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Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

El rey de hierro (31 page)

BOOK: El rey de hierro
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Siguiendo su propensión, empezaba a hinchar el personaje.

—Tenía veinte sitios donde refugiarme; pero he venido hacia vos, María; mi vida depende de vuestro silencio.

—Soy yo —dijo María—quien depende de vos, mi señor. Sólo confío en Dios y en el único hombre que me ha tenido en sus brazos. Mi vida es vuestra, vuestro secreto es el mío, yo os ocultaré lo que vos queráis que oculte, y callaré lo que vos queráis que calle, y el secreto morirá conmigo.

Las lágrimas nublaban sus pupilas azul oscuro.

—Lo que tengo que esconder —dijo Guccio— está en un cofrecito de plomo no mayor que mis manos. ¿Hay algún sitio por aquí…?

María reflexionó un instante.

—En el horno de la vieja estufa, quizá… —respondió—. No, todavía mejor en la capilla. Iremos mañana. Mis hermanos se van al alba a cazar, y mi madre los seguirá en seguida, pues debe ir a la ciudad. Si me quiere llevar, me quejaré de dolor de garganta. Vos fingid que dormís hasta muy tarde.

Guccio fue instalado en el piso, en la gran habitación limpia y fría que ya había ocupado. Se acostó con la daga al lado y la caja de plomo bajo la almohada. Ignoraba que, a aquella hora, los dos hermanos Marigny habían tenido ya su dramática entrevista, y que la ordenanza contra los Lombardos no era más que ceniza.

Lo despertó el ruido de la marcha de los hermanos. Acercándose a la ventana, vio cómo Pedro y Juan de Cressay montaban en dos malas jacas y salían al campo, cada uno con su halcón en el puño. Se cerraron las puertas. Poco después una vieja yegua gris, cargada de años, era aparejada para doña Eliabel que se alejó también, escoltada por un criado cojo.

Momentos después, María lo llamaba desde la planta baja y Guccio descendió con el cofre de plomo bajo la capa.

La capilla era una pequeña pieza abovedada, en el interior de la casa solariega, en la parte que miraba al este. Los muros estaban blanqueados con cal.

María encendió un cirio en la lámpara de aceite que ardía delante de una estatua de san Juan Evangelista, groseramente tallada en madera. En la familia de Cressay se daba siempre el nombre de Juan al hijo mayor.

María condujo a Guccio al lado del altar.

—Esta piedra se mueve —dijo señalando una pequeña losa que tenía una orilla oxidada.

A Guccio le costó algún trabajo desplazar la losa. A la luz del cirio vio un cráneo y trozos de osamenta.

—¿Quién es? —dijo, haciendo los cuernos con los dedos.

—Un abuelo; no sé cual.

Guccio colocó en el agujero, al lado del blancuzco cráneo, la caja de plomo; después, repuso la losa en su sitio.

—Nuestro secreto está sellado ante Dios —dijo María.

Guccio la abrazó y quiso besarla.

—No, aquí no —dijo ella temerosa—, en la capilla no.

Volvieron a la gran sala, donde una criada acababa de poner sobre la mesa el pan y la leche de la primera comida. Guccio se quedó de espaldas a la chimenea hasta que, ida la sirvienta, se le acercó a María.

Entonces enlazaron sus manos, María apoyó la cabeza en el hombro de Guccio, y se mantuvo así largo rato, estudiando, adivinando el cuerpo del hombre a quien, entre Dios y ella, se había decidido que pertenecería.

—Os amaré siempre, aunque vos dejarais de amarme —dijo.

Luego sirvió la leche caliente en las escudillas y partió el pan. Cada ademán suyo era un gesto de felicidad.

Transcurrieron cuatro días. Guccio acompañó a los hermanos a cazar y no se mostró torpe. Realizó algunas visitas a la factoría para justificar su presencia. Una vez se encontró con el preboste Portefruit, quien lo reconoció y lo saludó con servilismo. Esto lo tranquilizó. De haberse tomado alguna medida contra los Lombardos,
messire
Portefruit no se hubiera mostrado tan cortés. “Y pensar que el día menos pensado puede arrestarme —pensó—. Las libras que he traído servirán para untarle la mano.”

Doña Eliabel, aparentemente, no sospechaba nada de lo que sucedía entre su hija y el joven sienés. Guccio quedó convencido de ello por la conversación que sorprendió entre la buena señora y su hijo menor. Guccio estaba en su cuarto del piso superior. Doña Eliabel y Pedro de Cressay hablaban junto al fuego, en la sala grande, y sus voces subían por la chimenea.

—En verdad, es una pena que guccio no sea noble —decía Pedro—. Haría un buen esposo para mi hermana. Es apuesto e instruido, y goza de una situación como para desearla cualquiera… Me pregunto si no deberíamos considerar la conveniencia de…

A doña Eliabel no le gustó la sugestión.

—¡Jamás! —exclamó—. El dinero hace perder la cabeza, hijo mío. Ahora somos pobres, pero nuestra sangre nos otorga el derecho de concertar las mejores alianzas. No entregaré a mi hija a un mozo plebeyo, quién, además ni siquiera es de Francia. Ciertamente el doncel es agradable, pero que no se le ocurra galantear a María porque le llamaría en seguida al orden… ¡Un Lombardo! Por otra parte, ni siquiera piensa en ella. Si la edad no me volviera modesta, te confesaría que tiene mejores ojos para mí. Estoy segura que ésa es la razón por la cual se ha introducido aquí, como un injerto en el árbol.

Guccio, si bien sonrió al oír las iluciones de la castellana, se sintió herido por el desdén con que miraba su condición de plebeyo y su oficio. “Esta gente nos pide prestado para comer, no paga sus deudas y todavía nos considera menos que a sus labriegos. ¿Y qué haríais sin los Lombardos, mi buena señora? —se decía, muy ofendido—. ¡Pues bien! ¡Tratad de casar a vuestra hija con un gran señor y ya veréis como lo toma ella!”

Al mismo tiempo sentía cierto orgullo por haber seducido a una joven de tan alta nobleza, y que aquella noche decidió casarse con María, a pesar de los obstáculos que pudieran oponerse.

Durante la siguiente comida, miraba a María y pensaba.

“¡Es mía! ¡Es mía!” Todo el rostro de María, sus hermosas pestañas arqueadas, sus pupilas punteadas de oro, sus labios entreabiertos, parecía responderle: “Soy vuestra.” Y Guccio se preguntaba: “¿Cómo no lo ven los demás?”

a la mañana siguiente, encontró en Neauphle un mensaje de su tío en que le hacía saber que el peligro había pasado por el momento, y le pedía que regresara cuanto antes.

El joven, por lo tanto, debió anunciar que un asunto importante lo reclamaba en París. Doña Eliabel, Pedro y Juan dieron muestras de sentirlo mucho. María nada dijo y prosiguió la labor de bordado en que se ocupaba. Pero cuando estuvo a solas con Guccio, demostró su angustia. ¿Había ocurrido una desgracia? ¿Lo amenazaba algo?

Guccio la tranquilizó. Por el contrario, gracias a él, a ella y a los documentos ocultos en la capilla, los hombres que querían la ruina de los banqueros italianos estaban derrotados.

María estalló entonces en sollozos porque Guccio iba a marcharse.

—Vuestra partida será para mí como la muerte —dijo.

—Volveré en cuanto me sea posible —dijo Guccio.

Al mismo tiempo cubría de besos el rostro de María. La salvación de las compañías lombardas lo alegraba sólo a medias, hubiera querido que el peligro subsistiera.

—Volveré, hermosa María —repitió—. Os lo juro, pues nada deseo en el mundo más que vos.

Esta vez era sincero. Había ido allí en busca de refugio; y se marchaba con un amor en el corazón.

Como su tío no le hablara en su mensaje de los documentos escondidos, Guccio fingió entender que debía dejarlos en Cressay. De este modo tendría pretexto para volver.

VIII.- La cita en Pont-Sainte-Maxence

El 4 de noviembre, el rey debía cazar en el bosque de Pont-Sainte-Maxence. En compañía de su primer chambelán. Hugo de Bouville, su secretario privado Millard y algunos familiares, había dormido en el castillo de Clermont, a dos leguas de distancia.

El rey parecía descansado y de mejor humor que en los últimos tiempos. Los asuntos del reino le daban un pequeño respiro. El préstamo de los Lombardos había sacado a flote el tesoro. El invierno traería la calma a los inquietos señores de la Champaña y a los burgueses de Flandes.

Había nevado durante la noche, era la primera nevada del año, prematura, casi insólita. El frío de la mañana había endurecido la nieve fina sobre los campos y los bosques, transformado el pasaje en un inmenso mar blanco, e invirtiendo los colores del mundo.

Hombres, perros y caballos proyectaban el aliento delante de ellos en vaharadas que se abrían en el aire como grandes flores de algodón.

Lombardo trotaba junto al caballo del rey. Aunque era lebrel, participaba también en la caza del ciervo o del jabalí, trabajando un poco por cuenta propia; pero poniendo, a veces, a la jauría sobre la pista. Pues los lebreles lo mismo gozan de fama por su vista y velocidad que por su mal olfato. Lombardo tenía la nariz de un perro perdiguero.

En el centro del claro donde se agrupaban los cazadores, entre un concierto de pisadas de caballos y de hombres, de chasquidos de látigo, de relinchos y ladridos, el rey se entretuvo un momento contemplando su hermosa jauría, inquiriendo sobre alguna perra, ausente porque acababa de parir, y
charlando
con sus perros.

—¡Mis siervos! ¡Ea, valientes! —les decía.

El montero mayor se presentó ara dar su informe al rey. Había acorralado varios ciervos, entre ellos uno grande, que según decían los mozos de jauría tenía diez puntas. Era uno de los llamados ciervos reales, el más noble animal que podía hallarse. Además, se trataba de un ciervo “peregrino”, de esos que vagan, sin manada, de bosque en bosque más fuertes y más salvajes por estar solos.

—Acosadlo —dijo el rey.

Soltaron los perros, se les puso en el rastro, y los cazadores se dispersaron hacia los lugares donde podía aparecer el ciervo.

—Tuá! ¡Tuá! —se les oyó gritar al poco rato.

Lo habían divisado. Los ladridos de los perros llenaron el bosque, así como las llamadas de los cuernos de caza y el gran fragor de las galopadas y de las ramas rotas.

Por lo general los ciervos se hacen perseguir durante algún tiempo por los alrededores del lugar donde han sido descubiertos, dan vueltas por el bosque, confunden los rastros, tratan de encontrar a otro ciervo más joven a cuyo lado corren para desorientar a los perros y regresan al punto de donde han partido.

Aquel ciervo sorprendió a todos al tomar en línea recta hacia el norte. Presintiendo el peligro, se dirigía instintivamente hacia el lejano bosque de las Ardenas, su lugar de origen, sin duda.

Así mantuvo la carrera una hora, dos horas, sin apresurarse demasiado, a la velocidad justa para tener los perros a distancia. Luego, cuando sintió que la jauría empezaba a desfallecer, forzó bruscamente la marcha y desapareció.

El rey, muy animado, cortó el bosque en línea recta para tomar la delantera, llegar hasta la orilla y aguardar a que el ciervo saliera e al descampado.

Nada más fácil que perder una cacería. Uno se cree a cien pasos de la jauría y de los otros cazadores a quienes oye aún y, pocos minutos después, está en medio de un silencio total, completamente solo, en el centro de una catedral de árboles, sin saber por dónde han desaparecido los perros que ladraban con tanta fuerza, ni por qué hechizo o sortilegio se han desvanecido los compañeros.

Además aquel día el aire helado trasmitía mal los sonidos y los perros se movían con dificultad, entre aquella escarchada que congelaba los colores.

El rey se había extraviado. Contemplaba una gran llanura blanca, donde la vista se perdía en una inmaculada capa centelleante que cubría las praderas, los setos bajos, los rastrojos de la pasada cosecha, los tejados de una aldea y las ondulaciones de los bosques lejanos. El sol había aparecido.

El rey se sintió de pronto como extraño en el universo. Le sobrevino una especie de aturdimiento y de vacilación sobre su montura. No le dio importancia, porque era robusto y nunca le habían fallado las fuerzas.

Preocupado por saber si el ciervo se había desemboscado o no, seguía al paso la linde del bosque, procurando encontrar en el suelo las huellas del animal. “Con esta escarcha —se decía—,debería verlas fácilmente.

Divisó a un labriego que caminaba no lejos de allí.

—¡Eh, buen hombre!

El labriego se volvió y fue hacia él. Era un campesino de unos cincuenta años, sus piernas estaban protegidas por calzas de tela gruesa y en su mano derecha llevaba un garrote. Se quitó la gorra y dejó al descubierto sus cabellos grises.

—¿No has visto huir a un ciervo grande? —preguntó el rey.

El hombre asintió con la cabeza y respondió:

—Sí, señor. Un animal como ése que vos decís me pasó ante las narices no hace un Ave María. Debía de tener en el cuerpo sus buenas dos horas de caza, porque iba agobiado y con la lengua fuera. Seguramente es vuestro animal. No tendréis que correr mucho, porque iba en busca de agua. Sólo la encontrará en los estanques de La Fontaine.

—¿Lo seguían los perros?

—Nada de perros, señor. Pero hallaréis su rastro detrás de aquella gran haya. Va a los estanques.

El rey se sorprendió.

—Parece que conocéis el país y la caza —dijo.

Una ancha sonrisa hendió el rostro moreno. Los ojillos maliciosos y castaños se clavaron en el rey.

—Algo sé del país y de la caza —dijo el hombre—. Y deseo que un rey tan grande como vos halle en ellos su placer todo el tiempo que Dios quiera.

—Entonces, ¿me habéis reconocido?

El hombre volvió a asentir con la cabeza y dijo, con orgullo:

—Os vi pasar en otras cacerías, y a monseñor de Valois, vuestro hermano, cuando vino a liberar a los siervos del condado.

—¿Eres libre?

—Gracias a vos, mi
Sire
, y no siervo, como nací. Conozco los números, y sé usar el estilo para contar, si hace falta.

—¿Estás contento de ser libre?

Contento… claro que sí. Es decir, uno se siente de otra manera, no como muerto en vida. Y sabemos bien que esa ordenanza os la debemos a vos. A menudo nos la repetimos, como nuestra oración sobre la tierra:
Considerando que toda criatura humana, formada a imagen de Nuestro Señor, debe ser igualmente libre por derecho natural
… Es bueno oír esto cuando uno se creía para siempre ni más ni menos que los animales.

—¿Cuánto pagaste por tu liberación?

—Sesenta y cinco libras.

—¿Las tenías?

—El trabajo de una vida,
Sire.

—¿Cómo te llamas?

—Andrés… Andrés de los bosques, me llaman, porque aquí habito.

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