por la enamorada solicitud que ponía en todo lo que fuera atención a su belleza. Por eso permitía a veces que el negro, en recompensa de un encargo prestamente cumplido o de una comunión bien hecha, le besara las piernas, de rodillas en el suelo, con gesto que Bernardino de Saint-Pierre hubiera interpretado como símbolo de la noble gratitud de un alma sencilla ante los generosos empeños de la ilustración.

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