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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

El señor del carnaval (7 page)

BOOK: El señor del carnaval
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—No es probable. —Buslenko seguía hablándole al perfil de Malarek. De la punta de la nariz larga del hombre colgaba un hilillo de sudor—. Nadie sería tan estúpido como para intentar amenazar a Vitrenko.

—Está en Alemania —dijo Malarek, sin hacer caso a Buslenko. Estaba claro que la terrible muerte de Samolyuk le había dejado de interesar.

—¿Quién? ¿Vitrenko?

—Nuestras fuentes nos indican que está operando desde Colonia.

—No sabía que tuviéramos fuentes informadoras de Vitrenko —dijo Buslenko.

—No las teníamos. De hecho, todavía no las tenemos directamente. Tenemos informadores que trabajan para Molokov y eso es todo lo cerca que podemos llegar. —Malarek se quitó el sudor del rostro carnoso con la palma de la mano—. Vitrenko está vendiendo a nuestra gente como si fuera carne, mayor Buslenko. Es un traidor de la peor calaña. Corrompe Ucrania corrompiendo a nuestra gente. Sus bases principales son Hamburgo y Colonia, pero regresa a menudo aquí. Parte de la in formación que hemos reunido nos dice que Vitrenko se ha sometido a una exhaustiva operación de cirugía plástica. Las fotos que tenemos de archivo ya no nos sirven para nada, según nuestras fuentes.

—¿Tiene alguna información sobre cuándo va a volver? La próxima vez…

Malarek se volvió a mirar a Buslenko.

—No habrá próxima vez. Vasyl Vitrenko se mueve como un fantasma. Tiene tantos contactos e informadores aquí que, en caso de que regrese, cuando nos enteremos ya se habrá evaporado como el humo. Y ahí es donde usted interviene, mayor Buslenko.

El reino de Vasyl Vitrenko es una vergüenza para Ucrania. No podemos esperar que el mundo se tome en serio nuestra democracia mientras nos vean como la cuna de una nueva mafia. Necesitamos parar a Vitrenko. Lo necesitamos muerto. ¿Me he expresado con claridad?

—¿Quiere que vaya a Alemania sin el conocimiento ni la aprobación del Gobierno alemán? Eso sería ilegal, tanto aquí como allí.

—Ésa debe ser la última de sus preocupaciones. Quiero que se lleve una unidad Skorpion de la Spetsnatz. Y sólo para asegurarme de que no hay malentendidos, ésta es una misión de búsqueda y aniquilación: no quiero que traiga a Vitrenko ante la justicia, quiero que lo meta en su tumba. Supongo que he dejado mis deseos totalmente claros.

—Perfectamente. Y supongo que, si nos descubren, usted negará saber nada de nosotros. Que dejarán que nos pudramos en una cárcel alemana.

Malarek sonrió.

—Usted y yo no nos hemos visto nunca. Ah, y hay algo más: quiero que actúe con rapidez. Cuanto más tarden en organizarse, más probable será que Vitrenko los descubra. Por desgracia, tiene a más milicias en su cartera de las que puedo imaginarme.

—¿Cuándo?

—Quiero que esté listo para marcharse dentro de una semana, más o menos. Sé que esto no le deja prácticamente tiempo para elegir e instruir a un equipo, pero también le da a Vitrenko menos tiempo para ponerle en peligro. ¿Podrá hacerlo?

—Conozco a alguien que puede ayudarme a montar un equipo. Discretamente.

Pero no sólo de Skorpions, quiero una mezcla de experiencia y habilidad.

Malarek se encogió de hombros.

—Eso es cosa suya. Yo sólo necesito saber si puede hacerlo.

—Sí, puedo.

Una vez que el viceministro y sus guardaespaldas se marcharon, Buslenko se quedó solo en el baño de vapor y volvió la vista de nuevo hacia la imagen del Cosaco Mamay. Este miraba con cierto aire melancólico desde su panel de porcelana envuelto en vapor, sin desvelar en absoluto lo duro que resultaba ser el gran protector del pueblo ucraniano.

2

—Éste es un paso muy importante para ti, Jan. Quiero que sepas que te lo agradezco mucho. —Roland Bartz tomó un sorbo del vino que le habían dado a probar, lo saboreó y le hizo un gesto de aprobación al camarero, que procedió a llenar las copas de ambos hombres—. Y entiendo que renunciar al cargo de jefe de la Mordkommission es mucho más complicado que cualquier otra cesión de cargos…

—¿Pero…?

—Llevo esperando mucho tiempo, Jan. He accedido a esperar a que cerraras este último caso, pero ahora necesito a alguien que se ocupe de los casos del extranjero con urgencia.

—Lo sé. Lamento el retraso. Pero, como ya te he dicho, ahora ya dispongo de una fecha oficial de cierre y me voy a ceñir a ella. Ya no tendrás que esperar más.

Fabel forzó una sonrisa cansada.

—¿Estás bien?

Bartz frunció el ceño, lo que Fabel interpretó como una preocupación exagerada.

Tenían la misma edad, ambos se habían criado en Norddeich, en Frisia Oriental, y habían ido al mismo colegio. En aquellos tiempos Bartz era un joven torpe y desgarbado con el cutis hecho polvo, pero ahora tenía la tez bronceada, incluso en pleno invierno hamburgués, y su torpeza se había transformado en sofisticación urbana. Al principio Fabel había visto a Bartz a través de los ojos de su infancia: reconociendo las similitudes con el chico del que había sido amigo, pero luego, rápidamente, le fue quedando claro que el Roland Bartz de ahora era una persona distinta del Bartz escolar. Fabel sabía que su amigo se había hecho multimillonario, pero no fue hasta que se encontraron por casualidad y Bartz le ofreció trabajo —y una puerta de escape de la Mordkommission— que Fabel descubrió lo enorme que era la fortuna de su compañero de colegio. Ahora estaba conociendo al hombre de negocios.

Fabel prefería al joven torpe y lleno de granos de sus recuerdos.

—Estoy bien —respondió sin convicción—. Es sólo que he tenido un día difícil.

—¿Y eso?

Fabel relató unos cuantos detalles sobre su encuentro con Georg Aichinger, sin dar ninguna información que la prensa no hubiera ya desvelado para entonces.

—Dios mío —dijo Bartz, moviendo la cabeza con incredulidad—. Eso no es para mí, Jan. Ni en toda mi vida sería capaz de hacer un trabajo así. Está bien que lo hayas dejado. Pero, a veces, para ser sincero, no sé si es así como te sientes.

—Sí lo es, Roland, de veras. Hoy, cuando estaba allí, había conmigo un joven agente del MEK que se moría de ganas de soltar unas cuantas ráfagas. Casi se podían oler en el aire la testosterona y el aceite del arma —Fabel movió la cabeza—. Y no es que lo acuse de nada; es sólo el producto de la época. En eso se ha convertido el trabajo policial. Ha llegado la hora de marcharme.

El restaurante estaba en Övelgönne y sus enormes ventanales daban al Elba. Fabel hizo una pausa para contemplar cómo un macizo carguero se deslizaba silenciosamente por el río con una elegancia inesperada. Ya había estado ahí con Susanne, en alguna ocasión especial. El precio convertía el local en apropiado para celebraciones especiales, aunque estaba claro que no era así para Bartz y su cuenta corriente. Había sido ahí, en una de esas ocasiones especiales, donde Fabel tuvo el encuentro casual con Bartz que le llevó a su espectacular decisión de cambiar de profesión.

—Ha llegado el momento de que me convierta en otra persona —añadió, finalmente.

—Tengo que decirte, Jan —dijo Bartz— que sigues sin parecer cien por cien convencido de estar haciendo lo más adecuado.

—¿No? Lo siento. Ser policía ha sido mi vida durante mucho tiempo. Simplemente me estoy haciendo a la idea de dejarlo todo atrás. Es un paso enorme, pero estoy preparado para darlo.

—Eso espero, Jan. Lo que te ofrezco no es ninguna sinecura. Está claro que no conlleva la tensión o la conmoción de ser detective de homicidios, pero te aseguro que es igual de exigente… sólo que de distinta forma. Precisa a alguien con tu inteligencia y tu formación, pero, por encima de todo, a alguien con tu conocimiento de la gente.

Sólo tengo miedo de que te lo pienses mejor.

—No me lo tengo que pensar mejor. —Fabel ocultó la mentira tras una sonrisa.

—Hay una cosa del trabajo, una ventaja de la que no hemos hablado, en la que tienes que pensar.

—¿Ah, sí?

—¿Qué crees que significa para la gente que seas director internacional de ventas de una empresa de software? Quiero decir que, cuando te encuentras a gente en una fiesta, en una boda o en un bar, y te preguntan a qué te dedicas, ¿sabes qué significa?

Fabel se encogió de hombros. Bartz hizo una pausa y tomó un sorbo de vino.

—No significa nada. Es tu trabajo, no eres tú. No te define, y la gente no se forma una opinión. Pero si eres policía todos la tienen, y al instante se interponen una serie de prejuicios y expectativas. La gente ya no lo ve como el trabajo que haces, lo ve como lo que tú eres. Te estoy ofreciendo huir de eso, Jan. Una oportunidad de ser tú mismo.

En aquel momento llegó el camarero con sus platos.

—Bueno —sonrió Bartz agradecido—. Ahora que ha llegado la comida ya podemos hablar de tu futuro, no de tu pasado. Comer y hablar de negocios, Jan, son cosas inseparables. Creemos que hemos llegado muy lejos, que somos mucho más sofisticados que nuestros ancestros, pero sigue habiendo esa especie de intimidad básica que se desprende de compartir una comida, ¿no te parece? —Fabel sonrió. No recordaba que Bartz hablara tanto de niño—. Piensa en todas las alianzas fraguadas, en todos los pactos hechos a lo largo de los siglos, todos ellos hablados, negociados y sellados durante festines. Es algo a lo que tendrás que acostumbrarte. La mayor parte de tus negociaciones se desarrollarán en mesas de restaurantes.

Se pasaron el resto de la cena hablando de una vida a la que, de alguna manera, Fabel todavía no se veía adaptándose: un mundo de viajes y reuniones, de congresos y de relaciones sociales. Y, por alguna razón, no lograba quitarse de la cabeza el desesperado discurso de Georg Aichinger contra la inutilidad de su vida.

3

«Déjalo —pensó para sus adentros—. Déjalo reposar».

Cuando Fabel llegó a casa era todavía razonablemente pronto. Bartz quiso alargar la velada en el bar después de la cena, pero Fabel le dijo que al día siguiente tenía que madrugar. Tenía pendiente redactar el informe del caso Aichinger. Bartz suspiró y dijo «está bien…», pero logró transmitirle la impaciencia creciente del que pronto sería su director de ventas internacional.

Al salir del trabajo, Susanne fue a casa de Fabel. No la había visto en todo el día; no había ido al Präsidium, sino que había estado trabajando en el departamento de psiquiatría del Instituto de Medicina Legal de Eppendorf. Fabel sirvió un par de copas de vino mientras esperaba a que saliera de la ducha. Miró por el ventanal que daba a Alsterpark y a la extensión oscura y brillante del lago Alster más allá. Le encantaba su apartamento. Lo consiguió por una mezcla de mala suerte y buena ocasión: su matrimonio se rompió justo cuando el mercado inmobiliario de Hamburgo sufría una de sus peores crisis. Seguía siendo un poco caro para su sueldo de Erster Hauptkommissar, pero valió la pena. No obstante, era un piso muy pensado para una sola persona: su espacio personal e indivisible. Ahora, con su cambio profesional, venía otro cambio: la decisión de que él y Susanne venderían sus respectivos pisos, buscarían uno nuevo y se irían a vivir juntos. Otra determinación que en su momento pareció muy clara y que ahora estaba salpicada de dudas.

Observó el centelleo movedizo de faros de coches a lo lejos por la Schöne Aussicht, en la otra orilla del Alster. Recordó su cena con Bartz. Pensó en su futuro, en el informe que descansaba en la mesita y que al mismo tiempo llenaba la sala con su presencia. «Si lo cojo —pensó—, todo esto volverá a absorberme. Déjalo. Déjalo descansar».

Susanne entró en la sala y Fabel puso una copia del
Hamburger Morgenpost
encima del informe. Se volvió hacia ella y sonrió. Susanne era guapa, lista, sexy. Su larga melena estaba húmeda y le caía en forma de mechones negros y brillantes sobre los hombros del albornoz de felpa blanca. Se sentó en el sofá y él le ofreció la copa de vino.

—¿Cansada? —le preguntó, mientras se sentaba a su lado en el sofá.

—No, no estoy cansada —sonrió ella lánguidamente.

—¿Tienes hambre?

—Estoy hambrienta —respondió, mientras lo atraía hacia ella, dejándose deslizar el albornoz abierto.

4

Timo encontró el libro tirado en un contenedor cerca de la universidad, detrás de una casa que estaban reformando. Era un libro académico, un ejemplar viejo, y en la cubierta había roña del contenedor, pero era parecido al que tenía, el que había vendido junto a tantas otras de sus pertenencias. Se lo leyó por primera vez cuando todavía estudiaba filosofía en la Universidad de Hamburgo. Era
Las reglas del métodosociológico
, de Émile Durkheim: un tratado sobre el orden social y la necesidad de estructuras y formas para guiar el comportamiento. Durkheim estaba considerado el padre de la sociología, pero Timo pensó con ironía que habría sido mucho más adecuado, teniendo en cuenta su situación actual, que se hubiera encontrado su siguiente obra:
Tesis sobre la normalidad del delito
. Timo se estremeció dentro de su poco apropiada cazadora y se apoyó en la pared, mientras miraba hacia la tienda que había al otro lado de la calle. Empezaba a oscurecer y las luces del establecimiento se encendieron, convirtiendo sus escaparates en cálidas brasas en la noche de enero.

Timo trató de leer una página más, pero la luz era demasiado escasa. Suspiró. Aquel libro era un fragmento de su pasado que había caído en su presente de forma inesperada y espontánea. Mirarlo le dolía: era un recuerdo de una época en la que tuvo esperanza, en que su mente era aguda, clara y organizada. Un tiempo pasado.

Como para devolverlo a la realidad de su vida actual, el dolor persistente de sus intestinos se agudizó y los temblores que le retorcían el cuerpo dejaron de ser provocados sólo por el frío del anochecer. Cerró el libro. No se lo podía llevar, pero no quería dejarlo atrás. No quería dejar su pasado atrás.

Max Weber, Ferdinand Tonnies y Émile Durkheim habían sido el centro de los estudios de Timo. La teoría del monopolio de la violencia por parte del Estado de Max Weber había sido la base de su tesis. O, al menos, de la tesis que empezó.

La tienda estaba demasiado llena de clientes, tendría que esperar. El frío parecía penetrarle por la carne y calarlo hasta los huesos. La hipótesis de Weber era que sólo los órganos del Estado, la Policía y el Ejército, han de tener derecho a utilizar la fuerza física; de lo contrario, la anarquía reinaría y el Estado sería insostenible. Timo había planeado postular, en su tesis, que un monopolio tal también podría resultar destructivo para la nación, como en el caso de los nazis.

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