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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (6 page)

BOOK: En el Laberinto
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—¿Qué hay de Bane? —quiso saber Xar, entrecerrando los ojos.

—Ha muerto, ¿sabes? Pobre chiquillo.

Xar se quedó sin habla, tan grande fue su sorpresa. El prisionero continuó desvariando:

—Hay quien diría que no tenía la culpa de ser como era, teniendo en cuenta cómo fue criado y todo eso. Una infancia desdichada y sin amor, un padre que era un hechicero malévolo... El pequeño no tenía la menor posibilidad. ¡Esa historia no me convence! —El viejo parecía terriblemente acalorado—. Ahí está el problema del mundo. Ya nadie está dispuesto a asumir la responsabilidad de sus actos. Adán culpa del incidente de la manzana a Eva. Ella dice que obró por influencia de la serpiente. La serpiente dice que, en primer lugar, la culpa es de Dios por poner el árbol allí. ¿Lo ves? Nadie quiere asumir su responsabilidad.

De alguna manera, Xar había perdido el control de la situación. Ni siquiera disfrutaba ya con el eco de los gritos de Samah.

—¿Qué hay de Bane? —insistió.

—¡Y tú! —Gritó el viejo, sin hacerle caso—. Has fumado cuarenta paquetes de cigarrillos al día desde que cumpliste los doce y ahora culpas a un anuncio de producirte cáncer de pulmón.

—¡Eres un chiflado delirante! —Xar empezó a dar media vuelta—. Mátalo —ordenó a Marit—. No sacaremos nada más de este idiota mientras siga vivo...

—¿De qué estábamos hablando? ¡Ah, sí! De Bane. —El viejo suspiró y movió la cabeza. Volvió la vista hacia Marit y añadió—: ¿Quieres que te cuente algo de él, querida?

Marit guardó silencio y miró a Xar, quien asintió.

—Sí —dijo entonces la patryn, tomando asiento a regañadientes junto al prisionero.

—Pobre Bane —suspiró éste—. Pero todo fue para bien. Ahora habrá paz en Ariano. Y muy pronto los enanos pondrán en funcionamiento la Tumpa-chumpa...

Xar ya había oído suficiente y abandonó la celda como una tromba. Notaba una furia casi irracional, una sensación que no le agradó. Se obligó a pensar con lógica, y la llamarada de cólera se mitigó como si alguien hubiera cerrado uno de los chorros de gas que proveían de luz a aquel palacio, oscuro como una tumba. Ya fuera, llamó a Marit con un gesto.

La patryn dejó la compañía del viejo y éste, en su ausencia, continuó hablándole a su sombrero.

—No me gusta eso que he oído sobre Ariano —dijo Xar en voz baja—. No creo lo que dice ese viejo bobo y senil, pero hace mucho tiempo que tengo la sensación de que algo anda mal. Ya debería tener noticias de Bane. Viaja a Ariano, hija, y averigua qué está pasando. ¡Pero abstente de intervenir en nada! ¡Y no te des a conocer... a nadie!

Marit hizo un breve gesto de asentimiento.

—Haz los preparativos para la marcha y luego ven a mis aposentos para recibir las instrucciones finales —continuó el Señor del Nexo—. Utilizarás mí nave. ¿Sabrás pilotarla a través de la Puerta de la Muerte?

—Sí, mi Señor —respondió Marit—. ¿Deseas que envíe a alguien aquí abajo para ocupar mi lugar?

Xar reflexionó unos instantes.

—Manda a uno de los lázaros. Pero que no sea Kleitus —se apresuró a añadir—. Cualquier otro. Tal vez, tenga que hacerle alguna consulta cuando proceda a resucitar el cuerpo de Samah.

—Sí, mi Señor. —Con una respetuosa reverencia, Marit se marchó.

Xar permaneció donde estaba, con la vista fija en la celda de Zifnab. El prisionero parecía haberse olvidado de la existencia del patryn y se mecía de un lado a otro, haciendo chasquear los dedos mientras canturreaba por lo bajo: «Soy un
bluesman,
ba-dop, daba-dop, daba-dop, ba-dop. Sí, soy un
bluesman...».

Xar repuso los barrotes en la entrada de la mazmorra con torvo placer.

—Viejo estúpido, tu cadáver revivido me dirá quién eres de verdad. Y me dirá la verdad acerca de Haplo.

El patryn desanduvo sus pasos por el corredor hacia la celda de Samah. Los gritos habían cesado temporalmente. La serpiente dragón estaba asomada a través de los barrotes. Xar se le acercó por detrás.

Samah yacía en el suelo y parecía al borde de la muerte; su piel había adquirido un color arcilloso y brillaba por el sudor. Su respiración era espasmódica. Su cuerpo seguía contorsionándose y sacudiéndose.

—Lo estás matando —apuntó Xar.

—Ha resultado ser más débil de lo que había creído, Señor —dijo Sang-drax en tono de disculpa—. En fin, podría secarlo y permitirle que se curase a sí mismo. Incluso así seguiría muy débil, probablemente demasiado como para intentar escapar. De todos modos, correríamos cierto riesgo...

—No. —Xar empezaba a estar harto—. Necesito la información. Reanímalo lo suficiente como para que pueda hablar con él.

Los barrotes de la celda se disolvieron. Sang-drax entró en la mazmorra y sacudió a Samah con la puntera de la bota. El sartán se encogió con un gemido. Xar se acercó, hincó la rodilla junto al cuerpo de Samah y, tomando entre ambas manos la cabeza del sartán, la levantó del suelo. El gesto no tuvo nada de delicado: las largas uñas se clavaron en la grisácea carne de Samah y dejaron unos relucientes regueros de sangre.

El sartán abrió los ojos— los volvió hacia el Señor del Nexo y se estremeció de terror, pero su mirada no mostraba el menor indicio de reconocimiento. Xar le sacudió la cabeza y clavó los dedos hasta el hueso.

—¡Reconóceme! ¡Recuerda quién soy!

La única reacción de Samah fue un jadeo, un intento de encontrar aire. Su garganta emitió un barboteo. Xar reconoció los síntomas.

—¡La Séptima Puerta! ¿Dónde está la Séptima Puerta?

A Samah casi se le salieron los ojos de las órbitas.

—No fue nuestra intención... Muerte... ¡Caos! ¿Qué... fue mal...?

—¡La Séptima Puerta! —insistió Xar.

—Desaparecida. —Samah cerró los párpados y balbuceó, febril—: Desaparecida. Nos deshicimos... de ella. Nadie sabe... Los rebeldes... Podrían intentar... perturbar... Nos deshicimos de...

Un borbotón de sangre asomó entre los labios de Samah. Su mirada se perdió en el vacío, fija con horror en algo que sólo el sartán podía ver.

Xar dejó caer la cabeza, que cayó sin oponer resistencia y golpeó el suelo de piedra con un ruido seco. El patryn posó una mano sobre el inerte pecho de Samah y le buscó el pulso en la muñeca con los dedos de la otra. Nada.

—Está muerto —anunció con frialdad, presa de una expectación contenida—, Y sus últimos pensamientos han sido para la Séptima Puerta. Deshacerse de la Puerta, ha dicho. ¡Qué absurdo! Ha demostrado ser más poderoso que tú, Sang-drax. El sartán ha tenido fuerzas para mantener su discurso hasta el final. ¡Y ahora, deprisa!

Xar arrancó a jirones las ropas mojadas del sartán hasta dejar al descubierto su torso. Sacó una daga cuya hoja llevaba grabadas unas runas, apoyó su aguda punta sobre el corazón de Samah y cortó la piel. La sangre, caliente y carmesí, manó bajo la afilada hoja del arma. Xar empleó la daga para trazar las runas de la nigromancia en la carne muerta de Samah con gestos rápidos y seguros, repitiendo los signos mágicos en un murmullo inaudible al tiempo que los dibujaba en el cadáver.

La piel se enfrió bajo la mano del Señor del Nexo y la sangre fluyó con menos fuerza. La serpiente dragón permanecía en las proximidades, observando la escena con una sonrisa en su ojo bueno. Xar no levantó la vista de su trabajo. Al oír unas pisadas que se aproximaban, se limitó a decir:

—¿Lázaro? ¿Estás ahí?

—Aquí estoy —anunció una voz.

—... aquí estoy —repitió el eco susurrante.

—Excelente.

El Señor del Nexo se relajó. Tenía las manos bañadas en sangre; la daga también estaba empapada en ella. Colocó la diestra sobre el corazón de Samah y pronunció una palabra. La runa del corazón emitió un brillo azulado. Con la velocidad del rayo, la magia se extendió del signo mágico del corazón a otro contiguo, y de éste al siguiente, y muy pronto el resplandor azulado parpadeaba por todo su cuerpo.

Una forma fantasmagórica, luminosa, se hizo corpórea cerca del cuerpo, como una sombra del sartán compuesta de luz y no de oscuridad. Xar exhaló un jadeo tembloroso de asombro y temor. Aquella pálida imagen era el fantasma, la parte etérea e inmortal de todo ser viviente, lo que los mensch llamaban «el alma».

El fantasma intentó alejarse del cuerpo, liberarse de él, pero estaba atrapado en el envoltorio de carne helada y ensangrentada y no podía hacer otra cosa que agitarse en una agonía comparable a la experimentada por el cuerpo cuando, aún vivo, lo habían sometido al tormento.

De pronto, el fantasma desapareció. Xar torció el gesto pero, al momento, apreció cómo los ojos muertos se iluminaban patéticamente desde dentro. El espíritu se había unido por un instante con el cuerpo y había producido en éste un remedo de auténtica vida.

—¡Lo he hecho! —Exclamó Xar con júbilo—. ¡Lo he hecho! ¡He devuelto a la vida a un muerto!

Pero ¿qué hacer con él, ahora? El Señor del Nexo no había visto resucitar a nadie; su única referencia al respecto era la descripción que le había hecho Haplo y éste, pasmado y trastornado, había sido muy sucinto en su exposición.

El cadáver de Samah se incorporó hasta quedar sentado en el suelo, con el cuerpo muy erguido. Se había convertido en un lázaro.

Sobresaltado, Xar retrocedió un paso. Las runas de su piel emitieron un intenso fulgor rojo y azul. Los lázaros son seres poderosos que regresan a la vida con un odio terrible por todos los seres vivos. El lázaro tiene la fuerza de quien es insensible al dolor y a la fatiga.

Desnudo, con el cuerpo cubierto de sangrientos trazos de signos mágicos patryn, Samah miró a su alrededor con aire confuso mientras sus ojos muertos se iluminaban esporádicamente con una penosa imitación de vida cada vez que el fantasma se colaba en el cuerpo por unos instantes.

Emocionado por su logro, admirado de lo que había hecho, Xar necesitó tiempo para pensar, para tranquilizarse.

—Dile algo, lázaro. Háblale.

Con una mano temblorosa de excitación, el Señor del Nexo hizo un gesto al recién llegado y se retiró contra una pared lejana para observar la escena y gozar de su triunfo.

El lázaro se adelantó, obediente. Antes de su muerte —que sin duda había sido violenta, a juzgar por las terribles marcas aún visibles en el gaznare del cadáver—, el hombre era joven y bien parecido. Xar apenas le prestó atención, salvo una breve mirada para asegurarse de que no era Kleitus.

—Tú eres uno de los nuestros —dijo el lázaro a Samah—. Eres un sartán.

—Lo soy.... lo era —dijo la voz del cadáver.

—... lo soy..., lo era —repitió el eco lúgubre del fantasma atrapado.

—¿Por qué viniste a Abarrach?

—Para aprender nigromancia.

—Viniste aquí, a Abarrach, para aprender el arte de la nigromancia. Para usar a los muertos como esclavos de los vivos.

—Sí, eso hice.

—Pero ahora conoces el odio que los muertos sienten por los vivos, que los mantienen sometidos. Porque te das cuenta de ello, ¿verdad? Te das cuenta... La libertad...

El fantasma se agitó con furia en un vano intento de escapar. El odio en la expresión del cadáver cuando volvió sus ojos ciegos —y, a la vez, terriblemente penetrantes— hacia Xar hizo que incluso el patryn palideciera.

—Tú, lázaro —interrumpió con aspereza el Señor del Nexo—, ¿cómo te llamabas?

—Jonathon.

—Jonathon, pues. —El nombre le recordaba algo a Xar, pero no consiguió concretar qué—. Ya basta de hablar de odio. Ahora, vosotros los lázaros estáis libres de las debilidades de la carne que conocíais cuando estabais vivos. Y sois inmortales. Es un gran don el que nosotros, los vivos, os hemos otorgado...

—Un don que compartiríamos contigo gustosamente —replicó el lázaro de Samah con voz grave y pesarosa.

—... gustosamente —repitió el eco aciago.

Xar se sentía irritado, y el resplandor de las runas que despedía su cuerpo se intensificó.

—No me hagas perder más tiempo. Hay muchas preguntas que deseo hacerte, Samah. Muchas cuestiones para las que quiero respuesta. Pero la primera, la más importante, es la que te hice antes de que murieras. ¿Dónde está la Séptima Puerta?

El cadáver contrajo sus facciones; su cuerpo se estremeció. El fantasma asomó a través de los ojos sin vida con una especie de terror.

—No voy a... —Los labios amoratados se movieron, pero no salió de ellos sonido alguno—. No voy a...

—¡Claro que sí! —replicó Xar con severidad, aunque no estaba muy seguro de qué hacer. ¿Cómo se amenaza a un ser que no siente dolor y que desconoce el miedo? Frustrado, se volvió hacia Jonathon—. ¿Qué significa este desafío? Vosotros, los sartán obligabais a los muertos a revelaros sus secretos. Lo sé porque me lo dijo el propio Kleitus, además de mi siervo, que estuvo aquí antes de mi llegada.

—Este sartán era un ser de poderosa voluntad cuando vivía —contestó el lázaro—. Quizá lo has resucitado demasiado pronto. Sí hubieras dejado reposar el cuerpo durante los tres días preceptivos, el fantasma habría abandonado el cuerpo y así el alma, la voluntad, habría dejado de obrar efecto sobre lo que hacía el cuerpo. Pero ahora el ánimo desafiante con el que murió aún permanece en él.

—Pero ¿responderá a mis preguntas? —insistió Xar con creciente frustración.

—Sí. Con el tiempo —repuso Jonathon, y el eco de su voz sonó cargado de pesadumbre—. Con el tiempo olvidará todo lo que, en vida, tuvo importancia para él. Finalmente, sólo conocerá el odio amargo hacia quienes aún viven.

—¡Tiempo! —Xar hizo rechinar los dientes—. ¿Cuánto tiempo? ¿Un día? ¿Quince?

—No puedo decirte...

—¡Bah! —Xar se adelantó hasta situarse directamente delante de Samah—. ¡Respóndeme! ¿Dónde está la Séptima Puerta? ¿Qué te importa eso, ahora? —añadió en tono halagador—. Ya no significa nada para ti. Sólo me desafías porque es lo único que aún te acuerdas de hacer.

La luz parpadeó de nuevo en los ojos inertes.

—Nos deshicimos... de ella...

—¡Imposible! —Xar estaba perdiendo la paciencia. Aquello no estaba dando el resultado previsto. Había sido demasiado impaciente. Debería haber esperado. La próxima vez, lo haría. Sí, cuando diera cuenta de su siguiente víctima: el viejo—. Deshacerse de ella no tiene sentido. Seguro que la guardaríais donde pudierais utilizarla de nuevo si era preciso. Tal vez tú mismo la usaste... ¡para abrir la Puerta de la Muerte! Dime la verdad. ¿Tiene alguna relación con una ciudadela...?

—¡Amo!

El grito de alarma llegó del pasadizo. Xar volvió la cabeza bruscamente hacia el sonido.

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