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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

El último Dickens (7 page)

BOOK: El último Dickens
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—No creo que sufriera —dijo Osgood con cariño.

Ella levantó la mirada con los ojos enrojecidos.

—¿Me diría una cosa más, por favor, señor Osgood? ¿De dónde venía? —preguntó dedicándole toda su atención.

—Creemos que del puerto, ya que ocurrió en Dock Square. Tenía que recoger unos papeles en el muelle antes… antes del accidente.

Ella frunció los labios y los ojos se le humedecieron antes de que pudiera decir nada más. Aunque él no habría juzgado ninguna reacción por parte de ella, admiraba cómo Rebecca no había intentado ni hacer un despliegue de dolor, ni ocultarlo. Sin pensarlo, le tomó una de las manos y la sostuvo entre las suyas. Fue un gesto de autoridad y consuelo. Era la primera vez que tocaba a su asistente, ya que cualquier contacto físico entre hombres y mujeres estaba prohibido por las normas de la empresa. Le sujetó la mano hasta que pareció estar más tranquila, luego la soltó.

Al cabo de una semana ella siguió yendo a trabajar sin tomarse ningún tiempo libre y Osgood la invitó a pasar a su despacho, dejando la puerta abierta en nombre del decoro.

—Usted sabe que habríamos considerado aceptable que se tomara su tiempo para llorar la muerte de Daniel.

—Dejaré de llevar luto a la oficina si eso supone una distracción, señor Osgood —dijo ella—. Pero no dejaré de venir, si no le importa.

—Por mi alma, Rebecca… No se empeñe tanto en disimular su dolor —dijo Osgood.

Osgood sabía que el trabajo significaba para Rebecca mucho más que para la mayoría de las chicas. Algunas, que solicitaban el puesto con manifestaciones de entusiasmo, contaban los días que pasaban en sus escritorios hasta que lograran un hombre con el que casarse, a pesar de que, desde la guerra, las mujeres superaban con creces el número de hombres en la ciudad y la búsqueda de pretendientes podía ser prolongada. También sabía que a Rebecca le preocupaba mostrar debilidad ante Fields, incluso en aquellas circunstancias. La idea de que trabajaran en la oficina mujeres jóvenes era una cosa. Las mujeres divorciadas eran otra.

—Muy bien, señorita Sand. Respetaré sus deseos —dijo Osgood, tras lo cual ella regresó a las tareas que le esperaban en su mesa.

La disolución del matrimonio de Rebecca había sido la primera razón para que se trasladara del campo a la ciudad, acompañada de su hermano menor en funciones tanto de pupilo como de guardián. Osgood necesitó dos días y medio para convencer a Fields de lo impresionante y preparada que le había parecido en la primera reunión que tuvieron, aunque, después de ser contratada, Osgood nunca comentó a Rebecca aquella campaña privada. Él no veía su divorcio como un impedimento ni deseaba sugerir que lo fuera para nadie.

—Usted dice que aquí necesitamos empleados que estén dispuestos a luchar —le dijo Osgood a Fields en aquel momento—, y la señorita Sand ha tenido que soportar el peor trato imaginable para una joven.

Osgood pensó en la misión en el puerto que había confiado aquel día a Daniel. Debía dirigirse al barco de Londres, donde un mensajero le entregaría, sólo a él, las páginas del cuarto, quinto y sexto episodios de
El misterio de Edwin Drood
. Fields, Osgood & Co. iba a publicar por entregas la única edición autorizada de la novela en una de sus publicaciones periódicas, el
Every Saturday
. Los lectores podrían encontrar aquí en primer lugar los nuevos fragmentos de la novela, extraídos de las «páginas anticipadas que nos ha proporcionado el autor». Esto lo anunciaban orgullosamente en cada número, además del hecho de que su publicación era la única por la que Charles Dickens recibía algún tipo de compensación. Evidentemente, otras revistas, incluida
Harper's
, no podían decir lo mismo; ni aparecerían hasta varias semanas más tarde.

Por este motivo, debido a esta competición, la misión encomendada a Daniel en el puerto se había mantenido en secreto. Mandar a un joven subalterno sería menos llamativo que mandar a un socio bien conocido como Osgood. Los piratas de otras editoriales merodearían por los muelles con la intención de interceptar manuscritos populares llegados de Inglaterra antes de que los recogiera su editor autorizado. Esta horda de forajidos se autodenominaban los «bucaneros»
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y tenían nombres vulgares como Kitten, Melaza o Esquire. Ofrecían sus servicios a los editores de Nueva York y Filadelfia o a las empresas locales de Boston y el mismo Osgood había sido abordado por algunos de ellos a lo largo de los años, aunque él siempre se negó categóricamente a utilizar esos métodos.

Daniel sabía lo importante que era hacerse con los siguientes episodios y depositarlos en la caja fuerte de Fields, Osgood & Co. Por eso Osgood le había preguntado al oficial Carlton si se había encontrado algún papel en el cuerpo de Daniel. Y se quedó atónito al saber que no llevaba nada. ¿Habría sido Daniel abordado en la calle por uno de aquellos bucaneros con intención de quitarle los papeles?

Osgood desterró la idea de su cabeza tan pronto como se le ocurrió. En el mundo de la edición se conocían casos de algunas prácticas turbias en el arte de conseguir manuscritos (sobornos, robos, espionaje), pero sin llegar a ataques físicos, ¡y menos aún, ni siquiera por parte del más siniestro de los bucaneros, al asesinato! La copia de los últimos episodios perdida en el accidente de Daniel podía sustituirse desde Londres, no era eso lo que le quitaba el sueño a Osgood. Pero se resistía a admitir que la policía y el forense estuvieran en lo cierto respecto a su empleado y el opio. «Este chico era uno de los caídos», según ellos. ¿Habría abandonado a Osgood, a la empresa, a su propia hermana?

Unos días después Rebecca se detuvo ante la puerta del despacho de Osgood antes de acabar la jornada de trabajo. Seguía vestida de negro, incluso las pocas joyas que llevaba habían sido teñidas de negro como era costumbre, pero ya no llevaba el crespón sobre el vestido.

—Señor Osgood —le dijo. El pelo negro se le escapaba del bonete. Al arreglárselo, una cicatriz irregular ya antigua quedó ala vista detrás de la oreja derecha—. Tengo que darle las gracias —dijo con un gesto de complicidad.

Osgood, sorprendido con la guardia baja, asintió y le devolvió la sonrisa. Hasta que ella se fue no cayó en la cuenta de que no sabía por qué le había dado las gracias. ¿Se refería a algún asunto de negocios que hubiera surgido a lo largo del día, por haberle dado un puesto de trabajo a Daniel años antes, por haberle cogido la mano cuando se echó a llorar, a pesar de que era saltarse las normas? Claro que ya era demasiado tarde para preguntárselo. No podía pararla a la mañana siguiente y, por ejemplo, después de darle las instrucciones para las cartas y memorandos del día, preguntarle tranquilamente: Oh, ¿y por qué quería darme las gracias ayer, querida? Osgood se estaba tirando de los pelos por haber sido tan lento de reacción cuando apareció por la puerta un rostro menos bienvenido.

—Ah, señor Osgood, ¿todavía aquí? ¿Esta noche no tiene ninguna cena opulenta con los círculos literarios? —se trataba de Montague Midges, el director de tirada de sus revistas, el
Atlantic Monthly
y el
Every Saturday
. Era un hombrecillo melifluo e incorregiblemente charlatán, pero eficiente. Su cometido era facilitar las últimas cifras de contabilidad para el
Atlantic
—. Veo que la inquebrantable señorita Sand sigue de luto —añadió con una mirada de soslayo en dirección a la puerta.

—¿Midges?

—Su chica asistente —así era como Midges llamaba a las asistentes de la empresa—. Ah, no voy a llorar cuando la señorita Virtud Intachable vuelva a guardar las galas de luto en el cajón. El negro hace que sus tobillos parezcan más anchos, ¿no le parece?

—Señor Midges, preferiría…

Midges se puso a silbar, como solía hacer en medio de la frase de otra persona.

—Supongo que en Boston y sin su hermano se vendrá abajo, pobre desgraciada. Diez contra uno a que ahora se arrepiente de haberle dado la patada a su marido. ¡Buenas noches, señor!

Al escuchar aquello Osgood se levantó de la silla, pero sabía que si defendía a Rebecca y lo oían las otras contables de la oficina, los rumores se dispararían. Sólo serviría para empeorar las cosas en un mal momento para ella. Osgood se volvió a sentar preguntándose si Midges habría percibido la situación de Rebecca mejor que él. Las palmas de las manos le empezaron a sudar. ¿La pérdida de Daniel para Rebecca supondría la pérdida de Rebecca para Osgood?

Rebecca no quería trasladarse a otra habitación, pero su patrona insistió. Desaparecido Daniel, tendría que llevar sus pertenencias a una más pequeña en lo más alto de las estrechas escaleras de la pensión de segunda clase por la que pagaría un dólar más al mes.

Rebecca no discutió; no se habría atrevido. Muchas pensiones no aceptaban a mujeres solas que no vivieran con familiares, sobre todo a mujeres divorciadas, o les cobraban tarifas mucho más altas que a los hombres. Las casas que aceptaban a demasiadas costureras de las fábricas temían ser tomadas por burdeles y las patronas siempre preferían parejas de recién casados y oficinistas masculinos si podían elegir. La patrona de Rebecca, la señora Lepsin, dejó claro que la había aceptado sobre todo por dos razones: porque no era una irlandesa holgazana y porque compartiría la habitación con su hermano. Ahora, aunque seguía sin ser irlandesa, la otra razón había desaparecido y resultaba evidente que Lepsin preferiría que Rebecca se fuera de su casa.

Rebecca recogió su ropa y sus pertenencias a la luz de una miserable vela. En la habitación no había armarios, de manera que algunas de sus ropas ya estaban dobladas y las demás colgaban de unos clavos roñosos en la pared. Mientras recogía se comió un pequeño bizcocho de chocolate que guardaba junto a dos barritas de menta rojas y blancas en una caja de guantes para lo que ella llamaba emergencias. Como cuando tenía hambre antes de acostarse, tras una cena de verduras frías y arroz con leche aguado en la mesa atestada del comedor. O cuando de repente tenía que desmantelar la propia habitación en cuestión de horas, ¡o quedarse en la calle!

Los cinco dólares de alquiler mensual por la pequeña habitación eran más de lo que Rebecca podría pagar sin la ayuda de Daniel, por mucho que lograra reducir sus gastos. Contando con los ahorros, podría pagar dos meses mas. Si los socios de la editorial conseguían llevar a buen fin sus planes para vencer a los piratas y obtener los beneficios que se merecían por
El misterio de Edwin Drood
, todos esperaban que incrementaran los salarios de las contables en setenta y cinco centavos. Si triunfaban los piratas, los problemas financieros de las dependencias traseras de la oficina se agravarían; era posible que les bajaran veinticinco centavos el salario. El aumento de sueldo se había dado por hecho antes de la muerte de Dickens, pero ahora esa subida, y las esperanzas de Rebecca de permanecer en la ciudad, estaban en el aire.

Cuando Rebecca vivía en el campo con su marido el carpintero, los ingresos de éste eran suficientes para satisfacer las necesidades de un hogar confortable con una habitación de más para el joven Daniel. El chico se había trasladado a vivir con Ambrose y con ella a la muerte de su madre. Luego llegó la guerra y Ambrose se alistó en el Ejército. En la salvaje batalla de Stones River, Ambrose fue hecho prisionero por los confederados y encarcelado en Danville. Cuando regresó, dos años más tarde, no era más que su esqueleto, débil y consumido. Le había empeorado el carácter; la golpeaba en la cabeza y los brazos con frecuencia, y pegaba a Daniel cada vez que intervenía. La rueda de palizas y represalias se convirtió en un patrón de conducta que parecía ser lo único que mantenía a Ambrose con vida. Rebecca hizo lo que pudo para sacar a Ambrose de aquella violencia, pero cuando comprobó que era imposible protegerse a sí misma y a su hermano reunió valor para abandonarle. Sé llevó a Daniel a Boston, donde había oído que se ofrecían nuevas oportunidades de trabajos para mujeres en las oficinas, en lo que los periódicos calificaban de economía de posguerra.

De eso habían pasado ya más de tres años. Cuando pudo permitirse pagar las costas y tras un largo proceso en los tribunales, logró divorciarse de su marido. Ambrose, una vez que se lo hubo notificado un abogado rural, no puso objeciones, notificando sin embargo en una carta al juez de Boston que, de todas maneras, el cuerpo excesivamente delgado de Rebecca se había negado a darle hijos y que el entrometido de su hermano era insoportable.

Según las leyes de Massachusetts, tenían que pasar dos años antes de que el divorcio fuera efectivo y pudiera casarse otra vez. Hasta entonces le estaba legalmente prohibido establecer cualquier tipo de relación romántica con un hombre. Durante ese período de espera, del que todavía quedaba un año, cualquier violación, real o aparente, de la ley anularía de inmediato el divorcio y no se le permitiría casarse otra vez.

Volver a convertirse en esposa no era lo que más le preocupaba mientras se preparaba para cambiarse a la habitación de arriba. Las demás asistentes podían hablar lo que quisieran de casarse y del lugar en el que conocerían a su mítico futuro marido y de que la última revista de señoras aseguraba que afeitarse la cabeza por completo proporcionaba un cabello más lustroso cuando volviera a salir. Todo aquello no iba con ella. A pesar de todo, Rebecca sentía que era una privilegiada en su situación actual. Había conocido el matrimonio y no le había dado más que disgustos. Su puesto en la empresa era otra cosa. Bien es verdad que tanto ella como sus compañeras de la oficina eran «asistentes», ni siquiera administrativas, y cobraban una cuarta parte de lo que cobraban la mayoría de los hombres que trabajaban en Fields, Osgood & Co., lo mismo que en todas las demás empresas. Pero disfrutaba de su trabajo y éste la mantenía en una ciudad llena de mujeres jóvenes dispuestas a arrebatarle tanto su puesto como su habitación. Por eso, y por la confianza que había demostrado Osgood en su capacidad para cuidar de sí misma, le había dado las gracias espontáneamente antes de irse de la oficina.

Podía parecer algo extraño sentirse aliviada al cambiar un hogar y un marido por una exigua habitación de pensión y un trabajo de oficina de jornada completa, pero así lo sentía. Recordó las palabras de la señora Gamp, el parlanchín personaje de Dickens: «Es poco lo que necesita, y no tiene ni ese poco». Lo poco que necesitaba Rebecca sí lo tenía.

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