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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (14 page)

BOOK: Eminencia
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»Esto me instala, sin más rodeos, en el tema de mi pequeño discurso: el pasado y el futuro de una Iglesia perdurable. El difunto Pontífice representa el pasado reciente: un segmento importante de este siglo. El hombre elegido para ocupar su lugar es elegido para el futuro, pero tiene también una tarea que cumplir como custodio del pasado: ese cuerpo de enseñanzas, tradición y verdad revelada que nosotros llamamos el Depósito de la Fe. Les ruego que tengan paciencia conmigo mientras exploramos juntos esta noción.

Eran todos profesionales. Reconocían a un buen actor cuando lo veían en acción. Le prestaban toda su atención. Sabían que los estaba cortejando, que los estaba ablandando con metódica destreza, tratando de desarmarlos antes de que llegara el momento dedicado a las preguntas. Además, ahora que hablaba a título personal, estaba haciendo más concesiones que las que había hecho nunca como funcionario.

—La Iglesia tiene su propia enorme inercia, su propia inmovilidad glacial —continuó.

»No es, como la verdad, una prenda sin costuras, pero es casi tan difícil como ella descoserla y volver a darle forma.

»El peso de su cargo actúa sobre los hombros de un Pontífice como una capa pluvial que fuera de plomo… Antes de que pase demasiado tiempo, comprende que un día terminará por aplastarlo.

»Sabe también que puede ser destruido por sus propias debilidades, del mismo modo que Pedro supo que había traicionado a su señor tres veces ante las burlas de una joven sirvienta y que Pablo supo que había permanecido en silencio encubriendo a aquellos que habían lapidado a Esteban. Mi tarea personal ha sido presentar al difunto Pontífice ante el mundo a través de los medios, con el máximo de verdad y el mínimo de imperfección que pude. Ahora, en su diario, él se presenta como el hombre común en pijama y pantuflas. No siempre es un espectáculo edificante. Hago una súplica personal: ¡tengamos piedad de él antes de culparlo por algo!

Esta última frase le granjeó un generoso aplauso: la simple admisión de la fragilidad humana, y la confesión implícita de cuán necesario era mitificar al Papa y su cargo. También le facilitaba a Frank Colson un punto de partida para su papel de inquisidor.

—¿De modo que usted aceptaría, monseñor, que su primera tarea en la Sala Stampa es proteger al Pontífice?

—Nuestra tarea es proveer información oficial, y proveerla lo más claramente posible. Otros, como las congregaciones y los obispos, son los intérpretes oficiales.

—¿Cómo se sintió, a título personal, cuando se enteró de la publicación del diario del Papa?

—Entristecido, enfadado.

—Enfadado ¿por qué?

—Por la flagrante violación de la privacidad.

—Pero el Pontífice debe de haber sido consciente de esa posibilidad cuando le hizo un formal regalo a su ayuda de cámara.

—Ignoro sus intenciones al respecto.

—En su carta hay una frase interesante. La cito: «En los viejos tiempos yo habría podido enriquecer a un servidor leal como tú. Estos tomos son mi legado para ti». ¿Esas expresiones no indican que el Pontífice sabía que su regalo podría ser convertido en dinero por su fiel servidor?

—No me corresponde interpretar eso, señor Colson. Debo negarme a contestar la pregunta.

—Se la formularé de otra manera. A título personal, ¿está usted satisfecho con el documento de cesión?

—A título personal, no. Tengo ciertas reservas al respecto.

—¿Podría ser más explícito?

—No en este momento. Tal vez más adelante.

—¿Alguna autoridad del Vaticano ha iniciado alguna acción legal para impugnar este documento?

—No he sido informado de ninguna acción de ese tipo.

—¿Cree que es probable que la haya?

—Me atrevería a dudar de ello. La Sede de Pedro está vacante. El camarlengo ejerce sus funciones provisionalmente.

—Ya que tiene dudas, ¿recomendaría usted una acción o una investigación en tal sentido?

—No me pregunte por mi opinión, señor Colson. De acuerdo con el orden de cosas normal, pronto podría quedarme sin trabajo.

La observación suscitó una carcajada general, y parte de la tensión que había en el ambiente se disipó. Frank Colson tomó un sorbo de agua, ordenó sus papeles y echó una mirada a la nota que acababan de entregarle. Era de Steffi Guillermin. Decía: «Está satisfecho de sí mismo. Tienes que intervenir. Acorrálalo». Colson se preparó como un fiscal que se dispone al asalto final sobre su testigo.

—Está claro, monseñor, que independientemente de cuáles sean sus opiniones a título personal, el Vaticano no está dispuesto a impugnar la autenticidad del diario o la validez de la cesión a Claudio Stagni.

—Sería más exacto decir que, hasta el momento, el Vaticano no ha hecho ninguna impugnación formal.

—Entonces el escenario que se presenta es otro. El legado del manuscrito fue válido. Fue hecho por un Pontífice en plena posesión de sus facultades, plenamente consciente del uso que podría dársele.

—Eso es pura especulación.

—¿Pero coincide usted en que es al menos una hipótesis admisible?

—Improbable, pero sí, admisible.

—Desarrollando un poco la idea, ¿no es igualmente admisible que algunos miembros de la curia, consejeros muy cercanos al Pontífice, le sugirieran esta estratagema y le alentaran a concretarla?

—Daría un paso demasiado largo si lo admitiera, señor Colson. Yo fui consejero del Pontífice sólo en cuestiones relacionadas con los medios de comunicación.

—Pero esta cuestión era sin duda del máximo interés para los medios. Es el tema excluyente que estamos discutiendo hoy aquí.

—Todo lo que puedo decir es que yo no fui consultado sobre el tema en ningún momento.

—¿Pero concedería que podría haber sido discutido con los consejeros más íntimos y poderosos del Pontífice?

—Es una posibilidad. No puedo decir más que eso.

—La alternativa es bastante aterradora, ¿no es cierto?

—¿Qué alternativa, señor Colson?

—Que el Santo Padre, un hombre investido de una enorme responsabilidad, cometiera una locura mayúscula poniendo un documento privadísimo en las manos de su ayuda de cámara.

—Puede haber otras explicaciones.

—¿Cuál, por ejemplo, monseñor?

—Robo…

—Lo que nos convertiría a nosotros y a todos nuestros superiores en traficantes de bienes robados.

—Podría ser. Cosas así han ocurrido antes de ahora.

—¿Otra alternativa?

—Falsificación del documento de procedencia. También eso ha ocurrido otras veces.

—Cualquiera de las alternativas conduce a conclusiones muy incómodas, ¿no es cierto?

—Dígame su conclusión, señor Colson.

—Que el Santo Padre mantuvo en su servicio personal, y compartió cotidianamente sus pensamientos más íntimos con él, a un hombre que abusó de su confianza, invadió su privacidad y cometió, u organizó, una serie de actos delictivos en beneficio propio.

—Precisamente, señor Colson, y si su conclusión es correcta, entonces usted, sus colegas y sus empresas son todos cómplices en el delito.

—Y el buen criterio de un Pontífice, responsable del cuidado universal de las almas, está lamentablemente comprometido.

—Eso también ha ocurrido muchas veces a lo largo de la historia, señor Colson. Somos una Iglesia de peregrinos. No somos una sociedad perfecta.

Colson le dejó ganar la baza. Él ya había ganado bastante. Inició una nueva serie de preguntas.

—Consideremos ahora algunos de los párrafos más significativos del diario. Usted ha admitido que es un documento auténtico. Pronto será público. Y permite una percepción única de la mente de un hombre cuyos títulos son Vicario de Cristo, Supremo Pastor de la Iglesia Universal…

—También es, en este documento al menos, un particular que expresa sus más íntimos pensamientos. ——Angel Novalis había pasado al ataque—. Ha dejado a un lado la función pública y está en discusión consigo mismo y con Dios.

—A menos que, usted ha admitido la posibilidad, esté prolongando el ejercicio de su función pública a través de un testamento post mortem.

—El ejercicio de su función cesa con su muerte, señor Colson. Su sucesor no está legalmente obligado.

—Pero los electores pueden resultar influidos.

—¿Qué cosa los influiría?

—Ambición, tal vez. La presión de sus pares, lealtades de partido. No es ningún secreto que en el Sacro Colegio hay facciones. Cito del diario: «No soy ciego a las ambiciones de ciertos cardenales o a sus capacidades para la intriga…».

Ángel Novalis alzó una mano para acallarlo.

—Creo que deberíamos cortar aquí, señor Colson. No estoy dispuesto a hacer declaraciones sobre los papeles secretos de un muerto. Dejaré esa tarea a los historiadores. Creo que con lo que les he dado a usted y a sus colegas he retribuido razonablemente el gasto que les ha supuesto este almuerzo.

—Claro que sí.

—Entonces ¿puedo pedirles un pequeño favor a cambio?

—Por supuesto.

—Gracias. He redactado una breve declaración formal que me gustaría que ustedes transcribieran textualmente. ¿Pueden comprometerse a hacerlo?

—Por supuesto.

—Ésta es una declaración personal. Puedo decir que se admite que el diario personal del Pontífice es auténtico. No obstante, hay ciertas pruebas circunstanciales de que fue robado de su vestidor mientras él estaba en coma, muy poco antes de su muerte. La carta de donación del Pontífice es una falsificación realizada por un tal Aldo Carrese, un hombre que fue condenado por delitos graves y que murió hace dos meses. Al hacer esta declaración, invito públicamente a Claudio Stagni a que responda a estos cargos y emprenda un juicio contra mí por difamación. Soy consciente de que al hacerlo estoy excediendo mis atribuciones y exponiéndome a la censura. Sin embargo, tengo el deber personal de proteger la reputación de un hombre a quien admiré y respeté. Lo que ustedes o sus editores decidan hacer al respecto es asunto suyo. Gracias, damas y caballeros. Les deseo un buen día.

Steffi Guillermin inicio un aplauso atronador que lo acompañó mientras bajaba del estrado. Lo cierto era que se merecía cada uno de aquellos aplausos. Les había dado el equivalente de una semana de titulares. Y todos comprendían, además, aunque no fuese más que vagamente, que acababa de arriesgar su carrera. El Vaticano tenía mucha memoria y poca paciencia para con los sacerdotes turbulentos.

Mientras Angel Novalis saboreaba su pequeño triunfo en el Club de la Prensa Extranjera, el hombre que lo había pergeñado esperaba en la sala de conferencias A de la Secretaría de Estado. Su visitante, el cardenal Matteo Aquino, había telefoneado para avisarle de que había sido retenido en otra reunión y llegaría veinte minutos tarde.

Aunque como ex diplomático —había sido nuncio en Buenos Aires y en Washington— Aquino debería haberlo previsto; por otra parte, reflexionó Rossini, el hombre nunca había previsto nada. Siempre había sido arrogante, orgulloso de sus antepasados militares, de su destreza como jugador de tenis, esgrimista y diplomático que, para usar sus propias palabras, «tenía condiciones especiales para tratar con regímenes militares».

Tenía setenta y cinco años. Ya le había presentado la renuncia al difunto Pontífice, pero todavía estaba habilitado para votar en el cónclave y, al menos en teoría, aún podía ser candidato a la elección. Después de un largo reinado, siempre existía la posibilidad de que los electores se decidieran por un Pontífice con una expectativa de vida más limitada.

Ahora, súbitamente, Aquino, aquel sujeto tan marcial, estaba bajo asedio. Quienes lo amenazaban eran las Madres de la Plaza de Mayo, un grupo de mujeres que había denunciado, y a la larga destruido, a la dictadura en Argentina. Eran las madres, viudas, hermanas y novias de los miles de ciudadanos que habían «desaparecido» bajo el régimen del que el propio Rossini había sido una de tantas víctimas.

Habían venido a Roma trayendo pruebas, reunidas a lo largo de veinte años, sobre la presunta complicidad de Aquino con el reinado del terror, en actos de delación, secuestro, tortura y ejecución que el gobierno estimaba que habían afectado a nueve mil ciudadanos, pero que según las Madres de la Plaza de Mayo habían alcanzado a alrededor de treinta mil. El propósito de su visita a Roma era presentar ante el Pontífice una petición para que se dejara sin efecto la inmunidad de Aquino como ciudadano del Estado del Vaticano, lo que permitiría acusarlo ante los tribunales bajo las leyes de la República italiana. Muchas de las víctimas del terror eran inmigrantes procedentes de Italia, y algunos de ellos, que al parecer sólo gozaban en Argentina de la condición de residentes, todavia seguían siendo ciudadanos italianos. Ahora que el Pontífice había muerto, las mujeres habían anunciado su intención de esperar, para presentar su petición formal ante el nuevo Pontífice.

La esencia de las pruebas materiales con las que contaban le resultaba familiar a Rossini. Además, tenía libre acceso a los archivos de la Secretaría de Estado: una delgada carpeta, escogida entre muchas otras, descansaba sobre la mesa, frente a él. Durante un breve período, el mismo Aquino había sido una figura familiar en su vida: taciturno y distante, había sido el mensajero involuntario encargado de transportar un desagradable cargamento de mercancía dañada desde Argentina a Roma. A medida que Rossini había ido ganando el favor del Papa, sus encuentros con Aquino se habían hecho cada vez más esporádicos, y en las ocasiones formales en que se producían, los saludos que intercambiaban eran breves y fríos. Ahora Aquino regresaba para suplicarle a Rossini que saliera en su defensa ante aquellas furias de la Plaza de Mayo tocadas con sus pañuelos blancos. Para Rossini, encarnaba los años de pesadilla, y su sombra se proyectaría sobre el encuentro que aquella misma noche tendría con Isabel.

Llamaron a la puerta y, por indicación de Rossini, un joven clérigo hizo pasar a Aquino. Rossini se puso de pie para saludarlo. Hizo una reverencia pero no le dio la mano. Aquino respondió del mismo modo y ensayó una tosca disculpa. Rossini lo invitó a sentarse. Aquino se sentó, rígido y serio, hasta que Rossini lo aguijoneó.

—Usted pidió verme, eminencia.

—Sí. Estoy en una situación difícil, como ya sabrá.

_¿En qué consiste esta situación difícil?

—Estas mujeres, las Madres de la Plaza de Mayo. Han venido hasta aquí a montar una campaña contra mí. Quieren hacerme comparecer ante un tribunal civil en Roma. Quieren que se deje sin efecto mi inmunidad como ciudadano del Estado del Vaticano. Se proponen esperar en Roma hasta que sea elegido el nuevo Pontífice. Es todo sumamente angustioso.

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