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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

En alas de la seducción (26 page)

BOOK: En alas de la seducción
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—¿Puedo acompañarlo?

—No.

La negativa sonó ruda a Cordelia, pese a que la esperaba.

—Dígame, por lo menos, adonde va, por si a alguien se le ocurre buscarlo —comentó en tono mordaz.

Newen reprimió una réplica agria, decidiendo que era mejor no alimentar la curiosidad de la muchacha, pues lo último que deseaba era que ella descubriese la "isla de cría".

—Si viene Medina, el único que se interesaría en buscarme —no pudo evitar la sorna en su voz—, dígale que fui a cumplir con mi trabajo.

—Ésa sí que es una respuesta esclarecedora —se burló Cordelia—. Aunque supongo que el señor Medina estará acostumbrado. ¿Vendrá a comer o deberé armar mi propio picnic?

Si las miradas quemaran, la de Newen habría incendiado los maderos de la chimenea. No cabía duda de que la princesita estaba habituada a tender manteles de cuadros sobre el césped y destapar cestas de mimbre repletas de delicadezas. Algo que él detestaba.

—Volveré temprano —fue todo lo que dijo.

La puerta de troncos se cerró tras él con estrépito. Cordelia, trepó con rapidez a uno de los bancos y atisbó por la ventana. A pesar de que el guardaparque avanzaba a zancadas, pudo ver que tomaba la dirección del sur, donde serpenteaba el caminito que conducía a lo de Damiana. Esperó el tiempo justo para poner distancia con el hombre y su perro y salió, después de enrollar su cabellera en una trenza en la nuca, para evitar que la delatase desde lejos. Cerró con suavidad la puerta, confiando en que Medina no necesitase a Newen durante su ausencia.

El camino del sur se bifurcaba a la altura de un pequeño lago, y un sendero enmarañado ascendía hacia un monte cubierto de notros, en el que se vislumbraba la silueta del guarpadarque como una mancha gris. El perro iba y venía a su alrededor, soltando ladridos alborozados que llegaban a los oídos de Cordelia con el viento. Éste la favorecía, pues la alejaba del olfato certero de Dashe.

Newen se detuvo en la cima para contemplar el valle y la muchacha se agachó de inmediato, clavándose en el trasero las espinas de los arbustos. Podía ver, a través de los frutos rojos, cómo la espalda del hombre desaparecía al bajar la cuesta del otro lado. Siempre inclinada, tomó el sendero de subida, sin dejar de admirar la belleza inmóvil del lago, reflejando en sus aguas verdes la vegetación que cubría los montes que lo rodeaban. Se imaginó mirándose en él como si fuese un espejo. El aire, tan diáfano que dolía al respirarlo, le dificultaba el ascenso, de modo que llegó sin aliento a la cima. Ni rastro del guardaparque. No podía haberse desvanecido en el viento, pensó frustrada. Al cabo de unos momentos, cuando sus oídos se acostumbraron al silencio de las alturas, percibió un sonido apagado, una especie de aleteo. Retomó entonces su exploración y tropezó con una hondonada que la llevó demasiado aprisa a la entrada de una cueva apenas visible entre arbustos espinosos. El aleteo provenía de su interior. Cordelia era audaz aunque no tonta, así que, antes de ceder a su natural curiosidad, se armó con una rama de pino que todavía conservaba sus piñones y avanzó cautelosa.

La entrada de la cueva conducía a una antesala, ya que a la izquierda se abría otro hueco y hacia allí dirigió sus pasos la joven. Ni bien sus ojos se amoldaron a la oscuridad, presenció un cuadro que la fascinó. Newen se hallaba en cuclillas, parapetado tras un hule negro e inclinado sobre un agujero en la piedra que, por sus bordes simétricos, parecía cavado a propósito; sólo un brazo se veía fuera del hule, y ese brazo sostenía la criatura más extraña que Cordelia hubiese visto: tenía cabeza y pico, pero su cuerpo se confundía con la manga del guardaparque, que la movía hacia adentro del hueco con una delicadeza sorprendente en él. Cada vez que lo hacía, el aleteo que Cordelia había escuchado se volvía más frenético. La extraña criatura no poseía alas, sin embargo, y parecía moverse a impulsos del hombre que la sostenía. A medida que la penumbra de la cueva se diluía, Cordelia comprobó con asombro que ¡se trataba de un títere! El brazo de Newen, enfundado en el cuerpo del muñeco, era lo que le daba vida, con tanta naturalidad que cualquiera hubiese creído ver un ave real. ¿Qué hacía Newen en el hueco? La concentración del hombre le impedía advertir la presencia de la intrusa y Cordelia aprovechó esa ventaja para retroceder con sigilo, buscando la protección de las paredes escarpadas de la roca, segura de no ser bienvenida en su observación.

Decidió volver en otro momento y descubrir qué ocultaba el guardaparque en esa cueva, pues la actitud de él al partir esa tarde había sido muy misteriosa. Por fortuna para ella, Dashe había decidido explorar por su cuenta y no lo encontró al salir de la gruta, de modo que descendió a todo correr por el sendero y no se detuvo hasta llegar a la bifurcación de los caminos. Allí recuperó el aliento para poder regresar a la cabaña como si nada hubiese ocurrido.

Una hora más tarde, viendo que Cayuki no regresaba, Cordelia supuso que habría continuado la ronda habitual, lo que le daba un margen de dos horas más para volver al sitio de la cueva. "Ahora o nunca", pensó.

El sol de la tarde la acompañó, implacable, durante su nuevo ascenso, calentándole la cabeza y poniéndola al límite de sus fuerzas cuando alcanzó la cueva conocida. Agradeció el fresco de la penumbra interior que la recibió. Se movió con cuidado al arrodillarse junto al hule negro, del mismo modo que había visto hacer a Newen y, antes de levantar uno de los extremos, buscó a su alrededor al muñeco capaz de provocar el aleteo en el hoyo. Lo encontró adentro de una caja de cartón que antes no había visto: parecía grotesco sin la mano que le infundía vida, apenas un títere de goma con pico ganchudo y ojillos rígidos. Introdujo su brazo en el guante con reverencia y ensayó unos movimientos, deleitándose al comprobar que le salían bastante naturales para ser la primera vez. Siempre imitando lo que vio hacer al guardaparque, Cordelia asomó la mano con el títere por un costado del plástico, sin saber qué se hallaba del otro lado. Al principio no oyó nada, pero al cabo de un minuto hubo una especie de picoteo seguido de un graznido corto. Más entusiasmada, Cordelia empezó a mover el brazo hacia delante, imitando a Newen, y comprobó satisfecha que el aleteo se repetía, cada vez más fuerte, más fuerte... casi frenético. "Lo estoy haciendo muy bien", se dijo, e intensificó el balanceo del títere. De pronto, el ruido se hizo estruendoso, acompañando los picoteos con gritos y chillidos, seguidos de correteos y golpes. Cordelia, en su desconcierto, olvidó mover el brazo y los graznidos saturaron la cueva, horadándole los tímpanos. Algo no andaba bien. Se incorporó, preocupada, dispuesta a salir de dudas con respecto a la criatura del hoyo y extendió la otra mano para levantar el hule cuando una garra la capturó, presionando su muñeca hasta insensibilizarla. Cordelia se revolvió, asustada, pero la garra no sólo la apretaba sino que la arrastraba, con títere y todo, fuera de la cueva. A la luz del día, pudo ver la expresión asesina de Newen Cayuki. El hombre apretaba su brazo con tal fuerza que la mano de Cordelia se abrió y dejó caer el títere al suelo, donde quedó como un cadáver sobre el polvo y las rocas. Sin entender qué había hecho, la muchacha levantó los ojos hacia su captor y vio que él trataba de dominarse. No sólo no cejaba en su apretón, sino que empezaba a zamarrearla como si ella también fuese un muñeco de goma. De pronto, la ira del guardaparque se congeló y dio paso a una actitud glacial aun más amenazadora. En su mirada podía leerse desprecio, rabia y un atisbo de temor, una emoción indefinible que prevaleció sobre las demás, por fin, pues el hombre la soltó y se inclinó para recoger el títere, entrando después en la cueva sin pronunciar palabra.

Cordelia aguardó afuera, también silenciosa, sentada sobre una piedra, hasta que Newen salió y juntos iniciaron el descenso del cerro. Algo muy malo había sucedido, sólo que ella no sabía qué. Caminaron bajo el sol neblinoso del atardecer hasta llegar a los senderos que se bifurcaban, donde el hombre se detuvo e inspiró hondo antes de hablar con voz neutra.

—Nunca, jamás, vuelva a este sitio. Pudo estropearlo todo.

Al ver que se disponía a seguir caminando sin otra explicación, Cordelia lo retuvo tirando de su manga.

—¿Por qué? ¿Qué sucedió? Sé que vine sin avisar, pero ¿qué hice mal? Por favor, dígame así puedo avisarle a mi hermano cuando venga.

—¡Su hermano me importa un cuerno! —bramó Newen, fuera de sí—. Pudo haber estropeado el trabajo de varios meses por un capricho de niña malcriada. A usted no le interesa ese pichón de cóndor, lo que no tolera es que se le niegue algo, ¿no es así, princesa? Las de su clase quieren a todos comiendo de su mano, pero entérese: yo me las arreglo solo, no necesito que me den de comer. Solo. Y es bueno que también su hermano lo tenga claro, si es que va a quedarse.

—¡Claro que va a quedarse! Es su trabajo.

Newen la miró, rumiando su rabia.

—Dígame algo, señorita Cordelia. ¿A qué viene tanto interés de su hermano por ser guardaparque? ¿Cómo es que los dos emprenden una aventura como ésta, desde tan lejos, sólo para conseguir un empleo que no es gran cosa, después de todo?

La joven dudó antes de confiarle todo a ese hombre duro que parecía inmune a cualquier sentimiento, salvo si se trataba de cuidar a los animales.

—Usted no entiende, es el sueño de su vida. Yo... yo puedo hacer cualquier cosa que desee, señor Cayuki, pero mi hermano está enfermo y tiene sueños que tal vez jamás cumpla por eso. Desde niños, él dijo que sería científico, naturalista o algo así. Leía los libros de Maeterlink sobre las abejas y las hormigas, el de Hudson sobre las aves y hasta el diario de viajes de Darwin, todo lo que alimentaba su ideal de vida, estudiando las especies, comprendiendo la vida silvestre. A medida que crecimos y su enfermedad empeoró en lugar de mejorar, esos sueños quedaron hechos pedazos. Émile nunca podría viajar por esos países exóticos de los que leía. Entonces, fue reduciendo sus aspiraciones. Pensó en un trabajo que le permitiera estar en contacto con la naturaleza. Empezó una carrera de Biología pero no pudo mantener el ritmo de los estudios con sus crisis, muchas veces provocadas por los nervios de los exámenes. Entre los dos, pensamos muchas cosas y decidimos que el trabajo de custodio de un parque no sería tan difícil de realizar. Fue justo cuando vimos el anuncio de Parques Nacionales en el periódico. Solicitaba un ayudante, alguien sin título pero dispuesto a aprender, y eso fue lo que nos decidió.

Newen escuchaba y no se le escapaba que Cordelia hablaba siempre en plural cuando se trataba de su hermano. Estaba tan unida a él, que los pensamientos de uno se transformaban en las decisiones del otro. No sabía de quiénes eran los nombres que la muchacha había citado, pero se notaba que el hermano debía ser un joven muy leído, aunque con probabilidad frustrado por no culminar sus proyectos. ¿Qué le importaba a él todo eso? ¿Por qué se veía involucrado?

Los dedos le hormigueaban por el deseo de apretar ese cuello esbelto hasta el último gemido. La conciencia de ese impulso fue lo que le devolvió el control de sí. No permitiría que ella lo convirtiese de nuevo en el salvaje que fue una vez

—La "isla de cría" es un lugar sagrado —dijo, masticando rabia—. No quiero que nadie se acerque, y si algún día descubro que usted habló de este sitio la perseguiré adonde sea para que pague su precio.

Le dio la espalda y retomó el camino de regreso, seguido por una Cordelia rezagada y muda.

Esa noche, mientras Newen efectuaba sus anotaciones diarias, la muchacha preparó una cena sencilla para ambos, todo en el más absoluto silencio. Dashe se acercó a la puerta buscando comida, costumbre que había adquirido desde que Cordelia vivía en la cabaña, y la joven echó un poco del arroz reservado para ella en un rincón, fuera del umbral. En dos lengüetazos, el animal lo devoró y aguardó paciente otra ración, ante la mirada estupefacta de Newen.

Ocuparon sus sitios en la cabecera de la mesa de trabajo y siguieron en un silencio empecinado, sólo quebrado por el tintineo de la loza. Cordelia revolvía con desgano sus garbanzos, mientras la magnitud de lo ocurrido iba penetrando en su mente, haciéndole comprender que la cría de cóndores debía ser la misión de Newen Cayuki en la vida y que por eso había reaccionado como lo hizo, con la fiereza de un animal acorralado. Ella estuvo a punto de desbaratarla por imprudencia. Claro que si ese hombre
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zudo le hubiese explicado todo desde un principio, ella no habría cometido semejante error. A Newen Cayuki le faltaba aprender mucho sobre las mujeres, lástima que no le alcanzaría el tiempo que le quedaba para enseñarle.

—Está bien, voy a explicarle qué hizo mal allá arriba.

Cordelia se sobresaltó. Cayuki había arrojado lejos de sí el tenedor y la miraba con impaciencia. Se había hartado de verla jugar con la comida en el plato con aire compungido, tan callada y dócil, que le produjo una punzada de maldita compasión.

—Para empezar —dijo él, sin poder evitar un regaño—, no debe salir sola a lugares que no conoce. Primera lección. En segundo lugar, ese pichón que estoy criando no debe ver jamás una figura humana.

La expresión de la joven, teñida de asombro, le arrancó un suspiro resignado.

—Eso es porque tengo la intención de soltarlo para que viva en estado salvaje cuando crezca.

—Oh...

—Por eso, no debe ver a ningún hombre o mujer, ya que creería que son las personas las que le proveen alimento, cuando en realidad son ellas sus principales enemigos. Aunque se críe en cautiverio, debe ser capaz de vivir como salvaje.

—¿Y el títere? —preguntó tímida Cordelia.

No esperaba que él le dirigiera la palabra, mucho menos para explicarle algo.

—Le hago creer que es su padre o su madre. Lo alimento con títeres hasta que pueda arreglarse solo y entonces lo llevo a un sitio donde lo suelto para que viva como debe ser.

—¿Y cómo sabe buscar comida si nunca lo hizo antes?

La curiosidad de Cordelia, más fuerte incluso que su temor, provocó un rictus de ironía en Newen.

—Por un tiempo lo sigo, lo vigilo, le dejo carne cruda en distintos lugares hasta que, en compañía de otros como él, aprende solo. Tampoco debe verme en esos casos. Usted estuvo a punto de causar un estropicio. Si yo no hubiese llegado a tiempo...

—No entiendo. Yo hice lo mismo que le vi hacer a usted, señor Cayuki, le mostré el muñeco y lo moví de la misma manera.

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