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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (88 page)

BOOK: El valle de los caballos
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Al acercarse a lo alto del sendero, Ayla se sobresaltó al observar un movimiento rápido de color tostado.

–¡Quédate ahí! –gritó Jondalar–. ¡Quédate ahí, Ayla! ¡Es un león cavernario!

Él estaba delante de la entrada de la caverna, lanza en ristre y se preparaba a arrojarla hacia un enorme felino agazapado, a punto de brincar, con un gruñido retumbándole en la garganta.

–¡No, Jondalar! –gritó Ayla, interponiéndose entre ambos a todo correr–. ¡No!

–¡Quítate, Ayla! ¡Oh, Madre, detenla! –gritó el hombre cuando saltó frente a él, en la trayectoria del león que se abalanzaba.

La mujer hizo una señal rápida, imperiosa, y en el lenguaje gutural del Clan gritó: «¡Ya!» .

El enorme león cavernario de melena rojiza, con un retorcimiento del cuerpo, cortó en seco el brinco y cayó a los pies de la mujer. Entonces frotó su enorme cabeza contra la pierna de ella; Jondalar se quedó estupefacto.

–¡Bebé, oh, Bebé! Has vuelto –decía Ayla con gestos, y sin vacilar, sin ningún temor, abrazó el enorme cuello del león.

Bebé la derribó con toda la suavidad de que era capaz, y Jondalar los contemplaba, boquiabierto, mientras el león cavernario más grande que viera en toda su vida enlazaba a la mujer entre sus patas delanteras en lo más parecido a un abrazo que, según él, pudiera dar un león. El felino lamió lágrimas saladas del rostro de la mujer con una lengua que lo raspaba hasta dejarlo en carne viva.

–Basta, Bebé –dijo Ayla, sentándose–, no me va a quedar cara.

Encontró los puntos clave detrás de las orejas y alrededor de la melena donde le gustaba que lo rascaran. Bebé se puso panza arriba para que su barbilla gozara de las caricias, con un retumbante gruñido de satisfacción.

–No creí que volvería a verte, Bebé –dijo cuando se cansó, y el felino se volvió. Estaba más grande de lo que ella recordaba, y aunque algo delgado, parecía saludable. Tenía cicatrices que ella no le conocía, y pensó que tal vez estuviera luchando por un territorio, y ganando. Eso la llenó de orgullo. Entonces Bebé volvió a fijarse en Jondalar y gruñó amenazadoramente–. ¡No le mires así! Es el hombre que me trajiste. Tú tienes una compañera..., supongo que ya tendrás varias –el león se puso en pie, dio la espalda al hombre y se dirigió a los bisontes–. ¿Te parece bien si le damos uno? –preguntó a Jondalar–. La verdad es que tenemos de sobra.

Él seguía con la lanza en ristre, en pie a la entrada de la cueva, atónito. Trató de contestar, pero sólo le salió un graznido. Entonces recobró el habla.

–¿Que si está bien? ¿Me preguntas que si está bien? Dale los dos. ¡Dale todo lo que quiera!

–Bebé no necesita los dos –y Ayla empleó la palabra del nombre en la lengua que Jondalar ignoraba, pero adivinó que era un nombre–. ¡No, Bebé! No te lleves la ternera –dijo entre sonidos y gestos que el hombre no percibía aún como una lengua, pero que provocó su estupefacción cuando Ayla apartó el bisonte y empujó al león hacia el otro. El enorme felino clavó los dientes en el cuello cortado del toro joven y lo arrastró desde la orilla; entonces, sujetándolo mejor, echó a andar por el sendero abajo–. Enseguida regreso, Jondalar –dijo–. Tal vez estén Whinney y el potro ahí abajo, y no quiero que Bebé asuste al potro.

Jondalar observó a la mujer que seguía al león hasta que se perdieron de vista. Aparecieron de nuevo en el valle, junto a la pared, y Ayla caminaba tranquilamente al lado del león que arrastraba el bisonte bajo su cuerpo y entre sus patas.

Cuando llegaron al bloque de roca, Ayla se detuvo y abrazó de nuevo al león. Bebé soltó el bisonte y Jondalar meneó incrédulamente la cabeza cuando vio que la mujer montaba sobre el lomo del feroz depredador. Alzó un brazo y lo dirigió hacia el frente, agarrándose a la melena rojiza mientras el descomunal felino saltaba hacia delante. Corrió con su tremenda velocidad, Ayla se asía fuertemente con la larga cabellera flotando tras ella. Al poco rato el león fue perdiendo velocidad y regresó a la roca.

Volvió a coger al joven bisonte y lo arrastró por el valle. Ayla se quedó junto a la roca, viéndolo alejarse. Muy lejos ya, el león volvió a soltar el bisonte; comenzó a dar una serie de gruñidos, su habitual hnga, hnga, que terminó por convertirse en un rugido tan fuerte que estremeció a Jondalar hasta los huesos.

Cuando desapareció el león cavernario, Jondalar respiró hondo y se recostó contra la muralla, sintiéndose débil. Estaba pasmado y un poco temeroso. «¿Qué es esta mujer?», pensó. «¿Cuál es su tipo de magia? Las aves, pase. Incluso los caballos. Pero ¿un león cavernario?, ¿el más grande que he visto en toda mi vida?

»¿Será una... donii? ¿Quién sino la Madre podría obligar a los animales a someterse a su voluntad? ¿Y sus poderes curativos? ¿O su capacidad fenomenal para hablar tan bien en tan poco tiempo?» A pesar de su acento algo insólito, había aprendido la mayor parte de su mamutoi y palabras de sharamudoi. ¿Sería una manifestación de la Madre?

La oyó acercarse por el sendero y experimentó un estremecimiento de temor. Casi esperaba oírla declarar que era la Gran Madre Tierra en persona, y se lo habría creído. En cambio, vio una mujer con la cabellera en desorden y lágrimas corriéndole por el rostro.

–¿Qué ocurre? –le preguntó, al sobreponerse la ternura a sus temores imaginarios.

–¿Por qué pierdo a mis bebés? –preguntó entre sollozos.

Jondalar palideció: sus bebés. Aquel león ¿era su bebé? Con un sobresalto se imaginó a la Madre llorando, la Madre de todos.

–¿Tus bebés?

–Primero Durc, y ahora Bebé.

–¿Es el nombre del león?

–¿Bebé? Significa pequeñito, nene –contestó, tratando de traducir.

–¡Pequeñito! –resopló Jondalar–. Es el león cavernario más grande que he visto en mi vida.

–Ya sé –una sonrisa de orgullo maternal brilló entre las lágrimas de Ayla–. Siempre me aseguré de que tuviera comida suficiente, no como los cachorros de las familias de leones. Pero cuando lo encontré era pequeñito. Lo llamé Bebé y nunca pude ponerle otro nombre.

–¿Lo encontraste? –preguntó Jondalar, vacilante aún.

–Lo habían dejado por muerto. Creo que un ciervo lo pisoteó. Yo estaba acosando a los ciervos hacia mi zanja. Brun solía permitirme que llevara animalitos a la caverna, a veces, si estaban lastimados y necesitaban cuidados. Pero nunca carnívoros. No iba a recoger al cachorro de león cavernario, pero las hienas fueron por él. Las espanté con la honda y lo traje.

Los ojos de Ayla adquirieron una mirada lejana y su boca se torció en una sonrisa sesgada.

–Bebé era tan gracioso de pequeño, siempre me hacía reír. Pero pasé mucho tiempo cazando para él hasta el segundo invierno, cuando aprendimos a cazar juntos. Los tres: también Whinney. No había vuelto a ver a Bebé desde... –de repente recordó cuándo–. Oh, Jondalar, ¡cuánto lo siento! Bebé es el león que mató a tu hermano. De haber sido otro león, no habría podido arrebatarte de sus garras.

–¡Eres una donii! –exclamó Jondalar–. Te vi en mi sueño. Creí que una donii había venido para llevarme al otro mundo, pero en cambio obligó al león a alejarse.

–Sin duda recobraste el conocimiento un instante, Jondalar. Entonces, cuando te cambié de postura, probablemente te desvaneciste por el dolor. Tenía que apartarte de allí a toda prisa. Sabía que Bebé no me haría daño; a veces es un poco rudo, pero sin querer. No lo puede remediar. Pero yo no sabía cuándo regresaría la leona.

El hombre movía la cabeza, incrédulo y maravillado.

–¿Realmente cazaste con ese león?

–No había otro medio para alimentarlo. Al principio, antes de que pudiera matar, derribaba un animal y yo corría montada en Whinney y lo remataba con la lanza. Entonces yo no sabía que se arrojaban las lanzas. Cuando Bebé fue suficientemente grande para matar, a veces yo cogía un trozo de carne antes de que se pusiera a masticar, o quería aprovechar la piel...

–De manera que lo empujabas, como con ese bisonte. ¿No sabes lo peligroso que es quitarle la carne a un león? He visto a uno que mató a su propio cachorro por eso.

–También yo. Pero Bebé es diferente, Jondalar. No fue criado en una familia de leones. Creció aquí, con Whinney y conmigo; cazamos juntos..., está acostumbrado a compartir conmigo. Pero me alegro de que encontrara una leona, así podrá vivir como un león. Whinney se fue algún tiempo con una manada, pero no fue feliz y regresó... –Ayla sacudió la cabeza y bajó la mirada–. No es cierto. Quiero creerlo. Creo que fue feliz con su manada y su semental. Yo no era feliz sin ella. Me alegró mucho que aceptara regresar conmigo después de que murió su semental.

Ayla recogió el manto sucio y se metió en la caverna. Jondalar, dándose cuenta de que seguía sosteniendo la lanza, la apoyó contra la muralla y entró también. Ayla estaba pensativa. El retorno de Bebé había despertado en ella infinidad de recuerdos. Miró el trozo de bisonte que estaba asándose, dio vuelta al espetón y atizó el fuego. Entonces, del vasto estómago de onagro que colgaba de un poste, echó agua en un canasto-olla, y puso al fuego unas cuantas piedras para que se calentaran.

Jondalar se limitaba a obsevarla, pasmado aún por la visita del león cavernario. Ya había sido suficiente sobresalto ver al león brincar sobre el saliente, pero la manera en que Ayla se había puesto delante, deteniendo al impresionante depredador..., nadie se lo creería.

Mientras la miraba, tuvo la sensación de que había algo diferente en ella. Recordó la primera vez que la había visto con el cabello suelto, dorado y brillando al sol. Había subido desde la playa y él la había visto, toda ella, por vez primera, con el cabello suelto y aquel cuerpo magnífico.

–Me ha alegrado ver de nuevo a Bebé. Esos bisontes estaban quizá en su territorio. Olió la sangre y nos siguió la pista. Se sorprendió al verte. No sé si te recordaría. ¿Cómo quedaste atrapado en ese cañón ciego?

–¿Có...? Lo siento, no te escuchaba.

–Me preguntaba cómo tu hermano y tú os dejasteis atrapar en ese cañón con Bebé –repitió, levantando la vista. Unos luminosos ojos color de violeta la estaban mirando y le hicieron subir el calor a la cara.

Jondalar hizo un esfuerzo para pensar en la pregunta.

–Estábamos acechando un ciervo; Thonolan lo mató, pero una leona había estado persiguiéndolo y se lo llevó arrastrando. Pero Thonolan fue tras ella. Le dije que se lo dejara, y no quiso escuchar. Vimos que la leona entraba en la cueva y después se marchaba. Thonolan pensó que podría recuperar la lanza y algo de carne antes de que volviera. El león tenía otras ideas –Jondalar cerró los ojos un momento–. No se lo puedo reprochar. Fue una tontería seguir a la leona, pero no pude detenerle. Siempre fue temerario, pero después de la muerte de Jetamio, fue algo más que temerario: quería morir. Supongo que tampoco yo debí haberle seguido.

Ayla sabía que seguía sufriendo por la pérdida de su hermano, y cambió de tema.

–No he visto a Whinney. Debe de andar por la estepa con Corredor. Últimamente anda mucho por ahí. La forma en que pusiste las correas en la cabeza de Corredor funcionó bien, pero no sé si era necesario tenerlo atado a Whinney.

–La cuerda era demasiado larga. No pensé que se pudiera trabar en un arbusto. Pero quedaron sujetos los dos. Habría que tenerlo presente, para cuando quieras que se queden quietos en alguna parte. Por lo menos Corredor. ¿Hace siempre Whinney lo que quieres tú?

–Supongo que sí, pero es más bien lo que ella quiere. Sabe lo que yo quiero y lo hace. Bebé sólo me lleva adonde él quiere, pero va tan aprisa... –sus ojos echaron chispas al recordar su reciente cabalgada. Siempre resultaba emocionante montar al león.

Jondalar recordó cómo se asía al lomo del león cavernario, sus cabellos, más dorados que la melena rojiza, flotando al viento. Al verla había tenido miedo por ella, pero era excitante... como ella misma. Tan salvaje y libre, tan bella...

–Eres una mujer excitante, Ayla –dijo; y su mirada confirmaba su convencimiento.

–¿Excitante? Excitante es... el lanzavenablos o cabalgar velozmente montando a Whinney... o Bebé, ¿no es cierto? –estaba confundida.

–Cierto. Y también lo es Ayla para mí... y bella.

–Jondalar, estás bromeando. Una flor es bella o también el cielo cuando el sol se pone en el horizonte. Yo no soy bella.

–¿No puede ser bella una mujer?

Ella se apartó de la intensidad de su mirada.

–Yo..., yo no sé. Pero yo no soy bella. Soy grande y fea.

Jondalar se puso de pie, la cogió de la mano y la hizo incorporarse.

–Veamos, ¿quién es más alto?

Era irresistible, allí tan cerca de ella. Vio que se había vuelto a afeitar. Los pelitos de la barba sólo se veían de cerca. Sintió deseos de tocar su rostro suave y áspero a la vez, y los ojos que la miraban le hacían sentir como si pudieran penetrar dentro de ella.

–Tú –dijo dulcemente.

–Entonces no eres demasiado alta, ¿verdad? Y no eres fea, Ayla –sonrió, pero ella sólo vio la sonrisa en sus ojos–. Es gracioso, pero la mujer más bella que he visto en mi vida cree que es fea.

Ayla oía, pero estaba demasiado hundida en los ojos que la retenían, demasiado conmovida por la respuesta de su cuerpo, para fijarse en las palabras. Lo vio acercarse más, inclinándose, poner sus labios sobre los de ella, rodearla con sus brazos y pegarla a su cuerpo.

–Jondalar –suspiró–, me gusta ese boca a boca.

–Beso –dijo él–. Creo que ya es hora, Ayla –la cogió de la mano y se la llevó hacia la cama cubierta de pieles.

–¿Ahora?

–Los Primeros Ritos –explicó.

Se sentaron en las pieles.

–¿Qué clase de ceremonia es?

–Es la ceremonia que hace a la mujer. No puedo decírtelo todo al respecto. Las mujeres más viejas le explican a la muchacha lo que debe esperar y que puede doler, pero que es necesario para abrir el paso que la convierta en mujer. Escogen al hombre que lo hará. Los hombres desean ser escogidos, pero tienen miedo.

–¿Por qué tienen miedo?

–Tienen miedo de lastimar a la mujer, miedo de ser torpes, miedo de que no se levante su hacedor de mujeres.

–¿Eso significa el órgano del hombre? ¡Tiene tantos nombres!

Jondalar recordó todos los nombres, muchos de ellos vulgares o humorísticos.

–Sí, tiene muchos nombres.

–¿Y cómo se llama realmente?

–Supongo que virilidad –dijo, después de pensarlo un instante–, lo mismo que para un hombre, pero «hacedor de mujeres» es otro.

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