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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Eminencia (37 page)

BOOK: Eminencia
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—¿Y Raúl Ortega?

—Por lo que sé, la adora y la acepta como hija. No pregunté más.

—Yo pregunto —dijo el secretario de Estado en tono sereno—porque, teniendo en cuenta esta nueva situación, tal vez quieras revisar tu tibia recomendación de Ortega como embajador ante la Santa Sede. La carta está aún en mis manos. Todavía no ha sido incorporada al expediente. Si él fuera designado, para ti y para tu hija podría ser más fácil estar en contacto.

—Eres muy amable, Turi. —Le tembló la voz y se le llenaron los ojos de lágrimas—. Pero no podría permitir que lo hicieras. Mi hija y yo nos encontraremos a su debido tiempo.

—Estoy seguro de que así será. —El secretario de Estado se mostró repentinamente brusco—. Ahora necesito tu ayuda en un par de cuestiones. Primero, he recibido este mensaje del nuncio en Brasil.

Le entregó el texto.

Anoche, en una reunión social, hablé con un editor importante, Eduardo da Souza, a quien conozco como miembro del Opus Dei. Me habló con cierta cautela de una comunicación de un colega romano sobre el asunto de Claudio Stagni y el perturbador efecto del diario papal dentro de la jerarquía y fuera de ella. Al parecer se le sugirió que lo que él llama un discreto hostigamiento a Stagni, podría ser el primer paso para poner en duda la procedencia de los documentos mismos. Le dije que no estaba al tanto de esa sugerencia, y le aconsejé decididamente que no la pusiera en práctica. Da Souza se negó a revelar su fuente romana. Recomiendo una investigación por parte de usted.

Rossini todavía miraba el documento con expresión ceñuda cuando el secretario de Estado le pasó otro.

—Éste me ha llegado esta mañana desde Londres por fax. Fue publicado en el Telegraph y está firmado por Frank Colson, el corresponsal en Roma.

Rossini lo leyó atentamente y luego preguntó:

—¿Tienes algún problema con esto, Turi?

—¿Tú no?

—A primera vista, no. Yo estaba aquí cuando le diste las instrucciones. Le dijiste que tenía libertad para «actuar respetando la prudencia que impone su cargo». Ésas fueron tus palabras exactas, Turi. Me parece que eso es lo que ha hecho.

—No, no es eso lo que ha hecho. He hablado con él antes de que tú llegaras. Admite que pidió informes sobre Stagni a un colega de Río de Janeiro. Admite que no le correspondía llevar adelante ninguna investigación. En segundo lugar, atribuye motivos y estados de ánimo al difunto Pontífice: «asaltado por el pánico, un hombre anciano y abrumado por el trabajo». Esto ya es demasiado. Finalmente pone un acento especial en una palabra de lo más tendenciosa: «subversión». ¡Eso nos perjudica a todos!

—Deberías recordar, Turi, que se trata de la versión de un periodista. No pretende ser una entrevista reproducida palabra por palabra.

—Fue una ocasión que Ángel Novalis provocó para manifestar sus convicciones personales. Eso está fuera de sus atribuciones como funcionario. Él afirma que tenía la obligación moral de defender la reputación del Pontífice y de defender a la Iglesia del daño causado por el mal uso de documentos privados. Tuvo la elegancia suficiente para disculparse por el «matiz de ira» de sus actos.

—Creo que has sido demasiado duro con él, Turi. Es como un pura sangre de carreras. Corre mejor cuando lleva anteojeras.

El secretario reflexionó unos instantes y asintió con cautela.

—Tal vez tengas razón, Luca. Yo estaba enfadado con él. Él conservó el dominio de sí mismo. Me ofreció su renuncia inmediata.

—¿Se la has aceptado?

—No. Le he dicho que, dado que había sido designado por el difunto Pontífice, debía seguir la práctica común y ofrecer la renuncia al hombre elegido.

—Una decisión sabia, Turi.

—Me alegra que pienses eso, Luca —dijo el secretario de Estado en su estilo directo—. También le he dicho que lo que menos necesitamos es una complicación con sus colegas de Buenos Aires, o que éstos se involucren en el caso Stagni.

—Debemos suponer que Ángel Novalis tiene suficiente influencia para evitarlo.

—¿Quién sabe? —El secretario de Estado se encogió de hombros, resignado—. Nosotros creamos nuestros propios monstruos sagrados en la Iglesia, ya sean individuos u organizaciones. Los monstruos diseñan su propia agenda y estampan sobre los documentos su propio sello de devoción o perversidad. Existen grandes santos, grandes instituciones de piedad, aprendizaje y caridad. También hay cazadores de brujas, cruzados asesinos, hostigadores de judíos, inquisidores capaces de condenar a una mente inquieta al silencio y la soledad. Y ahora que he revelado todas estas indiscreciones, mi querido Luca, debo ir al grano. El camarlengo quiere vernos a ambos en su despacho.

—¿Por algo en particular?

—Supongo que habrá al menos una mención a tu entrevista con
Le Monde
.

—No la he visto, Turi.

—La ha visto mucha gente.

.—¿Tienes una copia?

—Sí. —Recogió los otros papeles del escritorio y le ofreció a Rossini el artículo, sujeto con un clip y guardado en una carpeta. Y un comentario admonitorio—. Tómate el tiempo necesario para leerlo con atención mientras reviso tu texto. Luego iremos a ver a Baldassare.

—¿De qué más quiere hablar?

—No me lo ha dicho. La Sede de Pedro está vacante. Simplemente estamos invitados a sentarnos bajo la sombrilla del chambelán a tomar un café. Le diré que dentro de quince minutos estaremos allí.

El texto de Steffi Guillermin era mucho más extenso de lo que él había imaginado. Estaba expuesto con mucho cuidado, dividido en dos partes diferentes, y tenía fragmentos clave claramente destacados. Llevaba el título de «Investigación sobre una persona eminente». El subtítulo era sencillamente: «Retrato de un candidato papal». La introducción era engañosamente prosaica:

Este retrato fue compuesto durante dos sesiones con el sujeto, Luca, cardenal Rossini, de ascendencia italiana, nacido y criado en Argentina, que ha vivido en un destacado exilio durante un cuarto de siglo y que fue ascendido con regularidad por el difunto Pontífice hasta alcanzar el rango curial.

La primera sesión fue formal, supervisada por el jefe de la Oficina de Prensa Vaticana, monseñor Domingo Ángel Novalis. Las condiciones se acordaron por anticipado. Tuve libertad para preguntar lo que quise. Su eminencia podía negarse a responder, pero todo lo que se dijo durante la entrevista quedó grabado. Aquí se reproduce en su totalidad y sin comentarios.

La segunda sesión fue mucho menos formal. Tuvo lugar en el apartamento privado de su eminencia en Roma. Estaban presentes su eminencia el cardenal Aquino, ex nuncio apostólico en Argentina, la señora Isabel de Ortega, y la presidenta de las Madres de la Plaza de Mayo, la señora Rosalía Lodano. Las condiciones cambiaron. Estuve de acuerdo previamente en que ciertos temas se discutirían off the record. Acepté estas condiciones y las he cumplido. Sin embargo, pude obtener por otros medios parte de la información prohibida durante la conversación. No tengo escrúpulos en utilizarla. Espero haber captado los dos rostros, el público y el privado, de un hombre complejo que, aunque poco conocido para la Iglesia en general, no dejará de causar impresión entre sus colegas del cónclave.

El hombre público es fácil de describir. Su presencia se hace notar. Es alto, delgado y apuesto, de rasgos aguileños y ojos penetrantes y oscuros. Cuando sonríe su rostro se ilumina e irradia un vivo interés. Cuando está disgustado, sus rasgos se endurecen hasta convertirse en una máscara impenetrable. Siempre es cortés; pero, como descubrí en la primera reunión, se muestra impaciente ante las estratagemas y las astucias profesionales. Descubrí enseguida que debía negociar con las cartas sobre la mesa. En términos profesionales me pareció serio, de vez en cuando simpático, y siempre preciso. Valoró el hecho de que yo había acudido bien preparada y conocía a fondo el tema. Me retribuyó la atención con las esmeradas respuestas que el lector podrá leer en esta página.

El hombre privado se manifestó de una manera indirecta. En primer lugar, estaba inmerso en una delicada tarea diplomática. Las Madres de la Plaza de Mayo quieren llevar al cardenal Aquino ante la justicia italiana bajo la acusación de complicidad y colaboración con la dictadura militar argentina, por la muerte y desaparición de ciudadanos italianos, tanto laicos como de profesión religiosa, que fueron torturados, asesinados, o que simplemente terminaron siendo parte de los desaparecidos durante la guerra sucia. Para lograrlo necesitan que renuncie a las inmunidades de que goza por ser funcionario del Estado Vaticano. Cualquiera consideraría poco probable conseguir esto. Aquí entra en escena el cardenal Rossini, víctima también él de la guerra sucia, en la que, siendo un joven sacerdote, fue azotado y violado en la puerta de su propia iglesia y rescatado de otros horrores por la señora de Ortega y su padre.

Mientras el padre de la señora de Ortega viajaba a Buenos Aires con la intención de negociar un salvoconducto para que Rossini pudiera salir de Argentina, la señora de Ortega se trasladó con él a una propiedad en el campo y lo cuidó hasta que se restableció.

Vi pruebas fotográficas —que he aceptado no describir en estas páginas— de lo que le hicieron a Rossini. Percibí entonces, muy claramente, el modo en que Rossini consiguió una salvación personal a través de una mujer. Tuve el privilegio de verlos juntos en circunstancias totalmente paradójicas. Ahora ambos rondan la cincuentena. Estuvieron un cuarto de siglo sin verse. No obstante, no cabía duda de que una vez, aunque durante un breve período, habían sido amantes, y de que ese mismo amor seguía vivo en los dos.

Iluminaba la sobria habitación de soltero de la residencia del cardenal. Se notaba en cada mirada, en cada gesto, y le imprimió un carácter especial a la petición de tregua de Rossini, por más que no haya logrado

un acuerdo entre Aquino y las mujeres que lo acusaban.

Isabel de Ortega está casada. Su esposo es diplomático ante las Naciones Unidas. Ella, por su parte, ha desarrollado una brillante carrera como especialista en asuntos hispanoamericanos. La hija de ambos es artista y trabaja en obras de restauración en el Metropolitan Museum of Art.

El cardenal Rossini, por otra parte, gozó del favor del difunto Pontífice, que le asignó diversas misiones en el extranjero. Es evidente que el favor papal tuvo sus consecuencias. Algunos de sus colegas lo envidian. Otros acostumbran a chismorrear sobre su historia pasada cuidadosamente divulgada desde el principio por la dictadura militar a través de su embajada romana. Pero ni siquiera sus jueces más hostiles han sido capaces de poner jamás en tela de juicio la integridad y la fidelidad de su vida clerical en Roma.

Hay en Rossini un porte y una estatura que impresionan instantáneamente. Uno sabe que se trata de un hombre que no tiene deudas pendientes. Es un hombre al que yo le creería si predicara sobre el amor. Imagino que abre su corazón muy rara vez, pero cuando lo hace uno ve que las brasas arden en su interior. Sé a ciencia cierta que ahora se enfrenta a otra tragedia. La señora de Ortega regresa de inmediato a Estados Unidos para recibir tratamiento por una enfermedad que ya ha sido diagnosticada como terminal.

¿Cómo será considerado Rossini en el cónclave? Tal vez resulte más conocido de lo que él cree. Tiene fama de viajar ligero de equipaje, de moverse con rapidez y de informar con claridad. Alguien así suele subestimar la impresión que causa porque no se concentra en él mismo sino en los asuntos de los que se ocupa.

He oído las dos campanas de la historia de Aquino: la del cardenal, a quien entrevisté para este periódico, y la de las Madres de la Plaza de Mayo. Existe una fuerte antipatía entre Aquino y Rossini, que son tan

diferentes como el día y la noche. Son colegas de la curia, pero sin duda no son amigos. Yo diría que el cardenal Aquino tuvo la suerte de encontrar en su colega Rossini un abogado tan fuerte como generoso si se me permite decirlo así.

El tema de los desaparecidos, y de los muchos miles cuyo destino se conoce, no se ha cerrado. Ningún silencio es lo suficientemente profundo para acallar a tantos acusadores. Ese tema seguirá vigente para el cardenal Aquino. Calculo que el nuevo Pontífice, cualquiera que sea el elegido, no lo entregará a un tribunal civil, aunque cada vez son más los clérigos en esa situación por someter a niños a abusos deshonestos, una tragedia de escala mucho menor que las brutalidades de la guerra sucia. Sin embargo, Aquino aún tendrá que ajustar cuentas con su conciencia mientras Luca, cardenal Rossini, deberá cargar durante el resto de su vida con las cicatrices de su espalda y de su alma.

Y aquí surge la nueva paradoja. Tanto Aquino como Rossini formarán parte del cónclave para elegir un nuevo papa. Ambos son, por definición, candidatos. Dado el clima de reacción que ya se está preparando, ninguno de los dos será fácilmente descartado. Aquino es un fruto maduro, algunos creen que magullado, por un largo servicio diplomático y curial. Rossini, por su parte, es el lobo estepario familiarizado con

los suburbios y con las altas esferas, que cultiva su amor y convierte sin estridencias su ira en servicio. De los dos, como alguien ajeno al cónclave, lo prefiero a él. ¿Por qué? Porque creo que podría mantener vivas las brasas del amor, aunque fuera elegido y sobre él cayera el frío glacial del poder absoluto.

Había aún más, pero Rossini había leído lo suficiente para saber que su amor por Isabel ya no era un secreto. Sería conocido de una u otra forma por obra de todos los medios de comunicación del mundo entero. Estaba contento de que Isabel hubiese hecho las paces con su esposo, y de haber colaborado en la reconciliación. La revelación de la enfermedad de ella a los medios de comunicación había sido un golpe inesperado. Pero tenía que admitir que, en general, Steffi Guillermin había cumplido su promesa y que su comentario había sido más generoso de lo que esperaba. Se preguntó qué comentario haría el camarlengo sobre el tema. Aún estaba pensando en las posibles consecuencias del artículo cuando el secretario de Estado levantó la vista de su lectura y dijo:

—Espero que mis traductores puedan dar una versión decente de tu texto, Luca. Hay en él más pasión de la que esperaba.

—¿Eso es malo, Turi?

—No, creo que encaja bien con el retrato que la señorita Guillermin hizo de ti como hombre apasionado.

—¿Eso te preocupa?

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