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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (58 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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»—Aquí nos quedamos, mi don —indicó Eulogio—. La mina está aquí atrás, al pie de la cuchilla. Mañana la veremos. Ahora hay que descansar.

»Habíamos traído una lámpara Coleman, que Eulogio encendió para poder entrar en la cabaña. Tendimos en el suelo las mantas de las monturas y éstas nos sirvieron de almohada. Me envolví en una cobija que siempre me acompaña, recuerdo de la época que viví en Alaska. Eulogio salió para quitar el freno a las cabalgaduras y traer un poco de agua para preparar café. La cabaña, en medio de su ruina causada por el trabajo del monte que la invadía, conservaba aún los restos de un fogón y algunos ganchos colgados de las paredes que se inclinaban peligrosamente. Cuando Eulogio se acercó con el café, ya me había dormido. Sin despertarme del todo, bebí la infusión intensamente perfumada y densa que me produjo un bienestar inmediato. Algo dijo de comer pero yo entraba ya de lleno en el sueño deletéreo y profundo que produce el cansancio.

»Una vasta algarabía ensordecedora me despertó de repente. Creí que había dormido hasta muy tarde. Amanecía apenas y todas las aves del monte se habían lanzado al unísono en un coro desordenado y frenético. Eulogio ya estaba de pie y preparaba el desayuno con pausados gestos de oficiante. Había puesto a tostar unas tajadas de pan de maíz sobre una plancha circular de latón que, según me dijo, había descubierto debajo de las brasas de la noche anterior. Nos refrescamos el rostro en la quebrada, cuyas aguas heladas y transparentes tenían algo de virgiliano y clásico.

»—Bueno, vamos a visitar esa vaina —comentó Eulogio—. Llevemos la lámpara para poder internarnos tranquilos. Tenga esto en la mano por si se ha refugiado adentro algún animal —y me alargó un machete semejante al que él traía. En la otra mano llevaba la linterna apagada. Dejamos el claro y nos internamos en el monte en dirección a la barranca que se alzaba imponente hasta perderse en el cielo cargado de nubes bajas y desmelenadas. Al llegar al pie de aquélla advertimos una plataforma hecha de troncos, afirmados con grandes piedras, que servía de terraza a tres entradas algo más altas que la estatura normal de una persona. Todo tenía un tal aspecto de abandono que descorazonaba al más entusiasta visitante, ilusionado con poner en marcha esa obra muerta por la que circulaba el viento con un gemido entre infantil y desolado—. Hay que comenzar por el socavón de la izquierda, que comunica más adentro con los otros dos. La entrada de éstos está llena de huecos que dificultan el paso —indicó Eulogio mientras encendía la lámpara y maniobraba el paso del aire para lograr la luz más intensa de la caperuza de seda calcinada.

»No sufro de claustrofobia y he vivido en la cala de un navío durante meses, pero los espacios encerrados me han dado siempre una impresión de catacumba, de rito funerario, de regreso a lo desconocido que me abate el ánimo y mina las trabajadas reservas de curiosidad y arresto que me quedan. Lo primero que me llamó la atención fueron las dimensiones del interior de la extensa galería que recorríamos.

»—Por ahora vamos a conocer las galerías, más tarde le voy a señalar ciertas particularidades del terreno que le pueden dar pistas interesantes. Esta humedad que gotea de las paredes y del techo no debe causarle temor. Es más, el problema es cuando de pronto desaparece y comienza a secarse el ambiente. Aquí eso no sucede jamás.

»Y así siguió familiarizándome con el sitio con un dominio del mismo que me iba dando cada vez más confianza para el futuro trabajo que me proponía realizar en La Zumbadora. Por cierto que el nombre, que hasta entonces me había intrigado, ahora, que escuchaba el quejido persistente del viento en el oscuro laberinto de los corredores subterráneos, me parecía no solamente apropiado y justo, sino hasta demasiado obvio y poco ingenioso. Así se lo comenté a Eulogio, quien me dijo que toda mina tiene esa condición de hacer que el viento, al recorrer las galerías, produzca un sonido peculiar que los mineros saben distinguir y, a menudo, descifrar a su manera.

»Después de dar varias vueltas a derecha e izquierda, vimos una claridad que fue creciendo a medida que avanzábamos. Era la entrada central. Ya íbamos a acercarnos a ella cuando Eulogio se detuvo y me señaló en el costado derecho un paso hacia lo que debió ser otra galería, pero que estaba tapiado con piedras amontonadas caprichosamente.

Aquí parece que enterraron a los ingleses y a los peones y mujeres que trabajaban con ellos —comentó—. Esta galería es la única que desciende muchos metros bajo tierra y fue excavada para seguir una veta que, según dicen, prometía mucho. Vaya usted a saber si es cierto. La gente ha inventado mucha carajada sobre esta historia y ya nadie sabe la verdad de lo que sucedió. En la jefatura Militar de la zona quemaron los expedientes con los partes sobre la matanza. Los milicos, a pesar de que han pasado ya tantos años, no quieren que se hable del asunto. Se lo digo porque, si va a la capital de provincia para sacar los permisos de explotación, van a tratar de tirarle de la lengua para averiguar qué es lo que sabe. Como eran extranjeros la cosa causó mucho revuelo y se habló más de la cuenta. Usted limítese a pedir sus papeles y haga como si no supiera nada. Allá la gente es muy jodida. Ya lo verá.

»A medida que iba sabiendo más sobre esta historia de La Zumbadora, vivía los altibajos de un desánimo más que justificado y la ilusión, no siempre tan patente, de que todo se arreglaría. Lo curioso es que seguía viviendo todo aquello como algo transitorio y circunstancial, con un interés en el cual no estaban en juego los resortes interiores que suelen impulsarme en esas empresas. Ya saben ustedes, seguramente, de mi viaje en busca de los aserraderos en el Xurandó, del burdel en Panamá o de mis insensatas navegaciones por el Mediterráneo y el Caribe en tratos no siempre protegidos por la ley. En cada una de esas ocasiones me lancé de lleno, jugándome entero, viviéndola como si fuera l a gran hazaña de mi vida. En esta historia de las minas no sucedió así. Al comienzo, por lo menos. Después, mi relación con el asunto cambió radicalmente, ya les contaré cómo, porque difiere en muchos puntos de mis anteriores andanzas. No sé si estén cansados y prefieran que siga otro día».

Le contestamos que en verdad no era tan tarde y estábamos escuchándolo con creciente interés. La botella de bourbon se había agotado. Traje otra, renové el hielo y le pedimos al Gaviero que prosiguiera con su relato. En las noches de verano en California, el tiempo se estira como una substancia elástica y complaciente, muy propicia para disfrutar confidencias de alguien que traía un arsenal de relatos capaz de llevarnos de asombro en asombro hasta la madrugada.

—El despertar en la cabaña —prosiguió el Gaviero— no volvió a tener ese carácter de sorpresa. Al contrario, había en el vocerío inopinado de las aves una especie de alegre canto a las maravillas matinales del mundo que me llenaba de gozo. Llegué a sentir que se dirigían a mí en especial para animarme en la subterránea exploración del tenebroso mundo de la mina. Eulogio fue, como lo había previsto, un guía y un consejero tan indispensable y tan útil que llegué a tener la convicción de que, sin su ayuda, no habría conseguido penetrar siquiera en La Zumbadora. Los trabajos de los días que siguieron a nuestro arribo me sirvieron para determinar, con cierta precisión sujeta a pruebas posteriores, los lugares en donde valía la pena verificar la presencia del filón que guardaba el oro. Marcamos esos lugares con piedras, pero de manera que no fuera descifrable para quien penetrara en las galerías.

»—Aquí ya no viene nadie —comentó Eulogio—, pero es mejor que sólo nosotros podamos distinguir las marcas. Nunca se sabe. Cada piedra debe quedar a tres metros exactos hacia el norte de donde está el lugar que nos interesa. Es un truco que aprendí con unos místeres que estuvieron aquí hace años y nunca más volvieron.

»Así lo hicimos y, después de haber permanecido allí una semana, regresamos a San Miguel para comprar algunas herramientas indispensables. Era necesario sacar muestras de la roca y someterlas a pruebas químicas muy sencillas, que nosotros haríamos en el sitio mismo para no llamar la atención. Cuando, de regreso, llegamos al lugar donde terminaba la escarpada senda por la que habíamos subido, Eulogio se despidió de mí. Tenía que regresar a su finca para pagar a la peonada y marcar un ganado. Me dejó la yegua en préstamo, con recomendación de que la dejara pastando en el solar que había al fondo del café. Tenía este hermano de la Regidora una rectitud natural, una manera serena y ponderada de hacer las cosas y manifestar sus opiniones, que me parecía sorprendente en alguien que escasamente sabía leer y escribir y había pasado su vida sometido a la embrutecedora fatiga de las labores del campo. Otra cualidad suya que aprendí a valorar era una manera positiva y concreta de juzgar todo asunto relacionado con la exploración y explotación de la mina, actitud que iba a servir para moderar mis ímpetus y desorbitadas especulaciones que se despertaron con los primeros resultados de nuestra búsqueda. A medida que iba conociendo a Eulogio aprendía a descubrir en su hermana algunas de sus cualidades, no tan evidentes en ella a causa de su peculiar sentido del humor y de su ironía teñida de un muy femenino deseo de poner de relieve las debilidades de su interlocutor, sobre todo si era hombre. He pasado, después de esa época de minero en la cordillera, por muchos otros horizontes por entero distintos y tratado personas de condición y raza muy diversas, pero nunca he podido olvidar a esta pareja de hermanos que, al tiempo que me prestaron apoyo y amistad muy firmes, me dejaron una lección de sorprendente madurez e independencia de carácter, virtudes que no distinguen precisamente a quienes habitan esas regiones. Ustedes saben a qué me refiero.

»En el café me esperaba Dora Estela curiosa de saber de mi visita a La Zumbadora y lo que pensaba de su hermano. Le conté todo en detalle y se mostró muy satisfecha de la opinión que me despertó Eulogio. Volvió a mencionarme la dificultad que éste tenía al hablar y cuando le dije que se trataba de alguien que pensaba antes de hablar y no al contrario, como es costumbre en esas tierras, se mostró muy complacida. El café, por esos días, mostraba una actividad inusitada. Yo seguía ocupando desde temprano mi mesa de siempre, ya que el quedarme en mi habitación para nada evitaba el escándalo que llegaba hasta aquélla con la misma intensidad que a la mesa. Había nuevas meseras venidas de alguna provincia lejana, como lo mostraban su piel color tabaco oscuro y la amplitud de las caderas, en donde se anunciaba la sangre negra de la gente costeña. Hablaban en voz alta, comiéndose las letras, sobre todo la ese y la erre. Su tono desenfadado y su afán de conversar con todo el mundo en voz alta, en medio de risas y exclamaciones, a menudo gratuitas, que se escuchaban como explosiones sorpresivas de una alegría más aprendida que natural, cambiaron por completo el ambiente del lugar. Los discos no volvieron a escucharse. Las recién llegadas se encargaban de cantar todo el tiempo cuando se dirigían a las mesas para atender a los clientes. El nuevo ambiente fue recibido por Dora Estela con muestras de desagrado en donde se mezclaban cierto temor a la competencia y el carácter reservado y contenido de las gentes de la cordillera. Esta extrañeza, que a menudo se convierte en franco rechazo, la he notado en muchos otros lugares del mundo. En Asia, por ejemplo, es tan notorio que debe tenerse mucho cuidado al tratar con las personas procurando saber de antemano cuál es su procedencia.

»La Regidora me indicó la tienda en la que podía comprar las herramientas necesarias para tomar las pruebas de la roca y la farmacia en donde podrían venderme o solicitar a la capital las substancias para hacer los exámenes de aquéllas. Cuando tuve todo listo envié un recado a Eulogio confirmando mi llegada a la mina el día convenido. Esta vez el camino me pareció más corto y menos escarpado. Al llegar al claro del bosque, tuve una sensación de alivio y de nuevo la impresión de penetrar en un ámbito con reminiscencias clásicas. Esa noche, al pensar en ello, me di cuenta de que el lugar me recordaba esos apacibles remansos a la orilla de los cuales Don Quijote dialogaba con Sancho evocando las doradas edades de un pasado legendario. Poco después de mi arribo apareció Eulogio. Traía una mula cargada de bastimento suficiente para una prolongada estadía en la mina. Cuando le hablé de pagar estas provisiones me repuso:

«»—Todo esto lo tengo apuntado. Cuando convengamos mi salario sumamos todo y hacemos una sola cuenta. Así es mejor.

»De nuevo me atrajo el buen juicio de mi guía y la forma ecuánime y ponderada de valorar su trabajo y los servicios que empezaba a deberle. Como ya la tarde comenzaba a oscurecer, dejamos para el día siguiente nuestra exploración y nos tendimos en el pasto para comer la cecina con trozos de yuca frita y tajadas de plátano asado que había traído Eulogio del rancho. Los había preparado su mujer, según me dijo. Así me enteré de que estaba casado. Le pregunté por su familia y me contó que tenía dos hijos pequeños, uno de diez años y otro de cinco. Había conocido a su esposa durante el servicio militar, que prestó en una provincia del sur del país. Ella era muy joven y me comentó que conservaba una timidez incurable debido al acento con el que hablaba y que producía la hilaridad de la gente de San Miguel. Las pausas de Eulogio al responder se iban disminuyendo a medida que mejor nos conocíamos; al punto que nuestros diálogos cobraron una fluidez casi natural. En contraste con su hermana, Eulogio carecía por completo de esa tendencia al humor y a la ironía que hacían de Dora Estela una interlocutora con la que toda cautela era poca. La seriedad de Eulogio no impedía, sin embargo, que sus juicios sobre las personas tuvieran a menudo una causticidad oportuna.

»Entrada ya la noche, el murmullo de la quebrada y el silencio imponente del monte me trajeron la imagen cervantina de la que hablé antes. Curiosa impresión al pie de una mina que parecía esconder más de una tragedia y no pocos misterios que le prestaban un halo de sombría desolación.

»Las muestras que conseguimos al día siguiente, al ser examinadas a la luz del día, poco indicaban que se tratara de una veta rica en mineral. No valía la pena, según mi compañero y también de acuerdo con mis manuales, el someterlas a prueba alguna. Desde mi visita anterior traía una idea fija que me trabajaba con creciente insistencia. Se trataba de derrumbar el muro de piedra que obstruía la galería en donde al parecer descansaban los restos de los trabajadores fusilados y buscar allí las afloraciones que pudiera haber. Eulogio, cuando le comuniqué mi propósito, para mi sorpresa no se opuso en principio a la idea. Los argumentos que esgrimió eran más bien de orden práctico. La remoción del muro no era tan fácil de lograr entre dos personas. Le propuse que lo intentáramos y así lo hicimos. Como me lo esperaba, el trabajo no fue tan arduo. En dos días estaba libre la entrada y nos internamos por el socavón con ayuda de la Coleman. Durante muchas horas nos dedicamos a examinar los corredores que se iban ramificando con mayor profusión que en las otras galerías. Encontramos muchos restos de maquinaria abandonada, corroída por el óxido y casi imposible de identificar. No había rastro alguno de restos humanos. Al día siguiente volvimos a explorar el sitio y en ningún momento hallamos la menor huella de que se hubiera removido la tierra, ni tampoco indicio de que hubiera ocurrido una explosión. Por el contrario, el lugar se veía mejor conservado, las paredes con refuerzos más firmes y el suelo cuidadosamente apisonado y con escalones muy bien terminados, en los casos en los que era necesario descender a mayor profundidad del nivel de la galería. Cuando ya estábamos a punto de salir, Eulogio descubrió ciertas señales que recordaban las que habíamos dejado en las otras galerías. Nos detuvimos a examinarlas y comprobamos que, en efecto, indicaban lugares que ocultaban algo de interés. Siguiendo un sistema de eliminación de posibilidades, sencillo de establecer gracias al espacio reducido en donde se encontraban las señales, era fácil descubrir lo que querían indicar. Al día siguiente nos dedicamos a ese trabajo en el que el hermano de la Regidora mostró de nuevo su habilidad para moverse en ese mundo abstracto y complejo, tan semejante al que dominan los jugadores de ajedrez y que no deja siempre de causarme admiración, tal vez por mi absoluta falta de dotes en ese sentido. No tardamos mucho en ubicar los sitios en donde, tras escarbar muy superficialmente, encontramos los afloramientos del supuesto filón. Tenían el mismo aspecto de los que hallamos en las otras galerías. Sin embargo, sacamos muestras y salimos a examinarlas. Se trataba de roca calcárea sin ninguna huella de los elementos que anuncian la presencia del mineral.

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