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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (10 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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—Y se enorgullecería de ello —conjeturó su padre—. Los hombres públicos son extraordinariamente egoístas. Explotan a sus míseros secretarios desde la madrugada redactando estupideces. La nación se beneficiaría si se votase una ley, prohibiéndoles que se levantasen antes de las once. Los soportaría si no me vinieran con discursos. Lomax me martiriza constantemente por mi «posición». Como si yo tuviera alguna. ¿Quién anhela ser par hoy día?

—Nadie. Es preferible ser dueño de una taberna.

Tredwell reapareció con dos huevos pasados por agua en una bandejita de plata labrada, que depositó en la mesa, frente al marqués.

—¿Qué es esto? —se horrorizó Caterham.

—Huevos pasados por agua, milord.

—Me dan náuseas —dijo enfadado Caterham—. Son insípidos. No me atrevo ni siquiera a contemplarlos. Lléveselos, Tredwell.

—Muy bien, milord.

El mayordomo se marchó tan silenciosamente como había llegado con el plato de huevos.

—¡Alabado sea el Señor porque nadie madruga en esta casa! —exclamó Caterham—. Tendremos que darles la noticia cuando se despierten.

Suspiró.

—¿Quién le ha matado y por qué? —preguntó Bundle.

—Eso no nos importa, gracias a Dios. Es tarea de la policía. Badgworthy no averiguará nada. Espero que el culpable sea el Narigudo.

—¿También llamado...?

—Ese sujeto del petróleo.

—¿Para qué iba a matarle mister Isaacstein? ¿No vino con el propósito de conocerle?

—Altas finanzas —dijo lord Caterham vagamente—. Lo cual me hace pensar que mister Isaacstein será madrugador y que aparecerá de un instante a otro. Los financieros tienen el vicio de levantarse temprano. Por ricos que sean, toman siempre el tren de las nueve y cuarto. El caso es madrugar.

El ruido de un coche conducido a gran velocidad penetró a través del balcón abierto.

—¡Codders! —vaticinó Bundle.

Padre e hija se asomaron y saludaron al ocupante del coche, que se había detenido en la entrada.

—Por aquí, buen amigo —gritó Caterham, engullendo apresuradamente un pedazo de jamón.

George no intentó entrar por el balcón. Desapareció de su vista y reapareció en pos de Tredwell, que se fue al punto.

—Desayune —invitó Caterham, estrechando su mano—. ¿Quiere riñones?

George los rechazó impaciente.

—¡Es una terrible calamidad!

—Lo es. ¿Arenques?

—No, no. Hay que silenciarlo, hay que silenciarlo a toda costa.

Como Bundle había profetizado, rompió a hablar sin coherencia.

—Comprendo sus sentimientos —aplacó Caterham—. Pruebe los huevos con jamón o el faisán.

—Una situación imprevista... calamidad nacional... concesiones perdidas...

—Calma, calma —pidió el marqués—. Coma. La comida le tranquilizará. ¿Huevos pasados por agua? Los había aquí hace un momento.

—No quiero comer —gritó George—. He desayunado y, aunque no lo hubiera hecho, no probaría nada. Pensemos en nuestra futura conducta. ¿A quién se lo ha comunicado usted?

—Lo sabemos Bundle, yo, la policía y Cartwright. Y, naturalmente, la servidumbre.

George gimió.

—Calma, querido amigo —rogó el bondadoso Caterham—. ¿Por qué no toma un bocadillo? Piense en la imposibilidad de ocultar un cadáver. En el peor de los casos, hay que enterrarlo; ésa es la desdichada verdad.

George se serenó de pronto.

—Tiene razón, Caterham. ¿Dice que ha avisado a la policía local? No basta. Necesitamos a Battle.

—¿Quién es ese caballero?

—Un superintendente de Scotland Yard, hombre de gran discreción. Colaboró con nosotros en el deplorable caso de los fondos del partido.

—¿Qué ocurrió? —inquirió Caterham interesado.

George había descubierto a Bundle y recordó oportunamente la discreción. Se levantó.

—No perdamos más tiempo. Enviemos unos telegramas.

—Escríbalos y Bundle se encargará de mandarlos por teléfono.

George empuñó su pluma estilográfica y escribió con rapidez increíble. Entregó el resultado a Bundle, que lo leyó con curiosidad.

—¡Cielos! ¿Qué nombre? ¿Barón...?

—Barón Lolopretjzyl.

Bundle pestañeó.

—Lo entiendo. No será fácil deletrearlo a telégrafos.

George siguió escribiendo. Entregó, por fin, la nota a Bundle y se dirigió al dueño de la casa.

—Lo mejor que puede hacer, Caterham...

—Sí... —dijo el marqués con aprensión.

—Déjelo en mis manos.

—Lo mismo había pensado —afirmó Caterham con vivacidad—. Encontrará a la policía y al doctor Cartwright en la cámara del consejo con el... el cadáver, claro está. Mi querido Lomax, tiene Chimneys a su plena disposición, haga lo que le plazca...

—Gracias —dijo George—. Si hubiera de consultarle...

Pero lord Caterham ya se había ido. Bundle había observado su retirada sonriendo disimuladamente.

—Despacharé los telegramas. ¿Sabe el camino de la cámara del consejo?

—Sí, gracias, lady Eileen.

George se precipitó fuera del comedor.

Capítulo XI
-
Llega el superintendente Battle

Lord Caterham, temiendo las consultas de George, dedicó toda la mañana al recorrido de su enorme finca. Sólo la llamada del hambre le condujo a la mansión, reflexionando que a aquellas alturas lo peor ya habría pasado.

Una puerta lateral le permitió entrar de puntillas en el edificio y deslizarse a su estudio. Se alegró de que nadie hubiera advertido su llegada, pero se equivocaba. Nada ocurría sin que Tredwell lo viera.

—Excúseme, milord...

—¿Qué pasa?

—Mister Lomax desearía verle en la biblioteca en cuanto usted regresara.

Tredwell insinuaba mediante esta juiciosa frase que lord Caterham no había regresado si así lo prefería.

El marqués se levantó, resignado.

—Tarde o temprano lo habré de soportar. ¿En la biblioteca, dice?

—Sí, milord.

Caterham recorrió los amplios espacios de su mansión ancestral hasta la biblioteca. Estaba cerrada con llave. Sacudió la puerta. El rostro suspicaz de George Lomax se mostró en una rendija. Su semblante cambió al reconocer a su anfitrión.

—Entre, Caterham. Nos preocupaba su larga ausencia.

El marqués esquivó una respuesta directa, mascullando cuatro palabras sobre sus deberes de propietario. Había otros dos hombres en la habitación. Uno era el coronel Melrose, jefe de policía de la comarca; otro, un vigoroso individuo de mediana edad, cuyo rasgo más notable era su inexpresividad.

—El superintendente Battle llegó hace media hora —dijo George—. Se ha entrevistado con el inspector Badgworthy y el doctor Cartwright. Ahora desea interrogarnos.

Se sentaron una vez Caterham saludó al coronel y al superintendente.

—Battle, será inútil aclarar que nos enfrentamos con un caso que reclama extrema discreción —dijo George.

El superintendente asintió con tanta indiferencia, que complació al marqués.

—No tema, mister Lomax. Pero no oculte ningún hecho. El caballero asesinado se llamaba conde Stanislaus o con tal nombre le conocía la servidumbre, ¿verdad? ¿Era su verdadero nombre?

—No —contestó receloso Lomax.

—¿Quién era?

—El príncipe Miguel de Herzoslovaquia.

La sola reacción, instintiva, de Battle fue abrir un poco más los ojos.

—¿Y cuál fue el objeto de su visita? ¿Distraerse?

—Había otro, Battle. ¿Cuento con su discreción?

—Sí, sí, mister Lomax.

—¿Y con la suya, coronel Melrose?

—Naturalmente.

—El príncipe Miguel vino con el estricto propósito de conocer a mister Herman Isaacstein. Había de discutir un préstamo bajo determinadas condiciones.

—¿Cuáles?

—No lo sé exactamente, puesto que faltaba ultimarlas. En términos generales, y dando por sentada su ascensión al trono, el príncipe se comprometería a otorgar concesiones petrolíferas a las compañías en que mister Isaacstein tiene intereses. El gobierno británico apoyaría las pretensiones del príncipe Miguel en vista de su franca simpatía por los ingleses.

—Eso basta —dijo el superintendente—. El príncipe Miguel quería dinero, mister Isaacstein el petróleo y nuestro gobierno servía de padrino. Otra pregunta. ¿Quién más codiciaba las concesiones?

—Un grupo de financieros norteamericanos había efectuado ciertos avances.

—Y fueron defraudados, ¿verdad?

George no picó el anzuelo.

—El príncipe Miguel simpatizaba con los ingleses —repitió.

Battle no insistió.

—Lord Caterham, corríjame si estoy equivocado. Ayer conoció al príncipe en Londres y vinieron juntos aquí. Le acompañaba un ayuda de cámara herzoslovaco llamado Boris Anchoukoff. El capitán Andrassy, su caballerizo, se quedó en la ciudad. El príncipe se retiró inmediatamente a sus habitaciones, pretextando cansancio, y le sirvieron la cena en ellas. De modo que no conoció en ningún momento a sus otros huéspedes.

—Exacto.

—Esta mañana, a eso de las ocho menos cuarto, una criada descubrió el cadáver. El doctor Cartwright practicó un reconocimiento a la víctima, dictaminando que había muerto a consecuencia de un disparo de arma corta. El reloj del difunto, roto durante la caída, indica que el crimen se perpetró a las doce menos cuarto. ¿A qué hora se acostaron anoche?

—Temprano. La reunión distaba de ser un éxito. Alrededor de las diez y media.

—Gracias. Milord, descríbame a sus invitados.

—Pero, ¿el asesino no vino de fuera?

Battle sonrió.

—¡Tal vez...! Sin embargo, la rutina me impone la obligación de informarme sobre los ocupantes de la casa.

—Aparte del príncipe, su criado y mister Isaacstein, de quienes ya hemos hablado, está mister Eversleigh...

—Que trabaja en mi departamento —terció George condescendiente.

—¿Y enterado, pues, de los motivos de la presencia del príncipe?

—Creo que no —repuso George pomposamente—. Habrá sospechado que algo se trama. No suelo revelarle mis móviles.

—Ya, ya. Continúe, milord.

—¡Ejem...! También estaba mister Hiram Fish.

—¿Quién es?

—Un estadounidense. Vino con una carta de presentación de mister Lucius Gott. ¿Sabe quién es...?

El superintendente sonrió. ¿Quién no conocía a Lucius C. Gott, el archimillonario?

—Le interesan mis ediciones príncipe; si no pueden compararse con la colección de mister Gott, hay algunos importantes. Mister Fish es un entusiasta de los libros. Puesto que mister Lomax me pidió que invitara a otras personas, a fin de que la reunión tuviera naturalidad, rogué a mister Fish que aceptara mi hospitalidad. Con esto he mencionado a todos los varones. La única dama ajena a la casa es mistress Revel, que supongo que vendría con su doncella. Además de mi hija mayor, están las pequeñas, sus niñeras, la institutriz y los sirvientes.

Caterham tomó aliento.

—Gracias —dijo Battle—. La situación justifica mi curiosidad.

—¿Se duda de que el asesino penetró por el balcón? —inquirió George.

Battle no respondió en seguida.

—Tenemos las huellas de entrada y salida —contestó al fin—. A las once cuarenta minutos, un coche se detuvo en la carretera, junto al muro del parque. A las doce, también en coche, un joven llegó al hostal del pueblo y pidió un cuarto. Dejó los zapatos en el pasillo para que les sacasen brillo. Estaban húmedos y llenos de barro, como si hubiese estado andando un buen rato a través de los prados de la casa.

George se inclinó hacia el superintendente.

—¿Podría confrontar ese calzado con las huellas?

—Ya lo hemos hecho.

—¿Y qué?

—Corresponden.

—¡Asunto concluido! —exclamó George—. Hemos encontrado al asesino. ¿Cómo se llama ese joven?

—Anthony Cade.

—Hay que arrestarle en seguida; debemos perseguirle.

—No será necesario —aseveró Battle.

—¿Por qué?

—Porque está cerca de aquí.

—¿Cómo?

—Es curioso, ¿verdad?

El coronel miró interesado al superintendente.

—¿Qué nos oculta, Battle?

—He dicho que era curioso. Ese joven, en vez de huir, lo que sería lógico a todas luces, no sólo se queda, sino que colaborará para que identifiquemos al autor de las huellas.

—¿Qué piensa usted?

—No sé qué pensar, y eso es muy desagradable.

—¿Cree que...? —empezó el coronel.

Le interrumpió un golpecito en la puerta.

George fue a abrir. Tredwell, disfrazando la humillación de tener que llamar, anunció desde el umbral:

—Perdón, milord. Un caballero pide que se le reciba por algo urgente, relacionado con la tragedia de esta mañana.

—¿Cómo se llama? —intervino Battle.

—Su nombre es Anthony Cade, señor. Aseguró que no diría más.

Los cuatro hombres se inmovilizaron. Súbitamente lord Caterham se echó a reír.

—Por fin me divierto. Hágale entrar, Tredwell. ¡Pronto!

Capítulo XII
-
Anthony habla

—Mister Anthony Cade —anunció el mayordomo.

—Se presenta el sospechoso de la posada —dijo el joven.

Al entrar se dirigió hacia lord Caterham, comprendiendo instintivamente que era el dueño de la casa. Al unísono clasificó a los tres presentes así: «1, Scotland Yard; 2, magistrado local, seguramente el jefe de policía; 3, caballero al borde de la apoplejía. Un funcionario gubernamental».

—Me excuso de mi intempestiva llegada —agregó Anthony, observando aún al marqués—. Se murmuraba en El Perro Alegre, o como se llame la taberna del pueblo, que ha habido un asesinato en esta casa, sobre el que quizá pueda dar algunos datos. Eso es lo que me trae aquí.

Pasaron unos segundos sin que nadie respondiera. El experto superintendente Battle sabía la ventaja que representa que los demás hablen antes que uno; el coronel Melrose callaba por ser taciturno; George estaba desorientado, y lord Caterham ignoraba qué debía decir. El silencio de los otros tres, y el hecho de que el joven se refiriese a él, le obligaron a hacer uso de la palabra.

—Pues... claro, claro... —tartamudeó—. ¿Por qué... no... se sienta?

—Gracias —contestó Anthony.

George carraspeó majestuosamente.

—¿Hemos de interpretar que...?

—Anoche me introduje en la propiedad de lord Caterham, por lo que pido perdón —confesó Anthony—. Ocurrió a las doce menos cuarto, hora en que sonó un disparo. Así, pues, puedo establecer el momento del crimen.

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