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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (32 page)

BOOK: En el Laberinto
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El la retuvo mientras contemplaba fascinado una luz roja, pulsante, que empezaba a elevarse de las profundidades del pozo,

—¡Paithan! —gimió Rega.

—Sí, sí querida. Ya nos vamos. —Pero no fue hacia la puerta.

Los libros proporcionaban un diagrama completo del funcionamiento de la Cámara de la Estrella y explicaban al detalle cuál era su propósito.
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Paithan alcanzaba a entender la parte que trataba de los mecanismos, pero era un lego absoluto en la parte que se refería a la magia.

De haberse tratado de magia élfica, al menos habría podido hacerse una idea de qué tenía entre manos pues, aunque no tenía gran interés por las artes mágicas, había trabajado con hechiceros elfos en el negocio familiar de las armas el tiempo suficiente como para haber aprendido los rudimentos.

Pero la magia sartán —que trataba con conceptos como las «probabilidades» y utilizaba aquellos signos mágicos conocidos como «runas»— quedaba fuera de su alcance.

Paithan se sentía tan abrumado y lleno de temor reverencial en presencia de aquella magia como, sin duda, la humana Rega debía de sentirse en presencia de la magia de los elfos.
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Despacio y en silencio, con elegancia, la flor de loto del techo empezó a abrir de nuevo sus pétalos.

—Así..., así es como ha empezado antes, Paithan —gimoteó Rega—. ¡No había tocado nada, lo juro! ¡Lo..., lo hace todo ella sola!

—Te creo, querida. En serio, te creo —asintió él—. Resulta tan..., tan maravilloso.

—¡No! ¡Nada de eso! ¡Es horrible! Es mejor que nos vayamos, ¡Deprisa, antes de que vuelva esa luz!

—Sí, supongo que tienes razón. —Paithan se encaminó a la puerta con paso lento, a regañadientes.

Rega avanzó agarrada a él, tan apretada contra su cuerpo que sus pies tropezaban a cada paso.

—¿Por qué te detienes?

—Rega, querida, así no puedo caminar...

—¡No me sueltes! ¡Y date prisa, por favor!

—Con tus pies encima de los míos, querida, no hay forma de apresurarse...

Cruzaron el suelo de mármol pulimentado de la sala y rodearon el pozo —taponado con su inmensa joya de múltiples facetas— y las siete sillas enormes que se asomaban a éste.

—Ahí se sentaban los titanes —explicó Paithan, apoyando la mano en la pata de una de las sillas, una pata que se alzaba muy por encima de su cabeza—. Ahora comprendo por qué esas criaturas son ciegas.

—Y por qué están locas —murmuró Rega, tirando de él.

La luz roja que surgía de las profundidades del pozo se hacía cada vez más potente. La mano mecánica que sostenía el diamante movió éste en un sentido y en otro. La luz se refractó y centelleó en las facetas, perfectamente pulidas, de la piedra. Los rayos de sol que penetraban a través de los paneles —que seguían abriéndose lentamente— frieron dispersados en colores por los prismas.

De pronto, el diamante pareció encenderse con un estallido de luz. El mecanismo de relojería aceleró su tictac y la máquina cobró vida. La luz de la sala se hizo más y más intensa, e incluso Paithan reconoció que era el momento de irse. Rega y él cubrieron a la carrera el resto de la distancia, resbalando sobre el suelo pulimentado, y dejaron atrás la puerta en el preciso instante en que empezaba a oírse de nuevo aquel extraño murmullo.

El elfo se apresuró a cerrar la puerta. La brillante luz multicolor escapaba por las rendijas e iluminaba el pasadizo.

Los dos se apoyaron en una pared para recuperar el aliento. Paithan contempló la puerta con añoranza.

—¡Cuánto me gustaría ver qué sucede ahí dentro! ¡Así, tal vez podría averiguar cómo funciona!

—Por lo menos, has visto cómo empezaba —replicó Rega. La humana ya se sentía mucho mejor. Ahora que su rival, en esencia, había despreciado la devoción de un rendido seguidor, Rega podía permitirse ser generosa—. Ese canturreo es muy agradable, ¿no te parece?

—Capto una especie de palabras —asintió Paithan, frunciendo el entrecejo—. Como si estuviera llamando...

—Mientras no te llame a ti —comentó Rega en voz baja, al tiempo que cerraba la mano en torno a la del elfo—. Ven, siéntate aquí conmigo y hablemos un momento.

Paithan, con un suspiro, obedeció deslizando la espalda por la pared. Rega se enroscó en el suelo, acurrucada a su lado. Él la miró con afecto y pasó el brazo en torno a sus hombros.

Formaban una pareja rara, tan distinta en su aspecto exterior como lo era en casi todo lo demás. Él era elfo; ella, humana. Él era alto y delgado, de piel lechosa y rostro alargado, zorruno; ella era baja y algo rolliza, de tez oscura y un cabello castaño, lacio, que le caía por la espalda. Él tenía cien años: estaba en la flor de su juventud. Ella también: apenas había cumplido los veinte. Paithan era un aventurero y un tenorio; ella, una timadora y contrabandista, despreocupada en sus relaciones con los hombres. Lo único que tenían en común era el amor, un amor que había sobrevivido a titanes y a salvadores, a dragones, perros y viejos hechiceros chiflados.

—Últimamente te he descuidado bastante, Rega —murmuró Paithan con la mejilla apoyada en su cabeza—. Lo siento.

—Me has estado evitando —lo corrigió ella con voz tajante.

—No ha sido a ti en especial. He intentado evitar a todo el mundo.

Rega esperó a que él le ofreciera alguna explicación.

—¿Por alguna razón? Sé que andabas liado con esa máquina...

—¡Oh! La máquina... ¡Orn la confunda! —Gruñó Paithan—. Me interesa, es cierto. Pensaba que tal vez podría hacerla funcionar, aunque en realidad no sé qué estaba destinada a hacer. Supongo que esperaba que pudiera ayudarnos, pero no creo que lo haga. Por mucho que murmure, nadie la escuchará.

Rega no entendió a qué se refería.

—Escucha. Paithan, sé que Roland resulta insoportable a veces...

—No se trata de Roland—la interrumpió él, impaciente—. Si hablamos de eso, lo que sucede con él es, sobre todo, culpa de Aleatha. Se trata de otra cosa... Verás... —Paithan titubeó; luego, lo soltó de golpe—: He encontrado nuevos depósitos de comida.

—¿De veras? —Rega juntó las manos con una palmada—. ¡Oh, Paithan, es una noticia maravillosa!

—No lo es —murmuró él.

—¡Claro que sí! ¡Dejaremos de pasar hambre! Hay..., hay suficiente, ¿verdad?

—¡Oh!, mas que suficiente —respondió Paithan en tono lúgubre—. Suficiente para toda una vida humana, incluso para una vida elfa. Tal vez hasta para un longevo enano. Sobre todo si no hay más bocas que alimentar, y no las habrá.

—Lo siento, Paithan, pero la noticia me parece estupenda y no alcanzo a entender por qué te preocupa tanto...

—¿Ah, no? —El elfo le lanzó una mirada iracunda y añadió, casi fuera de sí—: No habrá más bocas que alimentar. ¡Sólo quedamos nosotros! Es el fin. ¿Qué importa si vivirnos sólo dos mañanas más o dos millones? No podemos tener hijos.
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Con nuestra muerte, probablemente, se acabarán los últimos humanos, elfos y enanos de Pryan. Y no volverá a haber ninguno. Nunca más.

Rega lo miró, abatida.

—Pero... seguro que te equivocas. Este mundo es muy grande. Tiene que haber más de los nuestros... en alguna parte.

Paithan se limitó a mover la cabeza.

Rega probó de nuevo.

—Tú mismo me dijiste que cada una de esas luces que vemos brillar en el cielo es una ciudad como ésta. Allí tiene que haber gente como nosotros.

—No estoy seguro —se vio obligado a reconocer Paithan—. Pero el libro dice que, antiguamente, los habitantes de las ciudades podían comunicarse con las demás. Nosotros no hemos recibido comunicaciones, ¿verdad?

—Pero es posible que, sencillamente, no sepamos cómo... El canturreo... —A Rega se le iluminó el rostro—. Quizá sea eso lo que está haciendo. Llamar a las otras ciudades.

—Sí, yo diría que llama a alguien —concedió Paithan con aire pensativo, y aguzó el oído. Sin embargo, no tuvo ningún problema para reconocer el siguiente sonido. Era una voz humana, resonando con estruendo.

—¡Paithan! ¿Dónde estás?

—Es Roland —dijo el elfo con un suspiro—. Y ahora, ¿que?

—¡Estamos aquí arriba! —gritó Rega. Se puso en pie y se asomó sobre la barandilla de la escalera—. Con la máquina.

Escucharon las pisadas de las botas peldaños arriba. Roland llegó jadeante y volvió la vista hacia la luz que escapaba por debajo de la puerta cerrada.

—¿Es ahí... de donde sale... ese sonido?—preguntó con la respiración entrecortada.

—¿Que quieres? —respondió Paithan en cono defensivo. Se había incorporado y observaba al humano con cautela. A Roland, la máquina le gustaba tan poco como a su hermana.

—Será mejor que detengas el maldito artefacto. Eso es lo que quiero —dijo Roland con semblante torvo.

—No podemos... —empezó a explicar Rega, pero dejó la frase a medias cuando Paithan le pisó el pie.

—¿Por qué habría de hacerlo? —lo desafió el elfo, levantando la barbilla alargada y prominente.

—Echa un vistazo por la ventana, elfo.

Paithan se encrespó.

—¡Sigue hablándome así y no volveré a asomarme a una ventana mientras viva!

Pero Rega conocía a su medio hermano y adivinó que tras su apariencia belicosa se ocultaba el miedo. Corrió a la ventana y miró unos instantes sin ver nada. Después, emitió un gemido apagado.

—¡Oh, Paithan! Será mejor que vengas a ver esto.

A regañadientes, el elfo se desplazó hasta su lado y se asomó.

—¿Qué? No veo...

Y, entonces, él también lo vio.

Parecía como si la jungla entera se hubiera puesto en movimiento y avanzara sobre la ciudadela. Grandes masas de verdor ascendían lentamente por la montaña. Sólo que no se trataba de vegetación. Era un ejército.

—¡Madre santa! —exclamó Paithan.

—¡Tú mismo has dicho que la máquina llamaba a alguien! —musitó Rega con un gemido.

Y así era. La máquina llamaba a los titanes.

CAPÍTULO 23

FUERA DE LA CIUDADELA

PRYAN

¡Marit! ¡Esposa mía! ¡Escúchame! ¡Respóndeme!

Xar envió su orden en silencio, y el mensaje volvió a él en silencio. No hubo respuesta.

Frustrado, repitió el nombre varias veces antes de darse por vencido. Marit debía de estar inconsciente... o muerta. Eran las únicas dos circunstancias en las que un patryn dejaría de responder a una llamada semejante.

Xar meditó su siguiente movimiento. Su nave ya había llegado a Pryan y Xar estaba intentando guiar a Marit hacia el lugar de aterrizaje escogido cuando había perdido el contacto con ella. El Señor del Nexo consideró la posibilidad de un cambio de rumbo, ya que el último mensaje frenético de Marit procedía de Chelestra, pero finalmente decidió proseguir hacia la ciudadela. Chelestra era un mundo océano cuyas aguas anulaban la magia y Xar no tenía mucho interés en visitarlo, pues allí sus poderes se verían debilitados. Viajaría a Chelestra cuando hubiera descubierto la Séptima Puerta.

La Séptima Puerta.

Se había convertido en una obsesión para el Señor del Nexo. Desde la Séptima Puerta, los sartán habían enviado a los patryn a su prisión. Desde la Séptima Puerta, él los liberaría.

En la Séptima Puerta, Samah había provocado la separación del mundo y había creado nuevos mundos a partir del viejo. Mí, en aquella misma puerta, Xar forjaría su propio nuevo mundo... y éste sería todo suyo. Ésta era la verdadera razón de su viaje a Pryan.

El motivo aducido ante los demás, la razón que había dado a su pueblo (y a Sang-drax) para acudir a aquel mundo verde, era ganar influencia sobre los titanes e incorporarlos a su ejército. El auténtico objetivo de la visita era descubrir la ubicación de la Séptima Puerta.

Xar estaba convencido de que ésta se hallaba en la ciudadela. Su deducción se basaba en dos hechos: el primero, que Haplo había estado en la fortaleza y sabía dónde se encontraba la Puerta, según las declaraciones coincidentes de Kleitus y de Samah; el segundo, que, como había dicho Sang-drax, si los sartán tenían algo que proteger, ¿qué mejores guardianes que los titanes?

Siguiendo las indicaciones de Haplo, que conducían a la ciudadela, el Señor del Nexo había llegado finalmente a Pryan, acompañado por Sang-drax y una pequeña escolta de una veintena de patryn. La ciudadela no había resultado difícil de localizar. Una luz intensísima, formada por franjas de brillantes colores, surgía de ellas como una baliza de orientación.

En su fuero interno, Xar estaba asombrado ante el inmenso tamaño de Pryan. Nada de cuanto Haplo había escrito había preparado a su señor para lo que se encontró al llegar. Xar se vio obligado a revisar sus planes y pensar que la conquista de aquel mundo enorme con sus cuatro soles brillando permanentemente en lo alto iba a ser imposible, incluso con la ayuda de los titanes.

Pero no lo sería si lograba adueñarse de la Séptima Puerta.

—La ciudadela, mi Señor—anunció uno de los suyos.

—Posad la nave dentro de las murallas —ordenó Xar.

Distinguió un lugar perfecto para el aterrizaje, una gran zona despejada justo al otro lado de la muralla; probablemente, una plaza de mercado. Aguardó con impaciencia a que la nave tocara el suelo.

Pero la embarcación no pudo posarse. Ni siquiera pudo acercarse al lugar escogido. Cuando llegó a la altura de la muralla de la ciudadela, dio la impresión de chocar contra una barrera invisible, de estrellarse contra ella suavemente, sin sufrir daños pero incapaz de traspasarla. Los patryn lo intentaron una y otra vez, sin éxito.

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