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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

El Terror (117 page)

BOOK: El Terror
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«Siempre te estuve esperando», le envió ella. Las palabras estaban tan claras que él pensó que quizá las había pronunciado en voz alta en la oscuridad, excepto por el hecho de que ninguno de los dos niños se despertó.

Su cuerpo empezó a temblar de emoción al pensar en lo que ella acababa de decirle.

Subieron por la escala principal a la cubierta inferior.

Allí había mucha más luz. Crozier se dio cuenta de que, finalmente, la luz del día entraba de verdad a través de las claraboyas patentadas Preston que perforaban la cubierta que tenían por encima. El cristal curvo estaba opaco por el hielo, pero, por una vez, no estaba cubierto de nieve ni de lonas.

La cubierta parecía vacía. Todas las hamacas de los hombres habían sido cuidadosamente dobladas y almacenadas, sus mesas de comedor se habían subido entre las vigas hacia la cubierta superior, y sus baúles empujados a un lado y almacenados con cuidado. La enorme estufa patentada Frazer en el centro del alojamiento de proa estaba oscura y fría.

Crozier intentó recordar si el señor Diggle estaba todavía vivo cuando él, el capitán, fue atraído hacia el hielo y le dispararon. Era la primera vez que pensaba en aquel nombre, «señor Diggle», desde hacía mucho tiempo.

«Es la primera vez que pienso en mi lengua desde hace mucho tiempo.»

Crozier tuvo que sonreír al pensar aquello. «En mi propia lengua.» Si realmente había una diosa como Sedna que gobernaba el mundo, su auténtico nombre era Puta Ironía.

El silencio le llevó hacia popa.

Los camarotes y el comedor de los oficiales que miraron al pasar estaban vacíos. Crozier se preguntaba qué hombres podían haber alcanzado el
Terror
y navegado hacia el sur.

¿Des Voeux y los hombres del campamento de Rescate?

Sintió con casi total certeza que el señor Des Voeux y los demás habrían continuado hacia el sur, en los botes, hacia el río del Gran Pez.

¿Hickey y sus hombres?

Esperaba que fuera así por el bien del doctor Goodsir, pero no lo creía. Excepto el teniente Hodgson, y Crozier sospechaba que no habría sobrevivido mucho en compañía de esos asesinos, apenas había algún otro hombre de aquel grupo que supiera navegar, y mucho menos orientar el
Terror.
Dudaba de que hubiesen sido capaces siquiera de echar a la vela y establecer un rumbo con el bote pequeño que les había dado.

Eso dejaba a los tres hombres que habían abandonado el campamento de Rescate y habían salido caminando por tierra: Reuben Male, Robert Sinclair y Samuel Honey. ¿Podían un capitán del castillo de proa, un capitán de la cofa de trinquete y un herrero navegar con el
HMS Terror
unos trescientos kilómetros hacia el sur, entre un laberinto de canales?

Crozier se sintió mareado y con un poco de náuseas al pensar en los hombres y las caras de aquellos hombres de nuevo. Casi podía oír sus voces. Sí, «podía» oír sus voces.

Puhtoorak tenía razón: aquel lugar era ahora albergue de
piifixaaq:
fantasmas resentidos que habían quedado atrás para perseguir a los vivos.

Había un cadáver en el coy de Francis Rawdon Moira Crozier.

Por lo que podía asegurar sin lámparas que le iluminasen y sin bajar a la bodega o a la cubierta del sollado, aquél era el único cadáver a bordo.

«¿Por qué decidió morir en mi coy?», se preguntaba Crozier.

Era un hombre de la altura de Crozier, más o menos. Sus ropas, porque había muerto debajo de las mantas con chaquetón, gorra y pantalones de lana, cosa muy extraña, porque debían de estar navegando en pleno verano, no daban pista alguna acerca de su identidad. Crozier no tenía deseo alguno de registrar sus bolsillos.

Las manos del hombre, las muñecas a la vista y el cuello estaban marrones y momificados, resecos y arrugados, pero su rostro hizo que Crozier deseara que la claraboya patentada Preston que tenían por encima de la cabeza no permitiera entrar tanta luz.

Los ojos del muerto eran canicas marrones. Su pelo y barba eran tan largos y frondosos que parecía que hubiesen continuado creciendo durante meses después de la muerte del hombre. Sus labios se habían arrugado y habían desaparecido; se habían apartado de los dientes y de las encías al contraerse los tendones.

Eran los dientes lo más inquietante. En lugar de caerse por el escorbuto, los dientes delanteros eran muy anchos, de un amarillo marfil y de una longitud imposible, unos siete centímetros al menos, como los de un conejo o una rata, que siguen creciendo a menos que se desgasten royendo algo sólido, se curvan y acaban cortando la propia garganta de la criatura.

Los dientes de roedor de aquel hombre eran imposibles, pero Crozier los estaba viendo a la luz clara y gris de la tarde que entraba por la claraboya abovedada de su propio camarote. Se dio cuenta de que no era la primera cosa imposible que había visto o experimentado en los últimos años. Sospechaba que tampoco sería la última.

«Vamonos», le dijo mediante señas a
Silenciosa
. No quería enviar pensamientos allí, donde podía haber alguien escuchando.

Tuvo que usar un hacha para el fuego para abrirse camino a través de la escotilla principal, sellada y claveteada. En lugar de preguntarse quién la habría sellado y por qué, o si el cadáver de abajo sería un hombre vivo cuando la escotilla se cerró de forma tan contundente por encima de él, arrojó el hacha a un lado, subió y ayudó a
Silenciosa
a trepar por la escala.

Cuervo se estaba despertando, pero
Silenciosa
le acunó un poco y el niño empezó a roncar suavemente otra vez.

«Espera aquí», le dijo él por señas, y volvió abajo de nuevo.

Primero sacó el pesado teodolito y algunos de sus antiguos manuales, tomó una rápida lectura del sol y anotó sus mediciones en el margen de un libro manchado de sal. Luego llevó el teodolito y los libros abajo y los arrojó a un lado, sabiendo que fijar la posición de aquel buque por última vez era quizá lo más inútil que había hecho en una larga vida de cosas inútiles. Pero también sabía que tenía que hacerlo.

Igual que tenía que hacer lo siguiente.

En la oscura sala de Almacenamiento de la bodega del sollado, abrió tres barrilitos de pólvora sucesivamente; vertió los contenidos del primero en la cubierta del sollado y luego por la escala abajo hacia la bodega (no pensaba bajar allí), y el contenido del segundo por la cubierta inferior, especialmente dentro de su camarote con la puerta abierta, y el contenido del tercer barril en un rastro negro a lo largo de la cubierta inclinada del buque donde esperaba
Silenciosa
con sus niños. Asiajuk y los demás en el hielo se habían congregado en torno al costado de babor y ahora le miraban desde treinta metros de distancia. Los perros seguían aullando y tirando, queriendo irse, pero Asiajuk o uno de los cazadores los había atado a una estaca en el hielo.

Crozier quería quedarse al aire libre, aunque la luz de la tarde ya se desvanecía, pero haciendo un esfuerzo bajó de nuevo a la cubierta del sollado. Con el último barrilito de aceite de lámpara que quedaba en el buque, vertió un rastro en las tres cubiertas, cuidando muy bien de empapar la puerta y el mamparo de su propio camarote. Su única duda fue a la entrada de la sala Grande, donde cientos y cientos de lomos de libros le miraban.

«Dios mío, ¿acaso haría algún mal que cogiera sólo unos pocos para ayudarme a pasar los oscuros inviernos que me esperan?»

Pero ahora esos libros llevaban el oscuro
inua
del buque de la muerte en su interior. Casi sollozando, echó aceite de la lámpara hacia ellos.

Cuando acabó de verter el último combustible en la cubierta, arrojó el barril vacío hacia fuera, al hielo.

«Un último viaje abajo», le prometió a
Silenciosa
con los dedos. «Vete al hielo ahora con nuestros hijos, amada mía.»

Las cerillas Lucifer estaban justo donde las había dejado, en el cajón de su escritorio, tres años antes.

Durante un segundo le pareció que podía oír crujir el mamparo y removerse el nido de mantas congeladas mientras la cosa momificada que tenía a la espalda intentaba cogerle. Oía los secos tendones del brazo muerto que se estiraban y chasqueaban, y la mano marrón, con sus largos dedos y sus uñas amarillas y demasiado largas se alzaba lentamente.

Crozier no se volvió a mirar. No corrió. No miró atrás. Con las cerillas en la mano, salió de su camarote lentamente, pasando por encima de las rayas de pólvora negra y las tablas de cubierta manchadas con el aceite de ballena. Tuvo que bajar por la escala principal para arrojar la primera cerilla. El aire era tan rancio allí que la cerilla casi se negó a arder. Entonces la pólvora se incendió con un «bum», y prendió en un mamparo que había empapado de aceite, y corrió hacia proa y popa en la oscuridad, por su propio camino de fuego.

Sabiendo que sólo con el fuego de la cubierta del sollado habría bastado, ya que aquellas maderas estaban secas y eran como yesca después de seis años en aquel desierto ártico, se tomó el tiempo, aun así, de prender las líneas de pólvora de la cubierta inferior y de la superior.

Luego saltó los tres metros hasta la rampa del hielo en el costado occidental del buque y lanzó una maldición al notar el dolor en la pierna izquierda, que nunca se le acabaría de recuperar. Tenía que haber bajado por las escalas de cuerda que había allí, como había hecho
Silenciosa
, obviamente, con gran sentido común.

Cojeando como un anciano, algo que seguramente pronto sería, Crozier salió caminando al hielo para reunirse con los demás.

El buque ardió durante casi una hora y media, antes de hundirse.

Fue una conflagración increíble. El día de Guy Fawkes en el Círculo Polar Ártico.

Definitivamente, no habría sido necesario utilizar la pólvora ni la lámpara de aceite, y se dio cuenta al mirar el fuego. Las maderas y lonas y tablas estaban tan despojadas de humedad que todo el barco se incendió como uno de los proyectiles incendiarios de mortero que había sido diseñado para lanzar, tantas décadas atrás.

El
Terror
se habría hundido de todos modos, tan pronto como el hielo se hubiese fundido allí, al cabo de unas pocas semanas o meses. El agujero de hacha en el costado habría sido su herida de muerte.

Pero no lo había quemado por eso. Si le hubiesen preguntado (cosa que nunca sucedería) no habría sabido explicar por qué había que quemarlo. Sabía que no quería que ningún «rescatador» de un barco británico entrarse en el buque abandonado, llevando a casa cuentos que aterrorizarían a los ciudadanos morbosos de Inglaterra y espolearían al señor Dickens o al señor Tennyson a crear nuevas cimas de elocuencia lacrimógena. También sabía que no serían sólo historias lo que esos rescatadores llevarían consigo de vuelta a Inglaterra, con ellos. Lo que había tomado posesión del barco era tan violento como la peste. Lo había visto con los ojos del alma; lo había olido con todos sus sentidos de humano y de
sixam ieua.

La gente real lanzó vítores cuando los mástiles ardientes cayeron al fin.

Se habían visto obligados a retroceder unos centenares de metros. El
Terror
abrió su propia tumba en el hielo, y poco después de caer los mástiles y la obencadura en llamas, el barco en llamas empezó a dirigirse hacia las profundidades, siseando y burbujeando.

El ruido del fuego despertó a los niños; las llamas calentaron tanto el aire allí en el hielo que todos ellos (su mujer, Asiajuk, con cara de pocos amigos; Nauja, la de las tetas grandes; los cazadores, Inupijuk, que sonreía feliz; incluso Taliriktug) se quitaron sus parkas exteriores y las apilaron en el
kamatik.

Cuando se acabó el espectáculo y el buque se hundió y el sol seguía escondiéndose hacia el sur, de modo que sus sombras lamían el hielo grisáceo, todavía se quedaron un rato más a disfrutar el vapor que subía y celebrar los trocitos de materia ardiente que se iban desperdigando aún por aquí y por allá, en el hielo.

Luego, el grupo acabó por volver hacia la gran isla y después hacia las islas más pequeñas, planeando cruzar el hielo hacia tierra adentro antes de tener que acampar para pasar la noche. La luz del sol que brillaba hasta después de medianoche ayudó en su marcha. Todos ellos querían estar fuera del hielo y lejos de aquel lugar antes de que llegasen las escasas horas de penumbra y la oscuridad total. Hasta los perros dejaron de ladrar y de gruñir, y parecieron tirar mucho más rápido cuando pasaron por la isla pequeña, de camino de nuevo hacia tierra. Asiajuk se había quedado dormido y roncaba bajo las mantas en el trineo, pero los dos bebés estaban muy despiertos y deseando jugar.

Taliriktug cogió a Kanneyuk, que se agitaba, en el brazo izquierdo, y pasó el derecho en torno a Silna-
Silenciosa
. Cuervo, que todavía iba en brazos de su madre, intentaba soltarse, muy enfurruñado, y obligarla a dejarle en el suelo para poder caminar solo.

Taliriktug se preguntó, no por primera vez, cómo iban a disciplinar un padre y una madre sin lengua a un niño cabezota. Luego recordó, no por primera vez, que ahora pertenecía a una de las pocas culturas en el mundo que no se molestan en disciplinar a sus niñas o niños testarudos. Cuervo ya tenía el
inua
de algún adulto valioso en su interior. Su padre sólo tenía que esperar a ver lo valioso que era.

El
inua
de Francis Crozier, que todavía estaba vivo y bien en Taliriktug, no se hacía ilusiones acerca de que la vida fuese otra cosa que pobre, desagradable, brutal y corta.

Pero quizá no tenía por qué ser solitaria.

Con el brazo en torno a Silna, intentando ignorar los sonoros ronquidos del chamán y el hecho de que la pequeña Kanneyuk se acababa de mear en la mejor parka de verano de su padre, ignorando también los enfurruñados empujones y sonidos lloriqueantes de su inquieto hijo, Taliriktug y Crozier continuaron caminando hacia el este por el hielo, hacia la tierra firme.

Agradecimientos

Quiero dar las gracias a las fuentes que menciono a continuación por proporcionarme información a la hora de escribir
El Terror.

La idea de escribir acerca de esta era de la exploración ártica procede de un comentario breve, casi una nota al pie, sobre la expedición Franklin, que encontré en
Race to the Pole: Tragedy, Heroism and Scott's Antarctic Quest,
de sir Ranulph Fiennes (Hyperion, 2004; en español,
Capitán Scott,
Juventud, 2004). El polo que se perseguía en esta ocasión era el sur.

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