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Authors: Lois Lowry

Tags: #ciencia ficción - juvenil

En busca del azul (12 page)

BOOK: En busca del azul
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—Nora —Tomás seguía viendo llover por la ventana.

—¿Qué? —Nora levantó los ojos del perro.

—Esta noche lo he vuelto a oír. Ahora estoy seguro. Era el llanto de un niño. Parecía venir del piso de abajo.

Ella le miró y vio que estaba preocupado.

—Nora —dijo él titubeando—, ¿te atreverías a ir conmigo a explorar un poco? A lo mejor no era más que el sonido del viento.

Era verdad que afuera el viento soplaba sin tregua. Las ramas de los árboles azotaban el edificio y las hojas arrancadas volaban por el aire. Pero el ruido que hacía la tormenta no se parecía en nada al llanto de un niño.

—¿Quizá un animal? —sugirió Nora—. Yo he oído a los gatos maullar como si fueran niños con dolor de tripas.

—¿Gatos? —repitió Tomás dudoso—. Pudiera ser.

—¿O un cabrito? Hacen así como si llorasen.

Tomás meneó la cabeza.

—No era un cabrito.

—Bueno, nadie nos ha dicho que no podamos explorar —comentó Nora—. A mí, por lo menos, no me lo han dicho.

—A mí tampoco.

—Pues vale, voy contigo. Además, esta mañana no hay buena luz para trabajar —se levantó; Palo no cabía en sí de excitación—. ¿Qué hacemos con Mat? Tendríamos que llevarle.

—¿Dónde habéis de llevarme? —Mat apareció en la puerta, descalzo, con el pelo mojado, migas en la barbilla, bigotes de mermelada y una camisa tejida de Tomás que le quedaba grande—. ¿Vamus de aventuras?

—¡Mat! —Nora recordó su intención de preguntarle—. ¿Tú has visto alguna vez una fiera? ¿Una fiera de verdad?

La cara de Mat se iluminó.

—¡Millones y millones! —y poniendo cara de fiera enseñó los dientes, rugió, y su perro se apartó de él asustado.

Nora puso los ojos en blanco y miró a Tomás.

—Ven acá, Palitu —Mat, abandonando su papel de fiera, se acuclilló junto al perro, que se acercó a olfatearle—. Puedes lamer —y con una gran sonrisa dejó que el perro le lamiera de la cara los restos del desayuno.

—Sí, vamos de aventuras —le dijo Nora, tendiendo sobre el manto la tela protectora—. Se nos ha ocurrido ir a explorar un poco. No hemos estado nunca en el piso de abajo.

A Mat la idea de la exploración le hizo abrir los ojos con embeleso.

—Yo oí un ruido anoche —explicó Tomás—. Probablemente no era nada, pero hemos pensado ir a echar un vistazo.

—Un ruidu no puede no ser nada —señaló Mat; y con toda razón, pensó Nora.

—Quiero decir que probablemente no era nada importante —corrigió Tomás.

—¡Pero a lo mejor es interesante! —dijo Mat entusiasmado.

Y los tres, con el perro detrás, echaron a andar por el corredor hacia la escalera.

Capítulo 13

Normalmente Palito iba brincando de acá para allá, adelantándose y volviendo después sobre sus pasos, pero aquella mañana, más cauteloso, marchaba a la cola. Afuera aún tronaba, y el vestíbulo estaba poco iluminado. Tomás marchaba el primero. Las uñas del perro repicaban en las baldosas. A su lado Mat se movía en silencio con sus pies descalzos. El único otro ruido lo hacía Nora, con un golpe seco del bastón a cada paso y el arrastre de su pierna torcida.

Como el piso de arriba, donde vivían, también éste era sencillamente un corredor vacío con puertas de madera cerradas.

Tomás dobló un recodo, y enseguida dio un paso atrás como si algo le hubiera sobresaltado. Los demás, incluido el perro, se quedaron petrificados.

—Shhh —Tomás pidió silencio llevándose un dedo a los labios.

Allá delante, al otro lado del recodo, sonaron pasos; después una llamada a una puerta, la puerta que se abría y una voz. A Nora le resultaron conocidas la voz y su inflexión, aunque las palabras no se entendieron.

—Es Jacobo —indicó con los labios a Tomás, y él asintió y se estiró para mirar.

En ese momento se le ocurrió a Nora que Jacobo había sido su defensor, que era el responsable de que ella estuviera allí, en aquella nueva vida. Así que realmente no había razón para esconderse de él en las sombras de un pasillo. Pero sentía un miedo extraño.

Se adelantó de puntillas y se inclinó junto a Tomás. Se veía que estaba abierta una de las puertas. De dentro salía un murmullo indistinto de voces. Una voz era la de Jacobo. La otra era la voz de una niña.

La niña lloró un poco.

Jacobo habló.

Entonces la niña, sorprendentemente, se puso a cantar.

Su voz clara y aguda se elevó sin palabras: era sólo la voz, cristalina, casi como un instrumento musical. Se alzó hasta una nota aguda y la sostuvo largamente.

Nora sintió un tirón en la ropa, y al bajar la mirada vio a su lado a Mat, que le tiraba de la falda con los ojos muy abiertos. Por señas le mandó guardar silencio.

Entonces el canto cesó bruscamente y la niña volvió a llorar.

Se oyó la voz de Jacobo, que ahora era áspera. Nora no le había oído nunca hablar así.

La puerta se cerró de golpe y las voces se amortiguaron.

Mat seguía dando tirones, y Nora se inclinó para que le dijera al oído lo que le quería decir.

—Es amiga mía —dijo él muy excitado—. Bueno, no es amiga del todo porque a mí y a mis compas no nos gustan las niñas. Pero la conozcu. Vivía en la Nava.

También Tomás le escuchaba.

—¿La que ha cantado? —preguntó.

Mat asintió con vehemencia.

—Se llama Lol. En la Nava andaba siempre cantandu. Nunca oíla llorar así.

—¡Shhh! —Nora intentó moderar a Mat, pero no había manera de que hablara en voz baja—. Volvamos —sugirió—. Podemos hablar en mi habitación.

Esta vez fue Palo el que se puso a la cabeza, feliz de dar marcha atrás e ilusionado con la esperanza de encontrar más restos del desayuno. Sigilosamente subieron la escalera.

Ya a salvo en el cuarto de Nora, Mat se sentó en la cama con los pies descalzos colgando y les contó lo de la niña que cantaba.

—Es más pequeña que yo —dijo, y saltando al suelo se puso una mano a la altura de los hombros—. Es así como esto. Y todus los de la Nava se alegraban en oyéndola cantar.

Se encaramó de nuevo a la cama, y Palo se subió junto a él y se hizo una rosca sobre la almohada de Nora.

—Pero ¿por qué está aquí? —preguntó Nora extrañada.

Mat se encogió de hombros ostentosamente.

—Es huérfana. Murierun sus padres —explicó.

—¿Los dos? ¿A la vez? —Nora y Tomás se miraron. Los dos conocían esa pérdida. Pero, ¿había vuelto a ocurrir? ¿A otro niño?

Mat asintió, dándose importancia. Le gustaba ser el mensajero, la fuente de información.

—Enfermó su madre primeru, y lleváronsela los acarreadores al Campu. Y fue su padre a velar el espíritu.

Nora y Tomás asintieron.

—Y fue que —continuó Mat, poniendo una cara de tristeza dramática— su padre se pusu tan triste, estandu allí sentadu en el Campu, que agarró un palu grande en punta y clavóselo en el corazón. Eso dijeron todus, por lo menos —añadió, viendo los gestos de asombro que había producido su relato.

—¡Pero si tenía una hija! ¡Tenía una niña! —dijo Nora, juzgando increíble que un padre hiciera tal cosa.

Mat volvió a encogerse de hombros y reflexionó.

—Será que no la quería nada —sugirió, pero tras un instante añadió frunciendo el ceño—: pero ¿cómo no la iba a querer nada, cantandu así de bien?

—¿Y cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Tomás—. ¿Qué hace aquí?

—Dijéronme que se la dieron a alguien que quería tener más niñus —dijo Mat.

Nora asintió.

—A los huérfanos siempre los dan a otros padres.

—A menos que… —dijo Tomás despacio.

—¿Qué? —preguntaron a la vez Nora y Mat.

Él se quedó pensando.

—A menos que canten —dijo por fin.

* * *

Más tarde Jacobo fue a la habitación de Nora como todos los días. Afuera seguía lloviendo. Mat, impertérrito, se había ido con su perro en busca de sus compinches, dondequiera que pudieran estar con semejante tiempo. Tomás había regresado a su cuarto para trabajar, y también Nora, con más lámparas que encendió la auxiliar, se aplicó a su tarea y cosió con esmero durante toda la tarde. Se alegró de la interrupción cuando Jacobo llamó a su puerta. La auxiliar les sirvió un té, y los dos se sentaron amigablemente mientras la lluvia salpicaba las ventanas.

Como de costumbre, Jacobo contempló la labor detenidamente. Su cara era la misma, surcada de arrugas y agradable, que Nora conocía ya desde hacía muchas semanas. Su voz era amable y cordial mientras examinaban juntos los pliegues del manto extendido.

Pero Nora, recordando la dureza con que la misma voz mascullaba en la habitación de abajo, no le preguntó por la niña cantora.

—Tu trabajo es muy fino —dijo Jacobo; se había inclinado para escudriñar la parte recién terminada, donde Nora había igualado meticulosamente las diferencias sutiles de varios tonos de amarillo y llenado una porción del fondo con puntitos de nudo que formaban una textura—. Mejor que el de tu madre, aunque el suyo era excelente —añadió—. ¿Fue ella quien te enseñó los puntos?

—Sí, casi todos —Nora, por no parecer presuntuosa, no le dijo que otros sencillamente se le habían ocurrido a ella sin que nadie le enseñara—. Y Anabela los tintes —añadió—. Todavía sigo empleando muchos de sus hilos, pero ahora estoy empezando a hacer los míos cuando voy a su casa.

—Esa anciana lo sabe todo —dijo Jacobo, y miró con preocupación a la pierna de Nora—. ¿La caminata no es excesiva para ti? Un día tendrás aquí el fuego y los cacharros. Estoy pensando preparar un sitio ahí abajo —señaló a la ventana, indicando el terreno entre el edificio y el comienzo del bosque.

—No. Soy fuerte. Pero… —titubeó ella.

—¿Qué?

—Algunas veces he pasado miedo por el camino —le dijo—. ¡El bosque de alrededor es tan cerrado!

—No hay nada que temer.

—Yo sí temo a las fieras —confesó Nora.

—Como es lógico. Tú no te alejes nunca del camino. Las fieras no se acercan al camino.

Su voz era tan tranquilizadora como en el día del juicio.

—Una vez oí rugidos —le confió ella, estremeciéndose un poco al recordarlo.

—No hay nada que temer mientras no te alejes.

—Anabela me dijo lo mismo. Me dijo que no hay nada que temer.

—Habla con la sabiduría de las cuatro sílabas.

—Pero, Jacobo… —por alguna razón no se atrevía a decírselo. Tal vez por no poner en duda el saber de la anciana. Pero al fin, animada por el interés y la solicitud de Jacobo, le repitió aquello sorprendente que la vieja tintorera había declarado con tanta seguridad—. Ella dijo que no hay fieras.

Él la miró con una expresión extraña, que parecía una mezcla de asombro y cólera.

—¿Que no hay fieras? ¿Ha dicho eso?

—«No hay fieras» —repitió Nora—. Lo dijo con esas palabras, varias veces.

Jacobo dejó sobre la mesa la parte del manto que estaba examinando.

—Es muy vieja —dijo rotundamente—. Es peligroso para ella hablar así. Su mente empieza a fallar.

Nora le miró con incredulidad. Hacía semanas que trabajaba con la tintorera. Las listas de plantas, las muchas características de cada una, los detalles de los procedimientos de tintura, tanto saber complicado, todo era claro y completo. Ella no había advertido la menor señal, el menor indicio de fallo en aquella mente.

¿Sería posible que la anciana supiera algo que no sabía nadie más, ni siquiera alguien tan importante como Jacobo?

—¿Usted ha visto fieras? —le preguntó vacilante.

—Muchísimas veces. Los bosques están llenos —dijo Jacobo—. Tú no te alejes nunca de los límites del pueblo. Y no se te ocurra salir del camino.

Nora le miró. Su expresión era difícil de interpretar, pero su voz sonaba firme y segura.

—No olvides, Nora —prosiguió—, que yo vi cómo a tu padre se lo llevaban las fieras. Fue algo espantoso. Terrible.

Suspiró y le dio unas palmaditas de condolencia en la mano. Luego se volvió para marcharse.

—Estás haciendo un gran trabajo —dijo otra vez con admiración.

—Gracias —murmuró Nora. Se metió en el bolsillo la mano, donde aún notaba el tacto de la de él. Allí estaba doblado su trapito especial. No notó que irradiase calor. Cuando la puerta se cerró detrás de Jacobo, acarició la tela buscando su consuelo; pero parecía huir de sus dedos, como si intentase avisarla de algo.

La lluvia seguía cayendo. A través de ella, por un instante le pareció oír que la niña sollozaba en el piso de abajo.

Capítulo 14

A la mañana siguiente brillaba el sol, pero Nora había dormido mal y se despertó atontada. Desayunó enseguida y se ató cuidadosamente las sandalias para la caminata hasta la casa de Anabela. Quizá el aire limpio y fresco después de la lluvia la espabilara un poco y le hiciera sentirse mejor. Le dolía la cabeza.

Tomás tenía la puerta cerrada. Probablemente dormía aún. Tampoco llegaba ningún sonido del piso de abajo. Nora salió al exterior y sintió con placer la brisa que la tormenta había dejado tras de sí. Olía a pino, porque venía de los árboles que aún relucían mojados. La brisa le apartaba el pelo de la cara, y el malestar de una noche de insomnio se empezó a disipar.

Apoyándose en el bastón llegó hasta el lugar donde solía apartarse del pueblo para tomar el camino del bosque. Estaba muy cerca del taller de tejido.

—¡Nora! —oyó que una voz de mujer la llamaba desde los telares. Vio que era Marlena, que a esa hora ya estaba trabajando.

Nora agitó la mano, y sonriendo dio un rodeo para saludarla.

—¡Te echamos de menos! Los niños que ahora nos hacen la limpieza son un desastre. ¡Hurribles de perezosos! Y ayer uno robóme la comida.

Marlena no cabía en sí de indignada. Aflojó los pies sobre los pedales, y Nora vio que estaba deseando charlar y cotillear un rato.

—¡Mírale, ahí está el muy sinvergüenza!

Nora sintió en un tobillo la humedad de un hocico conocido. Se agachó para rascar a Palo, y vio que Mat la miraba, con una sonrisa de oreja a oreja, desde detrás de la esquina del taller.

—¡Eh, tú! —gritó Marlena iracunda, y Mat desapareció.

—Marlena —dijo Nora, acordándose de que la tejedora vivía en la Nava—, ¿tú has conocido a una niña llamada Lol?

—¿Lol? —Marlena seguía con los ojos fijos en la esquina, esperando captar un atisbo de Mat para regañarle—. ¡Eh, tú! —volvió a gritar, pero Mat era lo bastante listo y astuto para no contestar.

—Sí. Una que cantaba.

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