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Authors: Malcolm Beith

Tags: #Politica,

El Ultimo Narco: Chapo (12 page)

BOOK: El Ultimo Narco: Chapo
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El hombre al que había reprendido era el mismísimo Chapo. «Nunca pensé que Joaquín Guzmán… bueno, que Joaquín Guzmán se viera como una persona normal, como cualquier empleado», recordaría más tarde en una corte de Estados Unidos.

Segoviano sobrevivió la metida de pata y prosperó en la organización del Chapo hasta que finalmente fue capturado.

En todo momento El Chapo tiene hasta 150 mil personas trabajando para él y su negocio de drogas. No muchos lo han conocido en persona. Incluso en los primeros tiempos, El Chapo rara vez se comunicaba directamente con los empleados; contrató un vocero (literalmente, un portavoz) para transmitir sus órdenes. Otras órdenes vienen de intermediarios, mandos medios en la jerarquía de mando.

Isaac Gastellum Rocher, de 36 años de edad, nacido y criado en Culiacán, trabajó para el cártel de Sinaloa como vendedor callejero. Sus ojos cafés miran en todas direcciones y gotas de sudor comienzan a formarse en su frente mientras empieza a contar su historia.

Cuando tenía alrededor de 25 años, comenzó a usar hielo ocasionalmente, como se conoce a las metanfetaminas por estos rumbos. En unos cuantos años ya lo usaba diario, y le agregaba cocaína, marihuana y alcohol a la mezcla. Se le acercaron unos tipos: ¿le gustaría transportar drogas a Nogales, en la frontera con Arizona? Le dijeron: «Sabemos que necesitas dinero, tienes una familia, tienes que moverte», recuerda Gastellum. Él estaba abierto a la idea, así que fue con ellos a una casa en Culiacán. «¿Le entran o no?», le preguntaron a un grupo de hombres jóvenes como él.

Asustado, se dio cuenta de que la situación lo superaba, pero les dijo que si tenían un trabajo en menor escala que hubiera que hacer, él se apuntaría. Le dieron ocho piezas de metanfetamina para vender en las calles de Culiacán y Navolato. «Vieron que era de confianza».

Mientras habla, Gastellum se sienta derecho, los ojos mirando a un lado y al otro. Por dos años la relación con sus nuevos patrones floreció; él podía conseguir metanfetamina fácilmente de sus proveedores porque esperaban que se uniera a sus filas. Le dieron manojos de billetes para mantenerlo a flote incluso cuando los adictos no compraban. Pero la suerte de Gastellum finalmente se acabó. Una tarde iba conduciendo, ligeramente borracho, hacia un supermercado en Navolato, cuando la policía lo detuvo. Se veía sospechoso, y lo revisaron a él y al coche. Encontraron 100 gramos de metanfetamina en una bolsa.

La policía lo acusó de planear distribuir drogas de parte del cártel de Sinaloa en la prisión local, que estaba ubicada justo al lado del supermercado. Le dieron una condena de poco más de diez años por delitos contra la salud, que es el eufemismo judicial mexicano que engloba todos los cargos serios relacionados con drogas o con narcotráfico.

Gastellum nunca conoció a nadie de mayor jerarquía en el cártel de Sinaloa que los hombres que originalmente se le acercaron. Y por supuesto nunca conoció al jefe.

José Luis García Puga también nació y creció en Culiacán. A los 29 años tenía licencia de piloto, así que tenía mejores perspectivas que muchos en su barrio. Entornando los ojos bajo el sol de mediodía y sin dejar de moverse nerviosamente, cuenta cómo fue su comienzo llevando a hombres de negocios locales a otros aeropuertos de Sinaloa y estados vecinos.

Un día, en el aeropuerto de Guamúchil, donde el avión que él rentaba permanecía en tierra, se le acercó uno de los hombres de negocios que solía llevar con regularidad. ¿Le gustaría llevar un poco de marihuana a Nogales?

García Puga no tenía siquiera que pensarlo. Le pagarían 15 mil dólares sólo por llenar el avión de marihuana y volar al norte, a un aeropuerto con mínima seguridad. No tendría que cruzar fronteras ni hacer nada demasiado riesgoso. Por varios años transportó las drogas en su propio avión. Nunca lo atraparon por hacerlo. Él y un amigo intentaron robar un avión que pertenecía a la PGR, y después de su misión fracasada, se pelearon. Al calor del momento él le disparó a su amigo y fue sentenciado a doce años de cárcel.

García Puga se ve atormentado mientras habla. Él sabía los riesgos. Mientras revelaba partes de su historia, se movía nerviosamente y golpeaba la mesa con el puño. Al confesar los que él llama sus pecados, traicionó no sólo a sus jefes sino sus creencias. Cuando finalmente salga de la cárcel —se encoge de hombros—, espera volver a ser un piloto honesto otra vez. Pero ahora tiene un expediente criminal y los narcos son quienes tienen todo el dinero y el poder. García Puga se levantó y se fue.

Nunca ha conocido a nadie de una jerarquía más alta en el cártel de Sinaloa que el hombre que originalmente lo abordó.

A Jesús Manuel Beltrán Zepeda, alias «El Caballo», y Gerardo Maximiliano Coronel del Razo, alias «El Max», los recogieron en Ciudad Juárez. Llevaban 200 kilos de marihuana, uniformes militares, chalecos antibalas, dos revólveres, una granada, cartuchos y una variedad de equipo electrónico. De acuerdo con la PGx, eran parte de una célula de nueve integrantes dirigida por El Chapo.

Ellos nunca han visto al jefe.

Armando Guzmán Nares, Benjamín Dosal Rodríguez y Luis Carlos Villa Rosales fueron arrestados por soldados en una casa en el desprestigiado barrio de San Isidro, también en Ciudad Juárez. El Ejército se incauto de cuatro vehículos robados, siete kilos de marihuana, 230 gramos de crack, ocho rifles, tres revólveres y mil 987 cartuchos de diversos calibres.

Los hombres eran parte de una célula que trabajaba para El Chapo, encargada de matar a los miembros de una pandilla radicada en Ciudad Juárez. De acuerdo con los militares, la célula de unos diez hombres era responsable de por lo menos doce ejecuciones en Ciudad Juárez y sus alrededores. También habían quemado por lo menos tres casas que pertenecían a miembros de la pandilla rival.

Ellos tampoco vieron nunca a su jefe.

Maestro estratega

Desde el principio, El Chapo supo sus metas y las maneras en que las llevaría a cabo. «Planeación, organización, negociación y mirar hacia el futuro» eran las fortalezas del Chapo, según la PGR.

A diferencia de otros capos, que se establecían en su centro de contrabando, El Chapo tenía que ocuparse él mismo de la transportación desde la fuente. Así, para mover las drogas de las montañas de Sinaloa la gente del Chapo compró o robó todos los aviones de los que pudo echar mano. En ocasiones incluso robaron aeronaves propiedad del gobierno. Ocultaban drogas en vehículos y les pagaban a camioneros para que transportaran sus productos hasta el norte. Los compartimientos secretos en el piso de un automóvil estándar podían ocultar varios kilos de cocaína; a veces las drogas se escondían en las llantas.

El Chapo estableció puntos de recolección a lo largo de la costa del Pacífico, hasta llegar Chiapas, en el sur. Ahí, los colombianos podían enviar su cocaína, que luego se iba directo por la costa hasta la frontera con Estados Unidos. Los representantes de la ley a lo largo de la costa de México estaban comprados. También los políticos.

El chapo quería ser «directamente responsable de la planeación de sus acciones a fin de lograr exitosamente sus objetivos», según la PGR, pero también sabía que no podría controlar todo trato de negocios si quería expandir sus operaciones. Así que se vinculó en todo México con figuras más experimentadas en las cuales pudiera confiar.

El Chapo empleó un equipo de abogados para que se acercaran en su representación a figuras públicas, militares de alto rango y otros funcionarios.

En Oaxaca, Pedro Díaz Parada se volvió el principal hombre del Chapo. Cacique local u hombre fuerte, que no tenía rival en cuanto a nexos locales, Díaz Parada se aseguraría que los representantes de la ley se hicieran de la vista gorda cuando la cocaína colombiana llegara por mar a lo largo de la costa de aquel estado sureño. Díaz Parada era intocable: una vez había sido sentenciado a 33 años de cárcel por tráfico de drogas; luego de escuchar la sentencia, se volvió hacia el juez: «Yo saldré libre y tú morirás».

Seis días después, el capo estaba, en efecto, libre. El cuerpo del juez fue encontrado acribillado con 33 balas. Habían dejado una nota.

«Una bala por cada año», decía.

En Guerrero, un estado con una larga costa sin vigilancia y una igualmente larga historia de producción de drogas, El Chapo conocería a Rogaciano Alba Álvarez, un cacique de la vieja escuela que mandaba a la depauperada gente que lo rodeaba. Famoso por la pistola en su cinturón y su sombrero, Alba Álvarez disfrutó de la protección del PRI, como Díaz Parada en la vecina Oaxaca, él también era intocable.

En tres estados subiendo por la costa oeste hacia Sinaloa —Michoacán, Colima y Nayarit—, El Chapo también se vinculó con otros caciques y jefes locales de la droga para asegurar la ruta de contrabando hacia el norte. También se relacionó con militares en aquellas áreas. Él ya poseía Jalisco, que también tiene costa en el Pacífico, y, naturalmente, Sinaloa.

Mientras los hermanos Arellano Félix ejercían el control por medio de la violencia y el temor, y Carrillo Fuentes tenía tendencia hacia la diplomacia, El Chapo construía alianzas. Estaba construyendo una red de corrupción nacional que no tenía rival. Él, el Güero y El Mayo —esencialmente sus segundos de más confianza, pero capo por derecho propio— extendían sus tentáculos a través del sistema mexicano, justo como El Padrino les había enseñado. El Chapo había visitado al Padrino en prisión por lo menos en una ocasión, cuando conoció al subprocurador general de Justicia y a un alto comandante de la Policía Federal. Ellos se volverían sus principales cómplices.

Cualquiera podía ser comprado. En una ocasión, El Chapo fue arrestado en la ciudad de México. En la estación de policía, el levantó un portafolios y lo puso en el escritorio del jefe de la policía capitalina. Dentro había 50 mil dólares en efectivo; en cosa de minutos, El Chapo estaba en la puerta de salida.

Otra vez, el jefe de la Policía Estatal de jalisco recibió de regalo un millón de dólares y cinco camionetas tipo suv. El trato del Chapo: el jefe policiaco y sus hombres permitirían que un par de aviones cargados de cocaína aterrizaran, sin decir una palabra.

La red de corrupción del Chapo le permitió conservar la discreción. La DEA apenas si tenía conocimiento de su existencia; parecía que «nada más andaba de puntitas», recuerda el agente Chávez. «Siempre estaba en segundo plano, operando con apoyo del Mayo».

El Chapo apareció realmente por primera vez en el radar de Estados Unidos en 1987, cuando los testimonios de criminales convertidos en testigos en una corte estadounidense declararon bajo juramento que él era el líder de su organización. Una acusación emitida en Arizona afirmaba que en siete meses entre el 19 de octubre de 1987 y el 18 de mayo de 1990, El Chapo había planeado la entrega de 2 mil 86 kilos de marihuana y 4 mil 764 kilos de cocaína en Arizona y California. Más tarde El Chapo supuestamente intentaría transportar las ganancias —1.5 millones de dólares en efectivo— de regreso a Sinaloa.

Otra acusación indicó que el grupo del Chapo había importado 35 toneladas de cocaína y «una cantidad no especificada de marihuana» hacia Estados Unidos durante un periodo de tres años, y había obtenido ganancias por 100 mil dólares, que «regresaron íntegras a las arcas de la organización en México». Su método de contrabando era simple: la cocaína se colocaba en los fondos falsos de dos tráileres, que llevarían las drogas a una bodega en Tucson, Arizona. De ahí, la mercancía sería distribuida por sus contrapartes estadounidenses.

Esa fue la primera vez que se mencionó que El Chapo estaba a cargo de algo. A los agentes de la DEA encargados de monitorearlo les fue quedando claro que estaba «madurando». Estaba mostrando que era innovador, y que definitivamente no había que subestimarlo.

En efecto, El Chapo se había hecho cargo del corredor de contrabando entre Tecate y San Luis Colorado, justo al norte de Sinaloa, y entre Tijuana y Ciudad Juárez. Como los otros capos, estaba utilizando principalmente rutas terrestres para llevar sus drogas al otro lado de la frontera, complementadas con algunos vuelos de aviones ligeros. Esta era la estrategia más común: al mantener las cantidades de drogas relativamente pequeñas, los traficantes minimizaban el riesgo de ser arrestados o perder la mercancía. Era lo que los agentes llamaban «estrategia de a poco», pero funcionaba.

Sin embargo, era lenta y laboriosa. Los vehículos eran detenidos en los puestos de revisión y los aviones siempre eran riesgosos. Los hermanos Caro Quintero incluso estaban recurriendo a caballos y porteadores humanos (a menudo migrantes ilegales) para contrabandear a través del desierto que se extiende desde San Luis Río Colorado hasta Agua Prieta.

Sin embargo, El Chapo se estaba volviendo más creativo. En Tecate fueron decomisadas mil 400 latas de chiles jalapeños; estaban llenas de 7.3 toneladas de cocaína. El señor de las drogas había construido una red en Los Angeles a través de la cual podía ocultar y traficar las drogas. La DEA arrestó a un traficante de Los Ángeles, José Reynoso González. Él y sus hermanos eran dueños de Cotija Cheese and Tía Anita foods, y distribuían productos enlatados La Comadre, la pantalla perfecta para las entregas de cocaína del Chapo.

El Chapo también estaba contrabandeando drogas al otro lado de la frontera en carros de ferrocarril que transportaban aceite de cocina, y rollos de malla de gallinero con compartimientos de fibra de vidrio ocultos. Su gente estableció bodegas desde California hasta Nueva Jersey para almacenar la mercancía una vez que ésta llegaba. El Chapo también contrabandeaba drogas en el interior de carrostanque de petróleo.

Pero eso nada más era la punta del iceberg. Como quería más y más rápido, El Chapo empezó a construir túneles.

A principios de mayo de 1990, agentes de la Aduana de Estados Unidos cerca de la frontera Arizona-Sonora recibieron información acerca de actividades sospechosas en una bodega en Douglas, Arizona. Los agentes siguieron un camión desde ese sitio hasta un conjunto de granjas en Queen Creek, a más de 160 kilómetros de distancia, y se pusieron a vigilar. Durante los siguientes dos días no vieron gran cosa, con excepción de «flashes» en el interior de uno de los edificios. Pensaron que era una soldadora o un soplete. Era suficientemente sospechoso como para conseguir una orden de cateo. El 11 de mayo revisaron el complejo de Queen Creek, y descubrieron un compartimiento falso en la cama del camión que habían seguido. Hallaron 923 kilos de cocaína en cajas almacenadas en el interior de las construcciones de las granjas.

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