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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (6 page)

BOOK: El último teorema
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Cuando la furgoneta del templo lo dejó en la universidad, Ranjit se dirigió de inmediato a la habitación de su amigo. Al llamar a la puerta, se sonrió pensando que sería divertido hacérselo saber. Sin embargo, le fue imposible, porque Gamini no estaba. No dudó en despertar al conserje nocturno, quien, adormilado, lo informó de que el señor Bandara había abandonado la residencia dos días antes. ¿Para visitar la casa de su familia en Fort? No, no: para viajar a Londres, capital de Inglaterra, en donde tenía planes de completar sus estudios.

Cuando, al fin, llegó a su propia habitación, topó con que lo aguardaba una carta que le había dejado Gamini para comunicarle lo que él ya sabía: que habían adelantado unos días su vuelo al Reino Unido; que iba a tomarlo, y que lo echaría de menos.

Aquélla no fue la única desilusión de Ranjit, pues si bien podía entender que el personal del templo no hubiese querido molestar a su padre a su llegada a tan altas horas de la noche, no le parecía tan normal que él tampoco hubiera querido molestarse siquiera en ir a verlo en los cinco días que había estado alojado en el edificio que dirigía.

Al ir a apagar la luz que tenía al lado de la cama, pensó que resultaba casi cómico que no lo hubiese perdonado por la estrecha relación que lo unía a Gamini Bandara cuando, en realidad, éste se encontraba a nueve mil kilómetros de distancia. Había perdido a sus dos seres más queridos, y se preguntaba qué iba a hacer con su vida en adelante.

* * *

En aquel momento estaba teniendo lugar otro acontecimiento de relieve más, aunque ni él ni ningún otro ser humano tenían noticia de ello. Ocurrió a muchos años luz, en las inmediaciones de una estrella que los astrónomos de la Tierra conocían sólo por los números correspondientes a su ascensión recta y su declinación. Uno de los colosales hemisferios de protones en expansión, procedente tal vez de Eniwetok, o debido acaso a una de las monstruosas bombas de los soviéticos, llegó, al fin, al lugar en que sus pulsaciones dieron origen a una decisión que iba a resultar fatídica para los terrícolas. Aquellas señales habían alarmado a ciertos sabios eminentísimos (o a uno de ellos, pues su naturaleza hacía difícil determinar el modo como habrían de llamarse con propiedad) que habitaban (si no todos, sí cierta fracción de ellos) un remolino de riachuelos de materia oscura de aquella parte de la galaxia.

Una vez alertados, aquellos pensantes, a los que se conocía como
los grandes de la galaxia
, elaboraron todo un abanico de contingencias imaginables, y la muestra que resultó de ello fue a coincidir con sus peores suposiciones. Aquellos seres albergaban muchos planes y objetivos, aunque los humanos de la Tierra apenas habrían sido capaces de comprender un puñado de ellos. Una de sus ocupaciones principales consistía en observar el funcionamiento de las leyes físicas naturales de la galaxia. Los terrícolas también lo hacían, pero en tanto que su intención era la de tratar de entenderlas, los grandes de la galaxia pretendían, por encima de todo, asegurarse de que no hacía falta cambiar dichas leyes. Además, tenían otros intereses aún más recónditos. Aun así, uno de ellos, cuando menos, sí podía exponerse de un modo sencillo: «Preservar a los inofensivos —sería una traducción aproximada—, poner en cuarentena a los peligrosos y destruir a los perniciosos, siempre después de haber guardado una muestra en un lugar seguro».

Aquello era, precisamente, lo que preocupaba a los grandes de la galaxia en aquel momento: las especies que desarrollaban armamento de cualquier género eran muy propensas a ponerlo a prueba con otras especies, y ellos no podían consentir algo así. En consecuencia, y por decisión unánime (que era el modo de acuerdo al que llegaban en todo caso), cursaron una serie de órdenes a una de las razas a las que habían convertido en satélites suyos de forma más reciente, pero que era, a la vez, la más útil de todas: la de los eneápodos. Las instrucciones emitidas constaban de dos partes. La primera consistía en preparar un mensaje de radio para la Tierra, en cada uno de los varios miles de lenguas y dialectos de dicho planeta que se emplearan en las comunicaciones que pudiesen recoger e interpretar sus expertos por haberse emitido de forma electrónica. El mensaje debía decir, en definitiva, algo como: «Depongan su actitud». (Los eneápodos destacaban precisamente en idiomas, y esta característica no era nada frecuente entre las razas satélites de los grandes de la galaxia, quienes preferían no animar a los miembros de unas a hablar con los de otras.)

La segunda parte les instaba a seguir vigilando de cerca la Tierra como hasta entonces, y aun con más celo. Un observador ajeno tal vez habría considerado curioso el hecho de que los grandes de la galaxia otorgasen tamaña responsabilidad a una especie de cuyos servicios, al cabo, llevaban relativamente poco tiempo sirviéndose. Sin embargo, ya habían dispuesto de ellos en otras empresas durante el puñado de milenios que había transcurrido desde que habían añadido la suya a la lista de especies satélites, y habían tenido oportunidad de observar la persistencia, la curiosidad y la minuciosidad que desplegaban a la hora de desempeñar sus cometidos. Y a los grandes de la galaxia, que tenían en gran estima cualidades como aquéllas, no se les pasó por la cabeza que los eneápodos podían poseer, además, cierto sentido del humor.

CAPÍTULO III

La aventura

del desciframiento de códigos

E
ntre el final del primer año académico de Ranjit y el principio del segundo hubo casi dos meses de vacaciones estivales. Semejante ajuste del calendario seguía teniéndose por un experimento por demás radical en un sector nutrido del profesorado universitario. Hasta la fecha, no se había permitido la interrupción de las clases durante el verano por la sencilla razón de que, al hallarse Sri Lanka tan cerca del ecuador, jamás había tenido estaciones. Sin embargo, tras algunos años de tensión estudiantil, y después de comprobar que los jóvenes de edad universitaria necesitaban desconectar de la disciplina docente de cuando en cuando, las autoridades competentes habían optado por ensayar las prácticas académicas occidentales.

Ranjit no pudo acoger con entusiasmo aquel tanteo, pues, estando ausente Gamini, no tenía nadie con quien compartirlo, y además, las noticias internacionales seguían siendo poco prometedoras. Lo peor de todo era que, durante un tiempo, había dado la impresión de que mejoraba la situación. Las grandes potencias se habían comprometido a reunirse para poner fin a algunas de las devastadoras guerras menores que azotaban el planeta; pero, a pesar de lo lisonjero de tal proyecto, su puesta en práctica se vio frustrada desde la elección misma del lugar en que debía celebrarse el encuentro. Rusia propuso la ciudad ucraniana de Kiev, aunque, a la hora de votar, perdió por dos votos a uno. China ofreció entonces Ciudad Ho Chi Minh, en Vietnam, pero se rechazó la oferta por idéntico margen; y otro tanto ocurrió con la idea estadounidense de emplear la población canadiense de Vancouver. Después de aquello, los representantes chinos abandonaron el edificio de la ONU hechos unos basiliscos, y declararon que las potencias occidentales realmente no tenían ningún interés en alcanzar la paz mundial. Sin embargo, esperando semejante reacción, Estados Unidos y Rusia ya habían hecho sus propios planes por si ocurría. Así, presentaron una serie de declaraciones conjuntas en las que lamentaron que China no hubiese sabido supeditar su arrogancia nacional a las necesidades de paz, y anunciaron su intención de dejar a un lado las diferencias irreconciliables que, según habían reconocido en numerosas ocasiones, los separaban a fin de convertir la cumbre en un hecho sin la presencia de China.

Eligieron como escenario la ciudad sueca de Estocolmo, la hermosa Venecia nórdica, y a punto estuvieron de lograr su objetivo. Convinieron en la necesidad urgente de poner freno inmediato al conflicto entre Israel y los palestinos; entre los fragmentos islámicos y los cristianos de lo que en otro tiempo había sido Yugoslavia; entre Ecuador y Colombia…, y en general, entre cada par de naciones que estuviesen haciéndose guerra, declarada o no, en cualquier parte del orbe. Había candidatos de sobra, y nadie dudaba de que unos cuantos cohetes lanzados al lugar adecuado habrían obligado a cualquiera de ellos a deponer las armas. Los estadounidenses y los rusos coincidían en que tal empresa era pan comido para ellos, en calidad de matones más temibles del barrio; pero había algo en lo que no lograban ponerse de acuerdo, y era a cuál de los contendientes de cada uno de los pares mencionados debían lanzar sus proyectiles.

* * *

Ranjit Subramanian decidió hacer cuanto pudiese por vivir ajeno a todas aquellas cosas, pues le estaban echando a perder el verano, un tiempo precioso que, al no hallarse sometido a programa alguno, le permitía hacer lo que se le antojara. De hecho, tenía muy claro a qué lo iba a dedicar; pero cuando consiguió atrapar al doctor Christopher Dabare en su despacho, el profesor de matemáticas se sintió ofendido.

—Si no le he permitido usar mi clave de acceso durante el año académico, ¿qué le ha hecho concebir la idea descabellada de que voy a permitírselo mientras estoy en Kuwait?

—¿En Kuwait?

—Sí, en Kuwait, en donde me contratan cada año para dar clases de verano a los hijos de los jeques del petróleo, a cambio, por cierto, de una remuneración bastante más jugosa que la que recibo aquí por tratar de meter en la mollera de estudiantes como usted los principios matemáticos más rudimentarios.

A esto, Ranjit no pudo sino responder, tras pensar con rapidez:

—¡Vaya! Lo siento: no sabía que fuese a estar fuera. Que tenga buen viaje.

Y dicho esto, salió en busca del ordenador más cercano. Si aquel dichoso doctor Dabare no pensaba confiarle su contraseña, tendría que recurrir a otras posibilidades, y en particular a las que se presentaban en caso de que un docente decidiera viajar a un par de miles de kilómetros con el objetivo de hacerse de oro, de las cuales pensaba aprovecharse gracias al plan que había concebido de inmediato.

El primer paso que debía dar era sencillo: la universidad disponía de una breve biografía archivada de cada uno de cuantos la componían, y Ranjit apenas necesitó unos instantes para hacerse con la de Dabare. Diez minutos después, se alejaba de allí guardándose en un bolsillo la copia impresa de los sustanciosos datos preliminares con que echar a andar su proyecto: la fecha de nacimiento del profesor, la extensión telefónica de su despacho, su dirección de correo electrónico, su pasaporte, el nombre de su esposa (y de los padres de ella), el de sus padres y aun el de su abuelo paterno, al que habían incluido en la reseña por haber sido alcalde de cierto municipio del sur. También llevaba apuntado el nombre por el que atendía su terrier Jack Russell,
Millie
, y la dirección de la casa que tenía en la costa de Uppuveli. Ahí no acababa todo, y lo más seguro es que ni siquiera bastase con eso; pero sin duda constituía una buena porción de datos para empezar.

La pregunta que quedaba por resolver era dónde encontrar un lugar en el que ejecutar las aplicaciones adecuadas. Era evidente que no iba a poder servirse de ninguno de los terminales que solía emplear para hacer sus trabajos académicos, pues estaban demasiado expuestos al público. Sabía muy bien que, una vez que acabase de programarlo, el ordenador iba a necesitar un tiempo considerable para efectuar las combinaciones y permutaciones deseadas, y no quería que nadie de cuantos pasasen por allí llegara a preguntarse en qué debía de estar ocupado aquel aparato.

¡Sí que había un sitio ideal! ¡El que habían descubierto Gamini y él en la Facultad de Derecho Indígena sin acabar! Sin embargo, al llegar allí se llevó un buen sobresalto. Utilizó el camino que acostumbraba hacer con su amigo, su atajo, y se alegró de comprobar que los dos ordenadores seguían allí y arrancaban a funcionar al pulsar el botón de encendido. Pero también percibió una música distante, del género de basura de moda muy poco melódica que tanto odiaban los dos, y cuando se asomó al recibidor se encontró nada menos que con la recepcionista, una mujer mayor algo metida en carnes que se preparaba una taza de té para llevarse con una publicación sensacionalista en la mano. Como si tuviese el oído de un murciélago, alzó la mirada y la dirigió hacia el lugar en que se había agazapado el joven.

—¿Hola? —preguntó—. ¿Hay alguien ahí?

Ranjit pensó por unos instantes que tendría que buscar otro sitio para sus intrigas informáticas, aunque luego resultó que la recepcionista no tenía por uno de sus cometidos el de velar por la seguridad del edificio. Se presentó como la señora Wanniarachchi, y él, desplegando no poca imaginación, dijo llamarse Sumil Bandaranaga. Ella se mostró feliz de tener compañía entre las estanterías de aquel lugar apartado. Dio por supuesto que el señor Bandaranaga debía de tener, cuando menos, una optativa de religión comparada, y él le aseguró que así era. Y ahí quedó todo: la señora Wanniarachchi se despidió con un gesto amistoso y volvió a sumergirse en la lectura de sus chismes, y Ranjit pudo disfrutar de la libertad que le ofrecía aquella biblioteca.

Todo seguía igual: los dos terminales estaban allí, listos para usarse, y a Ranjit apenas le costó poner en marcha su programa e introducir los retazos de información que había ido reuniendo. Cuando se dispuso a marcharse, la mujer de la recepción, de pie ya y a punto de ponerse el chubasquero, le preguntó en tono distraído:

—Lo ha apagado todo, ¿verdad?

—Claro que sí —le aseguró él. Lo cierto era que no, aunque el ordenador se apagaría una vez que hubiera dado con la contraseña que estaba buscando el joven, o si se veía incapaz de generarla a partir de los datos que le había suministrado. Por la mañana, podría volver a por los resultados.

* * *

Tal como había temido, no había nada: el programa no había tenido suficiente información para completar su tarea. Sin embargo, a esas alturas ya tenía más detalles con que alimentarlo, pues aquella noche había pasado una hora revisando, disfrazado de trapero, la basura que había sacado la familia del doctor Dabare para quienes tenían de veras por oficio recoger cuanto desechaban los demás. Casi todo lo que encontró fueron cosas sin ningún valor pero desagradables al olfato; aunque también dio con varias docenas de hojas de papel de no poco interés: extractos de cuentas de diversos establecimientos y proveedores, ofertas de viajes, alquiler de coches y préstamos en línea, y lo mejor de todo: un puñado generoso de cartas personales. Por desgracia, la mayor parte estaba escrita en alemán, lengua oficial del país en que había cursado estudios de posgrado y que a él le resultaba tan ininteligible como el esquimal-aleutiano o el iroqués. Aun así, tomó, de las que estaban redactadas en inglés o cingalés, el número de su permiso de conducción, su altura exacta en centímetros y la clave de su tarjeta de crédito. Esto lo llevó a preguntarse si no sería justo hacerse con unas mil rupias por todas las molestias que le estaba causando Danbare, aunque llegó a la conclusión de que no lo sería: un acto semejante era execrable e ilegal; aun así, resultaba divertido pensar en ello.

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