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Authors: Ken Follett

El valle de los leones (6 page)

BOOK: El valle de los leones
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—¡No sigas! —interrumpió ella. Jean-Pierre podía seguir durante horas con su enumeración—. Tienen que tener autobuses y taxis.

—No en el campo. Yo iré a una región llamada el Valle de los Cinco Leones, un refugio de los rebeldes situado al pie del Himalaya. Un lugar primitivo aún antes de que los rusos lo bombardearan.

Jane estaba completamente segura de que podría vivir feliz y contenta sin cañerías, ni lápices de labios, ni informes meteorológicos. Sospechaba que aún estando fuera de la zona de combate, Jean-Pierre subestimaba los peligros; pero de alguna manera, eso no la amedrentaba. Su madre se pondría histérica, por supuesto. En cambio su padre, de estar todavía vivo, le hubiera dicho: Buena suerte, Janey. El comprendía la importancia de hacer algo que valiera la pena con la vida de uno. Aunque había sido un médico excelente, nunca ganó dinero porque donde fuera que vivieran: Nassau, El Cairo, Singapur, pero sobre todo Rhodesia, siempre atendía gratuitamente a los pobres que acudían a él en verdadera multitud y que alejaban a los pacientes que estaban en condiciones de pagarles honorarios.

Sus pensamientos se interrumpieron al oír pasos en la escalera. Notó que apenas había leído unas pocas líneas del artículo. Inclinó la cabeza, escuchando. No parecían los pasos de Ellis. Sin embargo, alguien llamó a la puerta.

Jane dejó el periódico y abrió. Se topó con Jean-Pierre. El estaba sorprendido como ella. Durante un instante, se miraron en silencio.

—Tienes expresión de sentirte culpable. ¿Yo también? —preguntó ella.

—Sí —contestó él, y sonrió.

—Estaba pensando en ti. Pasa.

Jean-Pierre entró y miró a su alrededor.

—¿Ellis no está?

—Lo espero de un momento a otro. Siéntate.

Jean-Pierre se instaló en el sofá. Jane pensó, y no por primera vez, que posiblemente fuese el hombre más apuesto que había conocido en su vida. Sus facciones eran perfectamente regulares, con la frente alta, nariz fuerte y bastante aristocrática, ojos pardos y una boca sensual, parcialmente oculta por una barba espesa y un bigote con algunos destellos rojizos. Usaba ropa barata pero cuidadosamente elegida, y la lucía con una elegancia displicente que Jane envidiaba.

Jean-Pierre le gustaba mucho. Su gran defecto era que tenía un alto concepto de sí mismo; pero hasta en eso era tan ingenuo que resultaba cautivador como un chiquillo jactancioso. Le gustaban su idealismo y su dedicación a la medicina. Poseía un enorme encanto. También tenía una imaginación portentosa que a veces resultaba cómica: cualquier absurdo, tal vez un simple desliz del lenguaje, lo llevaba a lanzarse a un monólogo imaginativo que podía durar diez o quince minutos. Cuando en una ocasión alguien citó un comentario de Jean-Paul Sartre sobre un futbolista, Jean-Pierre se lanzó espontáneamente a hacer el comentario de un partido de fútbol tal como lo podía haber narrado un filósofo existencial. Jane rió hasta las lágrimas. La gente afirmaba que la alegría de Jean-Pierre tenía su reverso, negros estados de ánimo, de depresión, pero Jane jamás tuvo evidencia de eso.

—Bebe un poco del vino de Ellis —dijo tomando la botella que estaba sobre la mesa.

—No, gracias.

—¿Te estás preparando para vivir en un país musulmán?

—No exactamente.

Tenía un aspecto muy solemne.

—¿Qué te pasa? —preguntó ella.

—Necesito hablar muy seriamente contigo —contestó él.

—Hace tres días ya mantuvimos esa charla, ¿no lo recuerdas? —preguntó ella con ligereza—. Me pediste que abandonara al tipo con quien salgo para ir a Afganistán contigo, una propuesta que pocas chicas serían capaces de resistir.

—Te pido que hables en serio.

—Muy bien. Todavía no me he decidido.

—Jane. He descubierto una cosa espantosa sobre Ellis.

Ella le dirigió una mirada especulativa. ¿Qué le iría a decir? ¿Inventaría una historia, le diría una mentira con tal de convencerla de que la acompañara? No le creía.

—Bueno, ¿de qué se trata?

—El no es lo que pretende ser —contestó Jean-Pierre.

Hablaba en un tono terriblemente melodramático.

—No es necesario que me hables en tono de enterrador. ¿Qué me quieres decir?

—Que no es un poeta pobre. Trabaja para el gobierno norteamericano.

Jane frunció el entrecejo.

¿Para el gobierno norteamericano? —Su primer pensamiento fue que Jean-Pierre debía de haber entendido mal

—Querrás decir que da clases de inglés a algunos franceses que trabajan para el gobierno de Estados Unidos.

—No me refiero a eso. Se dedica a espiar a los grupos radicales. Es un agente. Trabaja para la CÍA.

Jane lanzó una carcajada.

—¡Qué absurdo eres! ¿Creíste que diciéndome eso conseguirías que lo dejara?

—Es cierto, Jane. ¿No crees que Ellis no puede ser un espía.

—No puede ser cierto. ¡Yo lo sabría! Hace un año que prácticamente vivo con él.

—Pero no vives con él todo el tiempo, ¿verdad?

—¡Eso no importa! Lo conozco.

Aún mientras hablaba, Jane pensaba que eso explicaría muchas cosas. Ella realmente no conocía a Ellis. Pero lo conocía lo suficiente como para saber que no era un tipo bajo, despreciable, traicionero y simplemente malvado,

—Lo sabe todo el mundo —seguía diciendo Jean-Pierre—. Esta mañana arrestaron a Rahmi Coskun y todos dicen que Ellis tuvo la culpa.

—¿Y por qué arrestaron a Rahmi?

Jean-Pierre se encogió de hombros.

—Sin duda por subversivo. De todos modos, Raoul Clermont anda dando vueltas por la ciudad para encontrar a Ellis y alguien quiere vengarse.

—Oh, Jean-Pierre, esto es ridículo –dijo Jane. De repente sintió mucho calor. Se acercó a la ventana y la abrió. Al asomarse a la calle vio la cabeza rubia de Ellis que entraba por la puerta de la calle—. Bueno —dijo, dirigiéndose a Jean-Pierre—. Aquí llega. Ahora tendrás que repetir esta ridícula historia ante él.

Oyó los pasos de Ellis en la escalera.

—Es lo que pienso hacer —contestó Jean-Pierre—. ¿Para qué crees que he venido? Vine a advertirle que lo buscan.

Jane comprendió que Jean-Pierre hablaba con sinceridad: realmente creía en la veracidad de esa historia. Bueno, Ellis en seguida pondría las cosas en su lugar.

La puerta se abrió y entró Ellis.

Parecía sumamente feliz, como si estuviera rebosante de buenas noticias y al ver su cara redonda y sonriente, con su nariz quebrada y sus penetrantes ojos azules, Jane sintió que su corazón se contraía al pensar que había estado flirteando con Jean-Pierre.

Al ver a Jean-Pierre, Ellis se detuvo en el umbral, sorprendido. Su sonrisa perdió parte de su alegría.

—¡Hola a los dos! —saludó. Cerró la puerta a sus espaldas y le echó la llave, como siempre. Jane lo consideraba una excentricidad, pero en ese momento se le ocurrió que era justamente lo que haría un espía. Trató de sacarse el pensamiento de la cabeza.

Jean-Pierre fue el primero en hablar.

—Te están buscando, Ellis. Están enterados de todo. Vienen en tu busca.

Jane miró alternativamente a uno y al otro. Jean-Pierre era más alto que Ellis, en cambio Ellis tenía hombros más anchos y pecho más fuerte. Se quedaron mirándose como dos gatos que se miden antes de una pelea.

Jane rodeó a Ellis con sus brazos y lo besó con aire culpable.

—A Jean-Pierre le han contado una historia absurda y está convencido de que eres un agente de la CÍA.

Jean-Pierre estaba asomado a la ventana, observando la calle. En ese momento se volvió para encararse con él.

—Díselo, Ellis.

—¿De dónde sacaste esa idea? —preguntó Ellis.

—Circula por toda la ciudad.

—¿Y exactamente quién te lo contó a ti? —preguntó Ellis con voz fría como el acero.

—Raoul Clermont.

Ellis asintió. En seguida se dirigió a Jane en inglés.

—¿ Jane, quieres sentarte?

—No tengo ganas de sentarme —contestó ella con irritación.

—Tengo que decirte algo —agregó él.

No podía ser cierto, ¡no era posible! Jane sintió que una sensación de pánico le atenazaba la garganta.

—¡Entonces, dímelo en lugar de pedirme que me siente!

Ellis miró a Jean-Pierre.

—¿Quieres dejarnos solos? —preguntó en francés.

Jane empezó a enfurecerse.

—¿Qué vas a decirme? ¿Por qué no dices simplemente que Jean-Pierre está equivocado? ¡Dime que no eres un espía, Ellis, antes de que me vuelva loca!

—No es tan sencillo —contestó Ellis.

—¡Por supuesto que lo es! —exclamó ella con una nota de histerismo en la voz—. El asegura que eres un espía y que trabajas para el gobierno norteamericano y que desde que nos conocemos me has estado mintiendo, continuamente, traicionera y desvergonzadamente. ¿Es cierto eso? ¿Es cierto o no? ¿Y bien?

Ellis suspiró.

—Supongo que es cierto.

Jane se sintió a punto de estallar.

—¡Cretino! —gritó—. ¡Maldito cretino! ¡Cretino de mierda!

La expresión de Ellis era pétrea.

—Te lo pensaba decir hoy —explicó.

Se oyó una llamada en la puerta. Ambos la ignoraron.

—¡Nos has estado espiando, a mí y a todos mis amigos! —aulló Jane—. ¡Si supieras lo avergonzada que estoy!

—Mi trabajo aquí ha terminado —aseguró Ellis—. Ya no necesito mentirte más.

—No te daré la oportunidad de hacerlo. ¡No quiero verte nunca más!

Volvieron a llamar a la puerta. Y Jean-Pierre dijo en francés:

—Hay alguien en la puerta.

—No puedes decirlo en serio, es imposible que no quieras volver a verme.

—Todavía no comprendes lo que me has hecho, ¿verdad? —preguntó ella.

—¡Por amor de Dios, abran esa maldita puerta! —exclamó Jean-Pierre.

—¡Dios mío! —susurró Jane, acercándose a la puerta y abriéndola bruscamente. Se topó con un individuo grandote, de anchos hombros y chaqueta de dril verde con una manga rasgada. Jane jamás lo había visto antes—. ¿Qué mierda quiere? —preguntó.

Entonces se dio cuenta de que el tipo empuñaba una pistola.

Los segundos siguientes parecieron transcurrir con muchísima lentitud.

Como un relámpago, Jane comprendió que si Jean-Pierre tenía razón y Ellis era un espía, probablemente también la tuviera cuando aseguraba que alguien quería vengarse: y que en el mundo en que Ellis habitaba secretamente, la palabra venganza realmente podía significar una llamada en la puerta y un tipo empuñando una pistola.

Abrió la boca para gritar.

El hombre vaciló durante la fracción de un segundo. Parecía sorprendido, como si no esperara encontrarse con una mujer en el cuarto. Miraba alternativamente a Jane y a Jean-Pierre: sabía que Jean-Pierre no era su víctima. Pero estaba confundido porque no podía ver a Ellis, que estaba oculto por la puerta entreabierta.

En lugar de gritar, Jane trató de cerrar la puerta.

Cuando la empujó hacia el pistolero, el individuo comprendió lo que ella pensaba hacer e introdujo el pie entre la puerta y el marco. La puerta le golpeó el zapato y rebotó. Pero al dar un paso adelante, él había extendido los brazos para no perder el equilibrio y ahora la pistola apuntaba hacia un rincón del techo.

Va a matar a Ellis —pensó Jane—. Va a matar a Ellis.

Se arrojó sobre el pistolero, pegándole en la cara con los puños cerrados, porque de repente, aunque odiara a Ellis no quería que muriera.

El hombre se distrajo sólo durante la fracción de un segundo. Con su fuerte brazo la empujó a un lado. Ella cayó pesadamente al suelo y se lastimó el cóccix.

Con terrible claridad vio lo que sucedió después.

Con el brazo con que la había empujado, el hombre abrió la puerta de par en par. Mientras el individuo giraba con la pistola en la mano, Ellis se le abalanzó alzando la botella de vino por encima de su cabeza. La pistola se disparó en el momento en que la botella bajaba, y el tiro coincidió con el ruido del cristal al romperse.

Jane, aterrorizada, se quedó mirando fijamente a los dos hombres.

Entonces el pistolero se desplomó, mientras Ellis permanecía de pie. Jane comprendió que el tiro no había dado en el blanco.

Ellis se inclinó y de un tirón le arrancó el arma al pistolero.

Haciendo un esfuerzo, Jane se puso en pie.

—¿Estás bien? —preguntó Ellis.

—Por lo menos estoy viva —contestó ella. El se volvió hacia Jean-Pierre.

—¿Cuántos hay en la calle?

Jean-Pierre se asomó a la ventana.

—Ninguno —contestó.

Ellis pareció sorprendido.

—Deben de estar escondidos. —Se metió la pistola en el bolsillo y se dirigió a la estantería de los libros—. No os acerquéis —dijo, y la arrojó al suelo.

Detrás había una puerta.

Ellis la abrió.

Miró a Jane durante un instante, como si quisiera decirle algo y no encontrara las palabras. Después, súbitamente, se marchó.

Al cabo de algunos instantes, Jane se acercó lentamente a la puerta secreta y miró hacia el otro lado. Había otro apartamento, tipo estudio, apenas amueblado y terriblemente polvoriento, como si hiciera un año que no hubiera sido ocupado por nadie. Vio una puerta abierta y, más allá, una escalera.

Se volvió y recorrió la habitación de Ellis con la mirada. El pistolero seguía en el suelo, inconsciente y en medio de un charco de vino. Había intentado matar a Ellis, justamente allí, en su habitación: y ya parecía irreal. Todo parecía irreal: que Ellis fuese un espía, que Jean-Pierre lo supiera, que Rahmi hubiera sido arrestado: y la ruta de huida de Ellis.

Se había ido. No quiero verte nunca más, le había dicho hacía unos segundos. Por lo visto su deseo se cumpliría.

Oyó pasos en la escalera.

Dejó de mirar al pistolero y clavó los ojos en Jean-Pierre. El también parecía estupefacto. Después de un momento, cruzó la habitación, se acercó a ella y la abrazó. Ella hundió la cabeza en su hombro y rompió a llorar.

Segunda Parte

1982

Capítulo 4

El río descendía de la línea de hielo, frío y claro y siempre impetuoso, y llenaba el valle con su estruendo mientras burbujeaba a lo largo de las hondonadas y pasaba a toda velocidad por los trigales en su carrera hacia las tierras bajas. Durante casi un año, ese sonido había estado constantemente en los oídos de Jane: a veces resonaba con fuerza, cuando ella iba a bañarse o cuando recorría los senderos serpenteantes que llevaban de un pueblo a otro, y otras veces era suave, como ahora, cuando se encontraba en lo alto de los cerros y el río de los Cinco Leones no era más que un destello y un murmullo en la distancia. Pensó que cuando le llegara el momento de abandonar el valle, el silencio le pondría los nervios de punta, como les sucedía a los habitantes de la ciudad que salían a veranear al campo y que no podían dormir por exceso de silencio. Al escuchar con atención oyó algo más y comprendió que ese nuevo sonido le había hecho tomar conciencia del anterior. Alzándose sobre el coro del río llegaba el tono de barítono de un avión.

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