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Authors: Manuel Mújica Láinez

El viaje de los siete demonios (27 page)

BOOK: El viaje de los siete demonios
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—Siempre habrá guerras, Excelencia —suspiró Mammón—. En ese caso, estallaría la guerra entre los fabricantes de armamentos y los fabricantes de vino.

Eufóricos, se abrazaron Asmodeo y Asurbanipal, a riesgo de que el primero saliese de la grupa y de que no lo sostuvieran sus alas entumecidas.

Púsose a sonar el reloj, devolviéndoles una ficticia sobriedad, lo que certificaba los méritos alcohólicos del "
grand cru
". Leyó Lucifer el año: 2273.

—El Tiempo… —hociqueó Asmodeo— venimos y vamos… vamos y venimos…

Se precipitaron como flechas, aguijonéandose en carrera vertiginosa. Despertáronse los vientos, y pretendieron detener su galope, engarfiándose en sus ropas, en sus alas, en sus cabellos chiflados. Bramaba el motor del Vellocino. Asmodeo pudo desplegar el mapa y vio que se encendía en la parte correspondiente a la ciudad de Bêt-Bêt, ubicada en el corazón de Siberia. Luego la rabia de Eolo se lo arrebató. Partió el planisferio volando, azotando el aire, doblándose, desdoblándose, feliz porque finalmente lograba vida propia. Lo dejaron retozar. No lo necesitaban. Lucifer, más por hábito que por requerimiento, pues quedaba en su interior sólo una ficha, abrió la caja del japonés. Extrañamente, envolvía un papel a la pieza restante, tan fino que no se lo notaba al tacto. Lo consiguió desplegar, reconoció la zarpa caligráfica del Diablo Supremo, y lo pasó a Leviatán, quien le dio lectura: «Cuidado con Belfegor».

Se ingeniaron para sacudir al de la pereza, con auxilio de sus monos, que hicieron bambolear las andas. Lo dificultaban la celeridad de la caida, la cólera de los torbellinos, la lucha contra los carrillos inflados de Austro y Bóreas, de Siroco y Mistral. Pellizcaron, cachetearon a la durmiente; agitaron su caparazón. Ya se distinguían, en la llanura, las luces interminables de Bêt-Bêt. Ya subía el humo de sus chimeneas sin límite. Ya los rozaban, como peces ciegos, los aeróstatos de toda laya que vigilaban y purificaban su atmósfera.

—¡Belfegor! ¡Belfegor!

Abrió los ojos la hija del Sueño y de la Noche, por fin. Su bostezo fue comparable a la oscuridad decorada de las cavernas famosas, con pinturas rupestres. Toda ella bostezaba, repentinamente hueca y troglodítica; toda ella, hasta la cóncava coraza de tortuga, hasta las alas de piel de marmota, que se curvaban y dilataban y bostezaban también. Desgarró el tejido de telarañas que la envolvía, y se incorporó.

14
B
elfegor o la
P
ereza

M
ucho se hablaba en el infierno, de la ciudad de Bêt-Bêt, fundada el año 2250. Los demonios numerosos que la atendían, cuando regresaban para disfrutar de sus vacaciones en el señorío del Diablo, difundían noticias entusiastas acerca de los triunfos de su espíritu progresista. Allí no se perdía ni un centímetro de espacio, y trabajaba todo el mundo. La higiene más severa hacía espejear sus distintos barrios y sectores, cada uno de los cuales había sido concebido, luego de importantes estudios, por ingenieros, arquitectos, paisajistas y técnicos sesudos, de acuerdo con un modelo especial, que repetía en él las construcciones uniformes, las plazas, el laberinto de los refugios subterráneos, las avenidas, carreteras y demás, hasta que se pasaba al distrito siguiente, fruto a su vez de otro modelo, el cual había sido planeado y logrado con similar parejura, simetría, eficacia y rigor. De acuerdo con las exigencias de cada agrupamiento, prevalecían en él las chimeneas, torres y conductos de determinado tipo, que vomitaban gases de colores inéditos, pues los proyectistas habían concentrado, en los sucesivos cuarteles, iguales o afines manufacturas, desembuchantes de fluidos iguales o afines, de modo que era fácil saber en qué zona de Bêt-Bêt se encontraba uno, por el tono de los aéreos residuos, y por el tufo que éstos producían. Sin embargo, los científicos habían conseguido equilibrar casi plenamente esos hedores, y había que ser muy sutil para diferenciarlos, pues los reemplazaba la presencia de un perfume común, al cual era menester habituarse. Por otra parte, salvo la excepción de los encargados de la vigilancia, nadie abandonaba su propia sección, dentro del vasto prodigio de Bêt-Bêt: tenían demasiado que hacer en sus correspondientes demarcaciones, y el trabajo no consentía vagabundeos insólitos. Los días de descanso, los habitantes ponían en marcha los sencillos mecanismos individuales que les permitían remontarse en la atmósfera y emprender paseos cortos, pero aun entonces solían permanecer arracimados en la altitud de sus propias divisiones ciudadanas, impulsados a hacerlo por la policía que gobernaba el tránsito superior. Y cuando les tocaba los períodos escalonados de tregua de las actividades, en general los llevaban en ómnibus inmensos, a distantes planetas amigos, donde los aguardaban ciudades semejantes previstas para el metódico placer. En consecuencia, Bêt-Bêt ofrecía la imagen recortada, cuadriculada y particularizada, que brota del orden perfecto. Era suficiente allí que una persona declarase en qué barrio moraba (cosa que no necesitaba hacer, en realidad, pues se infería de su ropa y escarapela de identificación), para que de inmediato se dedujese cuáles eran su situación social y sus responsabilidades, y de qué robots dependían sus tareas. Los habitantes se trasladaban en masa a sus ocupaciones y a sus residencias, a sus recreos y a sus reposos. Para ello no requerían ni silbatos, ni sonoros artificios, ni silentes llamamientos a sus conciencias, porque ellos mismos, espontáneamente, lo cumplían, tan habituados estaban, desde la época fetal, a enfrentarse con sus inamovibles deberes.

Afirmados en esbeltas torres, los demonios vieron desfilar, según lo impusiese la diaria evolución, a sus batallones unánimes, superfluamente dirigidos por atentos guardias mecánicos, y se admiraron de la excelencia de su disciplina.

—Comprendo —comentó Leviatán, envidioso— las alabanzas y el fervor que suscita Bêt-Bêt a nuestros colegas destacados aquí.

—Maravilla tanto esta ciudad ideal —dijo Lucifer—, que por su orden, su poder y su capacidad práctica, sólo admite ser comparada con…

—El Infierno —lo interceptó Satanás.

—Eso es, con el Infierno.

—¡Con el Infierno! ¡con el Infierno! —aprobaron los otros, respirando a sus anchas.

—He ahí —continuó Lucifer— a dónde conduce el útil, el custodiado adelanto. En el año 2273, el hombre logra, como resultado de sus investigaciones estupendas y de una reglamentación que es un paradigma, reproducir, sobre la Tierra, el arquetipo magistral que, con su sabiduría sistemática, ofrece el Infierno. Hay que felicitarlo.

Y, a guisa de saludo, se tocó la diadema de diamantes. Los demás repitieron su gesto con venias respetuosas.

—Excelencia, Señora —dijo Mammón a Belfegor, que lo miraba con ojos como huevos duros—, es imposible sentir celos de su posición, en estos instantes. En Bêt-Bêt no hay lugar para la pereza. Funcionarán, tal vez, ciertos pecados. La pereza no. No cabe. Supongo que la gran mayoría de los pobladores irá a dar al Limbo. Perezosos, seguramente no hay aquí. El Diablo nos esperaba, al final, con una treta de mala ley.

—Quien critica al Diablo, escupe al Cielo… quiero decir al Infierno —declamó Belcebú.

Los recorridos de Bêt-Bêt, que los días siguientes efectuaron, confirmaron sus apreciaciones superficiales. Vieron a los distribuidores de alimentos sintéticos, repartirlos con isócrona regularidad, en las casas gigantescas. Como se habían suprimido los achaques de la salud, grandes diversificadores, los naturales de Bêt-Bêt podían (y debían) realizar comidas gemelas, las cuales cambiaban diariamente, según un horario fijo, de modo que si alguien presenciaba el almuerzo de un bêt-bêtino, tenía la certidumbre de que el resto de la población almorzaba esas comprimidas viandas, que eran inexorablemente, las que él se aprestaba a almorzar. Y como la moda variaba año a año, para brindar a los de Bêt-Bêt la oportunidad de una distracción en el atuendo, en cuanto se anunciaba la nueva ropa, el público afluía a los mercados, feliz de regresar a su hogar (o más propiamente dicho residencia), luciendo atavíos flamantes y homogéneos a los de sus vecinos. Siberia había sido calefaccionada con exacta medida, utilizando para ello el calor interno de la Tierra, que se extrajo con poderosos y exquisitos motores, así que no se conocía la variación que separa al invierno del verano, merced a lo cual ni el comer, ni el vestir, ni el ritmo de la existencia, se modificaban en el transcurso anual; y como hacía ya ocho centurias que se había aniquilado la institución de la familia, las únicas obligaciones que en Bêt-Bêt continuaban funcionando eran las muy estrictas de trabajar, alimentarse, fecundar, descansar y dormir, dentro de un cuadro de horas preestablecido.

Lo que enumeramos —y mucho más, acerca de lo cual guardamos silencio, para que no se nos tache de fastidiosos, pero que armoniza inflexiblemente con este panorama— interesó sobremanera a los demonios. Sin embargo, se alteró su impresión primera, que asimiló a Bêt-Bêt con el Infierno, y que resultó ser frívola. Lo único que sí, fuera de discusión, era infernal —y en ello convinieron los siete—, fue la evidencia de que en Bêt-Bêt trabajaban todos, y que allí se llevaba una vida prolijamente regimentada. Eso, por un lado, satisfizo los anhelos igualitarios de Belcebú, mientras que por el otro lo dejó perplejo y contrito la certeza de que en aquella ciudad habían anulado a la dulce gula. Parecía, asimismo, que ni la ira, ni la soberbia, ni la avaricia, ni la lujuria, ni la envidia, estaban en condiciones de actuar allá. Y ¡qué decir de la pereza, la más extirpada de las tentaciones!

Demonios locales, con quienes conversaron, les hicieron saber que Bêt-Bêt no era más que una muestra de lo que acontecía en el Mundo entero, lo que los avergonzó mucho, al refirmar la razón que había tenido el Diablo cuando los calificó de inútiles, puesto que —por haberse autojubilado en el Infierno, de cualquier preocupación— ignoraban asuntos tan substanciales. Acusáronse entre sí de vanos matadores del tiempo e indignos de su título de príncipes, y de no hallarse entre ellos el arrogante Lucifer, quien les levantó el ánimo con argumentos que le sugería el innato e invencible orgullo, se hubieran dejado arrastrar por la hipocondría, hasta caer en la postración más destructora. Felizmente, debían realizar una faena complicadísima, lo cual les infundía una suerte de saludable exaltación, efecto del remordimiento, de la vanidad y del desafío. Y lo que más los asombraba era la actitud de la rechoncha Belfegor quien, en tanto se paraban delante de las vidrieras equivalentes, entraban en los monótonos comedores, o visitaban los intercambiables establecimientos fabriles, si bien seguía lentamente sus pasos, acompañada por los cuatro monos que le sostenían la concha de tortuga o le daban apoyo, con fútiles pretextos se sentaba en los umbrales, en el césped de las plazas, donde fuera, o se dejaba conducir por las aceras móviles, hasta desaparecer y reanudar su íntimo diálogo con el sueño.

Corría el tiempo, entre el turismo, los estudios sociales y la postergación del esfuerzo profesional, lo que patentizaba que ese episodio había sido colocado bajo el signo de la holgazanería. Infructuosamente estimularon a Belfegor, para que iniciase su obra. El demonio-demonia echaba a ambular sobre ellos sus grandes y vagos ojos verdes, que hubieran sido hermosos, de no mediar las estrías, secuela del mucho dormir, ramificadas en la niebla de su interior, y no les respondía, reduciéndose a reacomodar la posición desganada. Y los diablos se consumían y alborotaban, temerosos de que por ella fracasase, a punto de coronarlo, el empeño común. Le hablaban, le suplicaban, la zamarreaban, la acusaban, la insultaban, sin provecho. Belfegor demostraba, con curiosa porfía, que la pereza es más fuerte que la soberbia y que la cólera. Había renunciado a caminar, recurriendo de nuevo al uso de las andas, y en ellas, transportada por los chimpancés y circuida, como por una pequeña corte, por la sirena, el toro, el grifo, la serpiente y el sapo —que no se cansaban de examinar vidrieras—, seguía fastuosamente a sus compinches. Volvían éstos a menudo sobre sus pasos, para codearla e inquirir si todavía no había hallado un subterfugio y si no tenía órdenes que darles, y Belfegor les sonreía con una mansedumbre tan ausente que eso contribuía a enfurecerlos. Hartos de dilaciones, reuniéronse en consejo los demonios mientras su indiferente asociada dormía, y resolvieron proceder por su cuenta, pero presto se vio, a través de su disputa, que no disponían de los resortes psicológicos propios de la pereza, pues cada uno propuso, para salir adelante, una política inherente a su individual pecado, lo que quizás provocaría la envidia, la avaricia, el furor, etc. de los bêt-bêtinos, mas nunca lo que se buscaba. Impotentes y rabiosos, tascaban los frenos. Y entretanto la ciudad de Bêt-Bêt continuaba marchando, como un inmenso reloj, cuya esfera reflejaba las automáticas maniobras militares de su pueblo, y presentándoles una imagen resumida de lo que acontecía en la totalidad del Mundo.

Perdieron en conclusión la cabeza y, aunando sus sañas, arremetieron simultáneamente contra la impasible, con la complicidad de sus transportes. La serpiente aprisionó la blandura de su cuerpo; el toro se le plantó encima; el grifo la picoteó; la escupió el sapo; la apalearon los monos; y ellos, no obstante el respeto que experimentaban ante su condición fraternal de princesa, la aporrearon desesperadamente, disgustados como si se aporreasen a sí mismos. Tal suma de voluntades, dio su fruto. Cuando recuperó la conciencia, le reclamaron que por lo menos ensayara de inducir a un bêt-bêtino, a uno solo, a cualquier bêt-bêtino, a caer en la muelle trampa del ocio, asegurándole que para ello disponía de su colaboración más franca. Ronroneó Belfegor que lo haría y que, presentado el caso, impartiría sus disposiciones. Desde ese momento, durante las dos semanas siguientes, no la vieron más, y hasta sospecharon que había regresado al Infierno, sin decirles agua va y dejándolos en la estacada, pero no se arriesgaron a partir, hasta no alcanzar la seguridad plena de que no les restaba más solución que tomar ese camino.

Comenzó la indolente por reducir su peso, dentro de lo posible. Jamás consiguió una silueta equiparable a las de las mujeres, viejas o jóvenes (muy parecidas), oriundas de Bêt-Bêt. Le sobraban, irremediablemente, flaccideces y kilos. Empero se ubicó dentro de uno de los vestidos uniformes que todos llevaban; se procuró una falsa documentación, y así provista ingresó en una manufactura de cojines sentimentales.

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