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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (2 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II
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El hombre se echó a reír.

­¡Todavía no sabes el precio, muchacha! Derret Morsyth no abusa, y yo tampoco. Pruébatelo; el cobre casi hace juego con tus lindos ojos.

Ella se ruborizó ante el desacostumbrado cumplido. Vacilando, levantó el collar hasta su garganta. El metal parecía fresco y pesado contra su piel; había algo sustancial en él.. Se volvió a medias y a punto estaba de decirle al vendedor que lo abrochase, cuando vio su propia imagen en un bruñido espejo de bronce, y lo que vio hizo que cesase al instante su afán.

Lindos ojos, había dicho el dueño del puesto… Pero, por todos los dioses, ¡ella no era bonita! Su cara era vulgar, demasiado estrecha y delgada; la boca, demasiado grande, y sus ojos ambarinos no eran hermosos, solamente eran peculiares. Sus cabellos, tan claros que casi parecían blancos, pendían en revueltos mechones sobre sus hombros; esa mañana se había esforzado, por comodidad, en sujetarlos en un moño sobre la nuca, pero ahora se habían desprendido la mitad de ellos y parecía un espantapájaros. Llevaba pantalones y jubón y una camisa vieja y sucia, todo ello heredado de uno de los conductores de ganado de su tío. Y sobre su pecho, pendía ahora el collar que tanto había codiciado. Había sido confeccionado para una dama, no para una muchacha pobre y, alrededor de su cuello, se había convertido en una grotesca parodia.

Desvió rápidamente la mirada de aquella horrible revelación y levantó una mano para detener al vendedor que estaba a punto de abrochar el cierre.

—No. Yo… lo siento, pero no puedo. Gracias, pero ya no quiero comprarlo.

El hombre se quedó perplejo.

—No es caro, muchacha. Y seguramente cualquier joven se merece…

Aquel intento de amable persuasión fue como una cuchillada para Cyllan, que sacudió violentamente la cabeza.

­¡No, por favor! Y además…, no tengo dinero. Ni siquiera medio gravín. Lamento haberte hecho perder el tiempo… Gracias.

Y antes de que él pudiese añadir palabra, se alejó casi corriendo de aquel puesto.

El desconcertado comerciante la siguió con la mirada hasta que una nueva voz le recordó el negocio.

—¿Rishak?

Sobreponiéndose, Rishak miró a su cliente y reconoció al hijo mayor del Margrave de la provincia de Shu.

­¡Oh, discúlpame, señor! No te había visto. Estaba pensando en aquella joven que va por allí. Muy rara, si me permites decirlo.

Drachea Rannak arqueó las cejas, con curiosidad.

—¿Rara?

Rishak resopló, irónicamente divertido.

—Primero muestra un gran interés por una de las piezas de Morsyth…, está a punto de comprarla, y entonces, de pronto, cambia de idea y echa a correr sin darme tiempo a decirle una palabra.

El joven sonrió.

—Dicen que el espíritu de contradicción es propio de la mujer.

—Eso dicen… Bueno, tal vez si yo estuviese casado las comprendería más. Y ahora, señor, ¿qué puedo mostrarte hoy?

—Estoy buscando un regalo para mi madre. Dentro de tres días será su cumpleaños, y quisiera algo especial… y un poco personal.

—¿Para la Señora Margravina? Bueno, ten la bondad de felicitarla respetuosamente de mi parte. Y creo que tengo precisamente aquí algo digno de su buen gusto. . .

Sólo cuando hubo dejado atrás los tenderetes de baratijas se detuvo Cyllan para recobrar aliento. Estaba furiosa consigo misma, tanto por su vanidad inicial como por su tonto comportamiento al darse cuenta de su error. ¿De qué le habría servido un collar? ¿Para lucirlo en la próxima ocasión social, tal vez en su próxima visita al Castillo de la Península de la Estrella? Casi se rió en voz alta. Más bien habría sido un estorbo cuando tratase de hacer comestibles aquellas verduras de tercera clase. O su tío lo habría encontrado y vendido, embolsándose el dinero…

El corazón le palpitaba todavía dolorosamente por la ignominia de la experiencia, y tuvo la ilógica convicción de que cuantos la rodeaban conocían su humillación y se burlaban de ella en secreto. Por fin se detuvo cerca de la puerta de una taberna de la plaza y, cediendo a un súbito impulso, para animarse, se abrió paso entre la multitud y pidió una jarra de cerveza de hierbas y una rebanada de pan con queso. El salón de la taberna estaba atestado; por consiguiente, buscó un sitio tranquilo en un banco del exterior y observó cómo pasaban los que iban o venían de comprar en el mercado, mientras comía y bebía lentamente.

Al cabo de un rato, una voz monótona que procedía de un puesto próximo a la taberna le llamó la atención. Su ocupante era un adivino y estaba regalando a su actual cliente con una larga historia de buena fortuna y de fama. Intrigada a pesar de su estado de ánimo, Cyllan se acercó más, hasta que pudo ver algo y observar el procedimiento… y su pulso se aceleró.

El adivino había arrojado seis piedras sobre la mesa y, por lo visto, estaba leyendo el futuro de su consultante en el dibujo que formaban aquellas. La geomancia era una de las más antiguas técnicas conocidas en la tierra del Este, que era la de Cyllan, y ésta miró rápidamente la cara del vidente, buscando la piel pálida y las facciones distintivas de los nativos de las Llanuras. Pero, fuera lo que fuese aquel hombre, no era un oriental. Y las piedras…, hubiese debido haber muchas, no solamente seis. Y arena sobre la que arrojarlas. Y el dibujo que formaban no era más que un galimatías sin sentido.

Cyllan bullía de cólera por dentro. El supuesto adivino no era más que un charlatán que negociaba con la superstición y con una facultad psíquica que sólo practicaban unos pocos en secreto. En las Grandes Llanuras del Este, cualquiera que tuviese dotes de vidente era ahora poco más que un paria; ella misma había aprendido en su edad temprana a ocultar esta facultad a todos, salvo a la vieja que le había enseñado reservadamente a leer en las piedras, y ni siquiera su tío sabía algo de la preciosa colección de guijarros, desgastados y alisados por el mar, que guardaba en la bolsa colgada del cinto. Aprendiza de boyero, que era el más bajo de los oficios, nunca pregonaría su talento si sabía lo que era bueno para ella… Pero el talento de Cyllan era real, a diferencia de las burdas mentiras de ese truhán, que se aprovechaba de la mezcla de miedo y crédula fascinación de sus clientes.

Ella debería estar en una Residencia de la Hermandad. De pronto oyó estas palabras en su cabeza, tan claramente como si el alto y moreno Adepto estuviera plantado delante de ella y le repitiese aquellas palabras en voz alta. El había reconocido su habilidad y le había hecho este cumplido. Debería haber sido admitida en aquella augusta comunidad de mujeres servidoras de los dioses, y su talento, fomentado y alimentado allí… Pero la Hermandad no podía perder el tiempo con gente como una campesina conductora de ganado. Ella no tenía dinero ni quien la protegiese…, y así, en vez de vestir el hábito blanco, se hallaba sentada en un banco de taberna, escuchando a un charlatán que prostituía las dotes de los videntes, y no tenía autoridad para intervenir.

El adivino puso fin a su monólogo y su cliente se levantó para marcharse, con el rostro colorado y dándole efusivamente las gracias. Cyllan vio que una moneda de cinco gravines cambiaba de manos y se sintió asqueada; pero si el falso adivino percibió algo de su cólera, no dio muestras de haberse enterado. Estaba contando las ganancias de la tarde, cuando un joven esbelto y de cabellos castaños se detuvo delante del puesto. La mirada del recién llegado pasó del adivino a Cyllan y se detuvo un momento, como si la reconociese; después, mirando disimuladamente por encima del hombro, se sentó en la silla vacía delante de aquél.

El charlatán hizo grandes aspavientos de bienvenida a su visitante; hasta el punto de que Cyllan se dio cuenta de que debía de ser hijo predilecto de un clan local muy distinguido… y rico. Pero, fuera cual fuese su posición, estaba claro que no era menos crédulo o supersticioso que cualquier campesino. Sus modales, su manera de inclinarse atentamente hacia adelante, sus preguntas en voz baja, todo esto demostraba un afán ingenuo que el adivino no perdió tiempo en explotar. Cyllan observó las seis piedras y los signos y pases sin sentido que hizo sobre ellas el falso adivino, antes de empezar su monólogo.

—Veo que tendrás mucha suerte, joven señor. Ciertamente, mucha suerte, pues te casarás dentro de este año. Una boda por amor, si me permites decirlo; con una dama de sin par belleza entre sus iguales; tendréis muchos hijos hermosos. Y veo también… —Aquí hizo una pausa teatral, como esperando que la inspiración divina tocase su lengua, mientras el joven miraba fijamente las piedras—. ¡Sí! Un alto cargo, joven señor; mucho poder y renombre. Te veo plantado en un gran salón, un salón resplandeciente, administrando justicia. Tendrás una vida larga, señor; una vida buena y feliz.

El joven tenía los ojos encendidos. Jadeante, entusiasmado por el dictamen del charlatán, murmuró una pregunta que Cyllan no pudo captar, y ésta, de pronto, al observarle, ajustó inconscientemente su visión de manera que los dos personajes sentados a aquella mesa cubierta con un tapete quedaron desenfocados. Había descubierto que, en raras ocasiones, podía hacer pequeñas predicciones o averiguar el carácter o los antecedentes de un desconocido, sin necesidad de valerse de las piedras. Era un don esporádico, imprevisible la mayoría de las veces; pero ahora sintió que su instinto psíquico era seguro… Cerrando los ojos, se concentró lo más que pudo, y empezó a formarse una vaga impresión mental que fue cada vez más clara, hasta que al fin, satisfecha, volvió a abrir los ojos.

El adivino había terminado y el joven se levantó para marcharse. Unas monedas cambiaron de manos; el joven dio las gracias y recibió a cambio respetuosas reverencias; después, el vidente se escabulló detrás de la cortina y se perdió de vista.

El joven iba a pasar por delante del banco de Cyllan, y ella decidió de pronto que no podía guardar silencio. Poco bien podía hacerle, pero su sentido de la justicia se rebeló contra la idea de que aquella trapacería no fuese descubierta. Al llegar el joven a su nivel, se levantó.

—Discúlpame, señor. . .

El se sobresaltó, se volvió y frunció el entrecejo, claramente molesto de que una desconocida de la clase baja le interpelase tan directamente. No queriendo que pudiese pensar que quería importunarle, Cyllan habló rápidamente y en voz baja.

—El adivino es un charlatán, señor. Pensé que debías saberlo.

El estaba ahora sorprendido. Una cara fresca y suave, pensó; El no había pasado nunca apuros, nunca le había faltado nada… y probablemente esto explicaba su ingenuidad ante los halagos del vidente. Ahora, recobrando el dominio de sí mismo, se acercó más al lugar donde ella estaba.

—¿Un charlatán? —Su sonrisa era débilmente protectora—. ¿Por qué estás tan segura?

Evidentemente, sospechaba que tenía algún motivo personal para tratar de desacreditar a aquel hombre. Cyllan aguantó impávida su mirada.

—Yo nací y me crié en las Grandes Llanuras del Este —dijo—. Leer las piedras es allí un antiguo arte… y, por eso puedo descubrir a un impostor cuando le veo.

El joven cruzó las manos y miró reflexivamente un anillo muy valioso que llevaba en un dedo.

—Es forastero en Shu-Nhadek, como al parecer lo eres tú, y, sin embargo ha adivinado muchas cosas sobre mi posición. ¿No habla esto mucho en su favor?

Cyllan decidió apostar a que su destello de clarividencia había sido acertado, y sonrió.

—Un vidente no necesita ser muy hábil, señor, para reconocer en ti al hijo y heredero del Margrave de la provincia de Shu.

Había estado en lo cierto… El joven arqueó las cejas y la miró con nuevo interés.

—¿Eres tú vidente?

—Lectora de piedras, y de poco talento —dijo Cyllan, haciendo caso omiso del insulto, sin duda involuntario, que implicaba la sorpresa de él—. No practico mi habilidad, ni trato de sacar provecho de ella; no pretendo quitarle los clientes a ese hombre, pero me indigna ver cómo los embaucadores explotan a sus víctimas inocentes.

La idea de que él era una de esas víctimas inocentes no pareció gustar al hijo del Margrave y, por un instante, se preguntó Cyllan si había sido demasiado audaz y le había ofendido. Pero, después de una breve vacilación, él asintió con la cabeza.

—Entonces, estoy en deuda contigo. ¡Haré que ese charlatán sea expulsado hoy mismo de la provincia! —De pronto entrecerró los párpados y estudió más de cerca la cara de ella—. Y si eres lo que dices, me interesaría ver si puedes hacerlo mejor que él.

Quería que leyese las piedras para él, y Cyllan se alarmó. Su tío, que, como la mayoría de sus semejantes, era sumamente supersticioso y consideraba las facultades psíquicas como de competencia exclusiva de unos pocos privilegiados (y oficialmente aprobados), la mataría si descubriese que había estado empleando su don. Y leer para el hijo del Margrave… no podía hacerlo, no se atrevía a hacerlo.

—Lo siento —dijo en tono confuso—, pero no puedo.

—¿No puedes? —El joven se irritó de pronto—. ¿Qué quieres decir con eso de que no puedes? Dices que eres una vidente. ¡Yo te pido que lo demuestres!

—Quiero decir, señor, que no me atrevo. —No tenía más solución que ser sincera—. Trabajo con mi tío, y desaprueba estas Cosas. Si llegase a enterarse…

—¿Cómo se llama tu tío?

—Es… —Miró la cara del joven y tragó saliva—. Kand Brialen. Boyero.

—¿Un boyero que no explota un negocio provechoso que tiene ante las narices? ¡Me cuesta creerlo!

—¡Por favor! —le suplicó ansiosamente Cyllan—. Si él llegase a saberlo…

—¡Por todos los dioses! Tengo cosas mejores en que emplear mi tiempo que en irles con chismes a los campesinos —replicó, malhumorado, el joven—. Si no quieres leer para mí, no lo hagas. Pero recordaré el nombre. Kand Brialen… ¡Lo recordaré!

Y antes de que Cyllan pudiese añadir palabra, giró sobre sus talones y se alejó.

Poco a poco, Cyllan se sentó de nuevo. Le palpitaba con fuerza el corazón y lamentó su imprudencia al entrometerse en el caso. Ahora, si se le antojaba, el hijo del Margrave podía encontrar algún pretexto para buscar a su tío y, si tanto le había ofendido su negativa, decir lo suficiente sobre su encuentro para que tuviese que pagarlo caro. No estaba acostumbrado a que se frustrasen sus deseos; evidentemente, era un joven mal criado y podía mostrarse rencoroso. Y si…

Cortó de pronto el hilo de sus pensamientos y suspiró. Hiciera lo que hiciese el hijo del Margrave, ella no podía impedirlo. Había sobrevivido a la furia de Kand Brialen antes de ahora, podría sobrevivir una vez más. Lo mejor que podía hacer era terminar su cerveza y disponerse a capear el temporal.

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II
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