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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (54 page)

BOOK: En Silencio
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—En última instancia, sería el Servicio Secreto alemán el que tendría que tomar la decisión —dijo—. O los propios americanos. Y ellos no lo harán mientras yo no haya expresado la recomendación correspondiente.

Stankowski negó con la cabeza en un gesto furioso. —Miren una cosa —continuó Lavallier—; espero obtener otros resultados. En las próximas horas podré decirles algo más al respecto, y entonces…

—¡Mientras no tenga nada más, no veo ningún motivo para cambiar el programa! ¡Dios santo! ¡Los rusos, los serbios, los argelinos, los kurdos, incluso Irak; todos tienen sus agravios y usted nos sale ahora con el IRA!

Lavallier entendía el enfado del director de Tráfico. Él y Knott habían negociado durante meses cada detalle con las delegaciones extranjeras hasta completar el protocolo. Si él insistía en desviar los aviones, la brillante bienvenida se habría esfumado. Sus infinitos esfuerzos hubiesen sido en vano. Sólo algunos ministros de Exteriores, algunos diplomáticos, mientras las figuras principales harían los honores a los aeropuertos de Francfort o Dusseldorf. ¡La idea era espantosa! Durante un rato reinó el silencio.

—Muy bien, Lavallier —dijo Gombel finalmente, intentando esbozar una sonrisa, pero fracasó—. Haga todo lo posible. Todavía no tenemos ninguna prueba de que se esté preparando un atentado contra la vida de uno de los estadistas que nos visitan, ¿no? Ya veremos. Más tarde podremos tirar de la cuerda de emergencia, ¿no le parece?

—Me uno a ese criterio —dijo Stankowski, refunfuñando. «Muy bien —pensó Lavallier—, únete tú también. Dejemos que Clohessy haya ocultado una bomba y que nosotros lo hayamos pasado por alto, y tu hermosa terminal nueva volará por los aires.»

En voz alta, sin embargo, dijo:

—No, claro que no tenemos pruebas. Era eso a lo que me refería al principio. —Lavallier se levantó y se alisó la chaqueta. En ese momento tuvo la sensación de que se le había quedado un poco estrecha durante esa última hora—. Pero si se multiplican las señales de que todo esto tenga que ver algo con nosotros, tengo que pedirles no obviar ninguna de las consecuencias derivadas de ello.

—Por supuesto —dijo Knott, asintiendo.

—Joder, tenemos a Clinton —exclamó Stankowski—. ¿Cree que vamos a dejar que se nos escape?

—Todavía no se sabe si…

—¡El Servicio Secreto ha puesto patas arriba todo el maldito aeropuerto! ¡Aquí no hay nada! En Dusseldorf, por el amor de Dios; si aterrizase allí, ya puede dispararse él mismo, pero dónde va a…

—Nadie dice que vaya a aterrizar en Dusseldorf —dijo Klapdor, intentando calmar al alterado jefe de Tráfico.

—¿Dónde puede haber escondido algo aquí? ¡No me joda, Lavallier! ¿Acaso hemos pasado por alto alguna cosa?

Lavallier hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No.

—¡Venga ya, maldita sea!

Knott emitió un suspiro. Klapdor contempló los cuadros de la pared. Gombel se acarició la calva, pensativo.

—Bueno, está bien —dijo—. Sería una ignominia, ¿no es así? No es algo que el aeropuerto necesite en esta fase. Pero lo que es, es. Dejemos que Lavallier haga su trabajo, ¿de acuerdo?

—Sí, y encuentre a ese maldito tío —resopló Stankowski—. Cuenta usted con nuestras oraciones.

—Haremos lo que podamos —dijo Lavallier.

Gombel se lo llevó hiera y le estrechó la mano.

—Usted lo conseguirá —le dijo en voz baja—. Stankowski no lo ve de otra manera. Pero yo, en su lugar, también estaría furioso, pero él confía en usted tanto como yo. Ahora es su decisión.

Lavallier asintió, pesaroso.

Había una excelente colaboración entre él, la gerencia, Stankowski y Knott, así como entre los otros que estaban involucrados en el procedimiento de los aterrizajes. Mientras bajaba al trote por las escaleras, evocó en su memoria la presión enorme a la que estaban sometidos todos. No obstante, se llevaban estupendamente entre sí, sólo que esa presión se iba volviendo cada vez más asesina a medida que se acercaba la llegada de esos políticos prominentes. Todos estaban emocionados por esa enorme responsabilidad concedida al aeropuerto; sin embargo, por esa misma razón, los nervios estaban más a flor de piel.

De todos modos, se encontraban en una situación difícil. El ambicioso proyecto de la nueva terminal no podía hacerles pasar por alto que el aeropuerto de Colonia-Bonn seguía mostrando de cara a la luz pública espectaculares déficits de imagen. Surgido como un aeropuerto para funcionarios, pequeño y provinciano, situado en la tierra de nadie de un brezal, nadie le había prestado la debida atención durante años. Incluso después de que una cantidad mayor de líneas aéreas comenzaran a volar a Colonia-Bonn, las agencias de viajes colonenses siguieron insistiendo en reservar para los turistas el aeropuerto de Dusseldorf. La sombra de la ciudad vecina se había cernido durante años sobre Colonia-Bonn como una tremenda maldición. Se hacían todos los esfuerzos posibles por ampliar la oferta, se volaba a las Seychelles, al Caribe, pero quien reservaba dos semanas en la República Dominicana en alguna agencia de viajes colonense, situada cuatro kilómetros más allá, tenía que buscarse a alguien que lo llevara a las cinco de la mañana hasta Dusseldorf.

Entonces vino la catástrofe.

Un incendio en el aeropuerto de Dusseldorf lo cambió todo. De la noche a la mañana, el aeropuerto de Colonia se quedó demasiado pequeño. Con ello, la ya planeada ampliación se convirtió en un asunto decidido. A un ritmo vertiginoso, surgieron dos nuevos edificios de aparcamientos. Se sumaron nuevas agencias turísticas, nuevas líneas aéreas, una oferta ampliada de destinos. Todos los índices empezaron a tender hacia arriba, provocando una guerra de nervios entre conservadores y visionarios. En la actualidad ya no faltaba apenas ninguna renombrada compañía aérea en la pantalla de anuncios, ningún agente de viajes que se respetara, ningún destino al que no se volara. Por el momento, los pasajeros se pisoteaban mutuamente en la ya pequeña Terminal 1. La nueva podría acoger cada año a otros seis millones de personas, con lo cual, a su vez, se planteaba la pregunta sobre si los profetas del crecimiento no se habrían equivocado terriblemente en sus cálculos. En ello radicaba el miedo.

Lavallier sabía que había cada vez menos personas que tuvieran una idea aproximada de lo que sucedía realmente en aquel brezal. En ese sentido, la prensa se reveló como una ayuda muy poco eficiente. Abrigaba resentimientos, en la medida en que, cada dos por tres, centraba su atención en la irritante cuestión de los vuelos nocturnos e ignoraba la nueva terminal. Ahora, sin embargo, Colonia-Bonn se había situado en el centro de un interés que iba más allá de las fronteras de Colonia y de la región de Renania del Norte-Westfalia. Los aterrizajes de la élite política mundial parecían conformar lo que ya se sabía antes en lo más profundo de los corazones: ese aeropuerto tenía formato de terminal internacional, y nada podía llegar en momento más oportuno que esa ilustre publicidad.

¡A su vez, nada podía ser más catastrófico que un atentado terrorista!

Nadie quería un atentado. ¡Pero mucho menos se quería perder ese momento de estrellato!

Mientras Lavallier caminaba de regreso a la comisaría, se preguntaba cómo reaccionarían ellos si él insistía en serio en desviar los vuelos. Todos confiaban en él. Él sólo podía expresar una recomendación, pero ellos cumplirían esa recomendación con toda probabilidad. No obstante, Lavallier sabía que en ese momento no ejercía influencia alguna. Detestaba pensar en cómo les estropearía la fiesta a todos, para al final verse obligado a comprobar que se había equivocado.

Con los dientes apretados, empujó la puerta de la comisaría.

Stankowski tenía razón. Tenían a Clinton. Se habían desriñonado para que el hombre más poderoso del mundo aterrizara allí.

¡Entonces se juró a sí mismo hacer todo lo posible para que eso sucediera!

Lavallier no estaba seguro de encontrarse de nuevo con Wagner y O'Connor después de su conversación con la gerencia. Halló su despacho en un estado de sitio. Había tazas de café por doquier. Bar estaba allí, y también estaban O'Connor, Wagner, Mahder, así como un hombre que llevaba un mono de trabajo y al que Lavallier no conocía. Se habían reunido delante de la ventana, y todos parecían charlar entre sí.

—Peter —siseó Lavallier.

Bar volvió la cabeza, vio a Lavallier y se acercó a él.

—Este O'Connor es un fenómeno —dijo en voz baja—. Me ha contado toda la historia, y tengo que decir que…

—Ya sé que es un fenómeno —respondió Lavallier—. Pero a mí me interesaría saber qué está haciendo ese fenómeno ahora. ¿Está dirigiendo las investigaciones, o todavía tenemos una oportunidad de hacerlo nosotros?

—Espera. —Bar bajó aún más la voz—. Lo he verificado y parece estar limpio. Es muy famoso. Realmente ha sido nominado para el Premio Nobel de Física y ha escrito siete libros que se venden como churros. Es en todos los aspectos envidiable; quiero decir, tampoco tiene mal aspecto, ya sabes…

—Sí, sí, sí —lo interrumpió Lavallier.

Bar sonrió de un modo enigmático.

—Pero eso no es todo.

—¿Ah, no? ¿Y qué otra cosa hay? ¿Es miembro de la familia real?

—No, estuvo casi a punto de ser expulsado de la universidad. ¿Y sabes por qué motivo? Porque él y Clohessy se hicieron sospechosos de simpatizar con el IRA.

Lavallier se quedó perplejo. Miró hacia la ventana a través del rabillo del ojo. O'Connor describía alguna cosa con gesto ampuloso.

—¿Sólo simpatizante? —preguntó—. ¿O algo más?

—Nada más que pueda demostrarse. A diferencia de Clohessy. Pero eso no quiere decir nada. —Hizo una pausa—. Tal vez en los últimos años hayan tenido más contactos de los que pretende O'Connor.


Ah, monsieur le commissaire!

O'Connor acababa de verlo. El grupo se disolvió y se acercó desde la ventana. De pronto, Lavallier se vio en el centro. Mahder empujó hacia adelante al hombre con el mono de trabajo.

—Josef Pecek —dijo.

—Encantado —dijo Pecek. Era un hombre pequeño y recio, de fuerte pelo negro y ojos oscuros.

—Nosotros ya nos conocemos —dijo O'Connor, tomando la palabra antes de que Lavallier pudiera decir algo—. Ayer por la tarde en el aeropuerto él era… Eh… el compañero de Ryan O'Dea; trabajaron juntos muchas veces. ¿Lo ve usted? ¡Pecek es nuestro hombre! Sólo tiene que preguntarle.

El olor a alcohol que había emanado de O'Connor esa mañana había desaparecido del todo. El irlandés lo miraba resplandeciente. Los ojos en su rostro bronceado relampagueaban, y Lavallier tuvo la sensación de hundirse en la insignificancia.

—Yo…

—¿No podríamos llamar a Kuhn otra vez? —le rogó Wagner.

Lavallier alzó las manos.

—¡Despacio! Uno por uno. O'Connor, ahora haga el favor de sentarse allí. —Lavallier respiró profundamente y le señaló al físico la pequeña mesa de reuniones situada en posición transversal frente a su escritorio—. O no, mejor se sientan todos.

Esperó a que todos estuvieran repartidos alrededor de la mesa redonda. Allí, por lo menos, le gustaban más que en la ventana.

—Permanezcan sentados —dijo, alzando el dedo índice—. Regreso en seguida.

Le tiró a Bar de la manga, se lo llevó fuera, al pasillo, y le hizo una señal en dirección a la habitación. —¿Qué significa esa fiesta?

—No pude hacer nada por impedirlo —se defendió Bar—. Mahder trajo a Pecek, fueron a verte al despacho y allí se encontraron con Wagner y O'Connor. Yo me uní, empezamos a hablar, en fin…

—Eso quiere decir que podemos olvidarnos de interrogar a Pecek a solas.

—Eso, seguramente O'Connor ya…

—¡Maldita sea! Pedazo de idiota.

—Eric…

—Y tú también eres un idiota.

—Eh, un momento, despacio, las cosas no son tan graves. Ni Mahder ni O'Connor le han dado ninguna información a Pecek. Ese físico sólo se hace el pesado para jugarte una mala pasada.

—¿Jugarme una mala pasada? ¡Pues, estupendo! ¿Y por qué motivo?

—¡Porque él es así! Le gusta provocar, no sé por qué te alteras. —Bar echó una calada a su cigarrillo—. Eric, en serio, Pecek no sabe de qué se trata, ni sabe tampoco que su compañero Ryan se llama en realidad Paddy. ¿Todo aclarado?

—¿Aclarado de qué? ¿Habéis verificado a Pecek?

—Sí, por supuesto.

—¿Y?

—No hay nada en su contra. Una biografía impecable.

Lavallier resopló. Miró hacia la puerta de su oficina y luego otra vez a Bar.

—¿Qué hay del coche de O'Dea… quiero decir, de Clohessy?

—Todavía no lo hemos encontrado. Escucha, no me has dejado terminar de hablar…

—O'Connor no nos ha dejado terminar de hablar —lo corrigió Lavallier.

—Como quieras. El primer punto es que no existe en nuestros expedientes ningún Eljak. Lo más parecido era un tal Ten Haake, de Bélgica, pero está en prisión. Por lo que parece, no tenemos en toda Europa a nadie con ese nombre. Ahora los americanos están reflexionando sobre el asunto.

—Bien. El segundo punto.

—Hemos intentado localizar a Kuhn a través de su teléfono móvil, pero ha sido en vano. Seguiremos probando. En cambio, Dublín nos ha hecho llegar algunas informaciones confidenciales sobre Clohessy. Ellos, por supuesto, no lo saben todo, pero sí parece confirmarse que Clohessy rompió con el IRA y que sus antiguos colegas lo están buscando.

Lavallier unió las cejas.

—Eso quiere decir que la identidad falsa de Clohessy…

—Bueno, no debemos pecar de optimistas. Pero, tal y como parece, podría tratarse de un asunto interno de los irlandeses. Por lo visto, Clohessy quiso salirse, ya que había llegado a la conclusión que el IRA estaba acabado. Todo lo que siguiese ya no sería una lucha por una causa justa, sino el terror puro y duro, derivado de la falta de perspectivas. —¿Y ellos cómo lo saben?

—Por agentes encubiertos. Paddy intentó retirarse de manera pacífica, pero ellos no quisieron dejarlo marchar.

«Lo mismo que acabo de contar en la gerencia», pensó Lavallier. El ala extremista seguiría actuando, independientemente de que tuviera o no sentido. Clohessy podría ser un archivo ambulante de los cerebros técnicos de los irlandeses. Uno de los pocos que estarían en condiciones de ayudar realmente a los ingleses en la carrera por la tecnología más sofisticada, ya que sabía cómo pensaba el IRA.

Estaba más claro que el agua que tenían que eliminarlo.

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