El sindicato de policía Yiddish (53 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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Al entrar en coche en la isla Verbov, en dirección oeste por la avenida Doscientos veinticinco, él y Bina captan en todas las esquinas fuertes ráfagas de olor de los
tzimmes
burbujeantes que se están cociendo por toda la ciudad. El olor se vuelve más intenso y cargado de placer y de pánico en esta isla que en ninguna otra parte. Los letreros y pancartas anuncian la proclamación inminente del reino de David y exhortan a los piadosos a prepararse para el regreso a Eretz Yisroel. Muchos de los letreros parecen espontáneos, escritos con esprays goteantes sobre sábanas y láminas de papel de carnicero. En las calles laterales, multitudes de mujeres y de comerciantes se gritan los unos a los otros, intentando contener o inflar el precio de las maletas, el jabón concentrado para la ropa, el protector solar, las pilas, las chocolatinas energéticas y los rollos de lana de grosor tropical. En las profundidades de los callejones, se imagina Landsman, un mercado más silencioso arde como un fuego lento: medicinas, oro, armas automáticas. Pasan con el coche junto a grupos acurrucados de genios callejeros que reparten comentarios acerca de a qué familias se les dará qué contratos cuando lleguen a Tierra Santa, qué mafiosos dirigirán los tinglados con la policía, el contrabando de cigarrillos y las franquicias de venta de armas. Por primera vez desde que Gaystik ganó el campeonato, desde la Exposición Universal, tal vez por primera vez en sesenta años, o eso le parece a Landsman, algo está pasando realmente en el distrito de Sitka. Aunque ni siquiera los más versados de los rabinos de las aceras tienen la menor idea de en qué va a acabar ese algo.

Pero cuando llegan al corazón de la isla, la fiel réplica del corazón perdido del viejo Verbov, no hay ni rastro del final del exilio, de la subida rampante de los precios ni de la revolución mesiánica. En el extremo ancho de la plaza, la casa del rabino
verbover
se yergue con aspecto tan sólido y eterno como la casa de un sueño. El humo se apresura como un pago desde su magnífica chimenea, solamente para ser detenido por el viento. Los Rudashevsky matinales holgazanean lúgubremente en sus puestos, y en el caballete de la casa, el gallo negro está posado, sacudiendo los faldones de su traje y empuñando su mandolina semiautomática. Alrededor de la plaza, las mujeres describen los circuitos ordinarios de su jornada, empujando cochecitos de bebé seguidos de una estela de niños y niñas demasiado pequeños para ir a la escuela. Aquí y allí se detienen para tejer y destejer las madejas de aliento que las enredan entre ellas. Los trozos de periódicos, las hojas caídas y el polvo montan partidas improvisadas de
dreydl
bajo los arcos de las casas. Un par de hombres con abrigos largos avanzan contra el viento, con rumbo a la casa del rabino, con los tirabuzones al viento. Por primera vez la queja tradicional, equivalente a un credo o por lo menos a una filosofía, del judío de Sitka —«A nadie le importamos una mierda, atrapados aquí entre Hoonah y Hotzeplotz»— le parece a Landsman que ha sido una bendición durante los últimos sesenta años, y no la aflicción que todos ellos, en su rincón perdido de la geografía y la historia, suponían.

—¿Quién más va a querer vivir en este corral de gallinas? —dice Bina haciéndose eco de los pensamientos de él al estilo de ella, subiéndose la cremallera de su parka de color naranja por encima de su barbilla. Ella cierra de un golpe la portezuela del coche de Landsman e intercambia miradas furiosas rituales con un grupo de mujeres que hay en la acera de delante de la tienda del experto en demarcaciones—. Este lugar es como un ojo de cristal, es una pata de palo, no se puede empeñar.

Delante del sombrío garaje, el mozo tortura un trapo con un palo de escoba. El trapo está empapado en un disolvente de olor psicotrópico, y al chico lo han exiliado a tres islas desesperadas de grasa de automóvil sobre el cemento. Utiliza el extremo de su palo para pinchar y acariciar el trapo. Cuando por fin ve a Bina, lo hace con una mezcla satisfactoria de horror y admiración. Si Bina fuera el Mesías venido a redimirlo con una parka naranja, la expresión de la cara del
pisher
sería más o menos la misma. Su mirada se engancha en ella y luego ella la tiene que desenganchar con cuidado brutal, como alguien que está arrancando su lengua de un surtidor de agua helado.

—¿El
reb
Zimbalist? —dice Landsman.

—Está ahí —dice el muchacho señalando con la cabeza hacia la puerta de la tienda—. Pero está muy ocupado.

—¿Tan ocupado como tú?

El mozo le da al trapo otro pinchazo descuidado.

—Yo le estaba estorbando. —Lleva a cabo la cita con una floritura de autocompasión y luego señala a Bina con un pómulo sin implicar ningún otro de los rasgos de su cara en el gesto—. Ella no puede entrar —dice con firmeza—. No es apropiado.

—¿Ves esto, encanto? —Bina acaba de sacar la placa—. Soy como un regalo en metálico. Apropiada para cualquier ocasión.

El mozo da un paso atrás, y el mango de la fregona desaparece detrás de su espalda, como si de alguna manera le pudiera incriminar—. ¿Vienen a detener al
reb
Itzik?

—A ver —dice Landsman, dando un paso hacia el mozo—, ¿por qué íbamos a hacer eso?

Una de las cosas que tienen los mozos salidos de la
yeshiva
es que saben lidiar con las preguntas.

—¿Cómo lo voy a saber? —dice—. Si yo fuera un abogado señoritingo, díganme, por favor, ¿acaso estaría aquí chapoteando con un trapo en la punta de un palo?

Dentro de la tienda, están reunidos alrededor de la mesa grande de los mapas Itzik Zimbalist y sus hombres, una docena de judíos fornidos con monos de trabajo amarillos y con las barbillas tapizadas por los rollos envueltos en redecillas de sus barbas. La presencia de una mujer revolotea entre ellos como una polilla molesta. Zimbalist es el último en levantar la vista del problema que hay extendido en la mesa que tienen delante. Cuando ve quién acaba de llegar con la última pregunta espinosa para el experto en demarcaciones, asiente con la cabeza y gruñe de forma vagamente malhumorada, como si Landsman y Bina llegaran tarde a su cita.

—Buenos días, caballeros —dice Bina, con una voz extrañamente aflautada y poco persuasiva en este gran garaje masculino—. Soy la inspectora Gelbfish.

—Buenos días —dice el experto en demarcaciones.

Su cara afilada y descarnada es tan ilegible como el filo de un cuchillo o como una calavera. Enrolla el mapa o el plano con manos hábiles, lo ata con un cordel y se gira para encajarlo en el estante, donde lo hace desaparecer en medio de un millar de congéneres. Sus movimientos son los de un anciano para quien la prisa es un vicio olvidado. Sus pasos son entrecortados, pero sus manos son corteses y precisas.

—Se ha acabado el almuerzo —les dice a sus hombres, aunque no se ve ni rastro de comida por ninguna parte.

Los hombres vacilan, formando un
eruv
irregular alrededor del experto en demarcaciones, listos para protegerlo de los problemas laicos que hay plantados con un par de placas de policía en medio de ellos.

—Tal vez tendrían que quedarse —dice Landsman—. Tal vez tengamos que hablar también con ellos.

—Esperad en las furgonetas —les dice Zimbalist—. Estáis estorbando.

Ellos empiezan a cruzar la zona de almacén en dirección al garaje. Uno de los empleados se gira, palpándose nerviosamente el rollo de su barba.

—Ya que parece que se ha acabado el almuerzo,
reb
Itzik, ¿le importa que cenemos ahora?

—Desayunad también —dice Zimbalist—. Vais a estar levantados toda la noche.

—¿Hay mucho que hacer? —dice Bina.

—¿Estáis de broma? Van a tardar años en empaquetar todo este jaleo. Voy a necesitar un contenedor de carga.

Va a la tetera eléctrica y empieza a preparar tres tazas.


Nu
, Landsman, he oído que perdió usted esa placa que tiene durante una temporada —dice.

—Usted oye muchas cosas, ¿no? —dice Landsman.

—Yo oigo lo que oigo.

—¿Ha oído usted alguna vez que se excavaron túneles por debajo de todo el Untershtat por si los americanos nos traicionaban y decidían organizar una
aktion
?

—Yo diría que me suena —dice Zimbalist— ahora que lo menciona.

—¿Y por casualidad no tendría usted un mapa de esos túneles que muestre por dónde van, cómo se conectan entre ellos, etcétera?

El anciano todavía les está dando la espalda, rasgando los sobrecitos de papel donde van las bolsitas del té.

—Si no lo tuviera —dice—, ¿qué clase de experto en demarcaciones sería?

—Así que si por cualquier razón quisiera usted, por ejemplo, meter o sacar a alguien del sótano del hotel Blackpool de la calle Max Nordau sin ser visto, ¿podría usted hacerlo?

—¿Y por qué iba a querer hacer eso? —dice Zimbalist—. En ese antro asqueroso no alojaría ni al chihuahua de mi suegra.

Desenchufa la tetera antes de que el agua hierva y sumerge las bolsas de té uno, dos y tres. Pone las tazas en una bandeja junto con un tarro de mermelada y tres cucharillas y los tres se sientan a la mesa de él en el rincón. Las bolsas de té entregan involuntariamente su color al agua tibia. Landsman reparte
papiros
y los enciende. De las furgonetas viene el sonido de hombres gritando, o riendo, Landsman no está del todo seguro.

Bina da un paseo por el taller, admirando el volumen y la variedad de las cuerdas, caminando con cuidado para evitar una planta rodadora de cable enredado, de goma gris con un muñón de cobre de color rojo sangre.

—¿Alguna vez ha cometido una equivocación? —le pregunta Bina al experto en demarcaciones—. ¿Le ha dicho a alguien que puede pasar por donde no le está permitido pasar? ¿O ha trazado una línea donde no hace falta trazar ninguna?

—No me atrevo a cometer equivocaciones —dice Zimbalist—. Violar el sabbath es una ofensa grave. Si la gente empieza a pensar que no puede fiarse de mis mapas, estoy acabado.

—Todavía no tenemos una huella de balística de la pistola que mató a Mendel Shpilman —dice Bina con cuidado—. Pero tú viste la herida, Meyer.

—La vi.

—¿Tenía aspecto de haber sido hecha con una Glock, por ejemplo, o una TEC-9, o alguna clase de automática?

—En mi humilde opinión —dice Landsman—, no.

—Has pasado un montón de tiempo bien aprovechado con la banda de Litvak y sus armas de fuego.

—Y he disfrutado al máximo.

—¿Viste algo en su caja de juguetes que no fuera una automática?

—No —dice Landsman—. No, inspectora, nada de nada.

—¿Y qué demuestra eso? —dice Zimbalist depositando su trasero dolorido sobre el cojín en forma de donut inflable de su silla de despacho—. Y, lo que es más importante, ¿por qué me tiene que importar a mí?

—Además del interés general y personal que tiene usted en ver cómo se hace justicia en este asunto, por supuesto —dice Bina.

—Además de eso —dice Zimbalist.

—Detective Landsman, ¿cree usted que Alter Litvak mató a Shpilman u ordenó que lo mataran?

Landsman mira fijamente al experto en demarcaciones a la cara y dice:

—Él no fue. No lo haría. No solo necesitaba a Mendel. El
yid
había empezado a
creer
en Mendel.

Zimbalist parpadea y se palpa el filo de su nariz, reflexionando sobre la cuestión, como si fuera el rumor de un arroyo recién nacido que le va a obligar a redibujar uno de sus mapas.

—No me lo trago —concluye—. Cualquier otra persona, vale. Quien sea. Pero de ese
yid
no.

Landsman no se molesta en discutir. Zimbalist coge su taza de té. Una veta de óxido se retuerce en el agua como la cinta del interior de una canica.

—¿Qué haría usted si algo que ha estado diciendo a todo el mundo que es una de las líneas de su mapa —dice Bina— resultara ser, por ejemplo, un pliegue del papel? Un pelo. Una raya accidental hecha a bolígrafo. Algo parecido. ¿Se lo diría usted a alguien? ¿Acudiría al rabino? ¿Admitiría que ha cometido una equivocación?

—Eso no pasaría nunca.

—Pero si pasara, ¿sería capaz de vivir consigo mismo?

—Si supiera usted que ha mandado a un inocente a la cárcel durante muchos años, inspectora Gelbfish, para el resto de su vida, ¿sería capaz de vivir consigo misma?

—Pasa todo el tiempo —dice Bina—. Pero aquí estoy.

—Pues bueno —dice el experto—, supongo que sabe usted cómo me siento. Por cierto, yo uso el término «inocente» de forma muy amplia.

—Yo también —dice Bina—. De eso no cabe duda.

—En toda mi vida solamente he conocido a un hombre a quien describiría usando esa palabra.

—Pues ya conoce a más que yo —dice Bina.

—Y que yo —dice Landsman echando de menos a Mendel Shpilman como si durante muchos años hubieran sido amigos del alma—. Siento mucho decirlo.

—¿Saben qué está diciendo la gente? —dice Zimbalist—. ¿Esos genios entre los que vivo? Están diciendo que Mendel va a volver. Que todo está sucediendo tal como está escrito. Que cuando lleguen a Jerusalén, Mendel va a estar allí, esperándolos. Listo para reinar en Israel.

Al experto en demarcaciones le empiezan a caer lágrimas por las cetrinas mejillas. Al cabo de un momento Bina se saca un pañuelo del bolso, limpio y planchado. Zimbalist lo coge y se lo queda mirando un momento. Luego emite un enorme
tekiah
con el
shofar
de su nariz.

—Me gustaría volver a verlo —dice—. Lo admito.

Bina se echa el bolso al hombro, y este reanuda su misión perpetua de arrastrarla hacia abajo.

—Coja sus cosas, señor Zimbalist.

El anciano parece sorprendido. Frunce los labios como si estuviera intentando encender un puro invisible. Coge un trozo de correa de cuero sin curtir que hay tirado en su mesa, le hace un nudo y lo vuelve a dejar. Luego lo coge otra vez y lo desata.

—Mis cosas —dice por fin—. ¿Me está diciendo que estoy detenido?

—No —dice Bina—. Pero me gustaría que viniera usted con nosotros para que podamos hablar un poco más. Tal vez quiera usted llamar a su abogado.

—A mi abogado —dice.

—Creo que sacó usted a Alter Litvak de su habitación de hotel. Creo que ha hecho usted algo con él, lo ha metido en hielo, tal vez lo haya matado. Me gustaría averiguarlo.

—No tiene usted pruebas —dice Zimbalist—. Está haciendo conjeturas.

—Tiene una pequeña prueba —dice Landsman.

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