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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (8 page)

BOOK: Endymion
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La cosa que yo estaba viendo, entreviendo casi como espacio negativo, no era sólo una nave espacial, sino la nave espacial.

He visto imágenes de los cohetes más antiguos de Vieja Tierra —anteriores a Pax, a la Caída, a la Hegemonía, a la Hégira, qué digo, anteriores a todo— y lucían como esa negrura curva. Alta, delgada, ahusada en ambos extremos, puntiguada arriba, con aletas abajo. Yo estaba mirando la imagen simbólicamente perfecta de una NAVE ESPACIAL, grabada a fuego en el cerebro y la memoria racial.

En Hyperion no había naves espaciales particulares ni naves espaciales extraviadas. De esto estaba seguro. Aun las naves interplanetarias más simples eran demasiado costosas para abandonarlas en viejas torres de piedra. En una época, siglos antes de la Caída, cuando los recursos de la Red de Mundos parecían ilimitados, pudo haber una plétora de naves espaciales —militares, diplomáticas, gubernamentales, empresariales, fundacionales, exploratorias, incluso algunas naves particulares pertenecientes a hipermillonarios—, pero aun en esos tiempos sólo una economía planetaria podía afrontar el coste de la construcción de una nave estelar. En mis tiempos —y en tiempos de mi madre y mi abuela, y de sus madres y abuelas— sólo Pax —ese consorcio de la Iglesia con un tosco gobierno interestelar— podía costearse naves espaciales de cualquier tipo. Y ningún individuo del universo conocido —ni siquiera Su Santidad en Pacem— podía costearse una nave estelar privada.

Y esta nave era estelar. Lo sabía. No sé cómo, pero lo sabía.

Sin prestar atención al pésimo estado de los peldaños, me puse a bajar y subir por la escalera de caracol. El casco estaba a cuatro metros de mí. Su insondable negrura me causaba vértigo. Quince metros debajo de mí, apenas visible bajo la curva de negrura, otro rellano se extendía hasta el casco.

Bajé. Un peldaño podrido se partió bajo mis pies, pero me movía tan rápido que lo ignoré.

El rellano no tenía baranda y se extendía como un trampolín. Si me caía desde allí, me rompería algunos huesos y quedaría tendido en la oscuridad de una torre cerrada. No pensé en ello cuando crucé el rellano y apoyé la palma en el casco de la nave.

El casco era tibio. Más que metal, parecía la lisa piel de una criatura durmiente. Enfatizando esta ilusión el casco emitía una vibración suave, como si la nave respirase, como si un corazón palpitara bajo mi palma.

De pronto hubo un movimiento real bajo mi mano, y el casco se hundió y se apartó, no elevándose mecánicamente como algunos portales que había visto, ni girando sobre goznes, sino plegándose sobre sí mismo como labios que se retrajeran.

Se encendieron luces. Un corredor interno —techo y paredes de aspecto orgánico que evocaban una cerviz— relucía suavemente.

No vacilé demasiado. Durante años mi vida había sido calma y predecible como la mayoría de las vidas. Esa semana había matado a un hombre por accidente, me habían condenado y ejecutado y había despertado en el mito favorito de Grandam. ¿Por qué detenerme allí?

Entré en la nave espacial, y la puerta se cerró a mis espaldas como una boca hambrienta.

El corredor de la nave no era lo que yo habría imaginado. Siempre había pensado que el interior de las naves espaciales era como la bodega de los transportes marítimos que llevaban nuestro regimiento de la Guardia a Ursus: metal gris, remaches, troneras firmes y tubos de vapor siseante. Aquí no había nada de eso. El corredor era liso y curvo, y los tabiques interiores estaban revestidos con una madera tibia y orgánica como carne. Si había una cámara de presión, yo no la había visto. Luces ocultas se encendían mientras yo avanzaba y luego se apagaban solas, dejándome en un pequeño estanque de luz con oscuridad por delante y por detrás. Sabía que la nave no podía tener más de cien metros de diámetro, pero la leve curva de este corredor creaba la ilusión de que el interior era más grande que el exterior.

El corredor terminaba en lo que debía de ser el centro de la nave, un foso abierto con una escalera de caracol metálica que se perdía en la oscuridad. Apoyé el pie en el primer escalón y arriba se encendieron luces. Sospechando que las partes más interesantes de la nave estaban arriba, comencé a ascender.

La cubierta siguiente llenaba todo el círculo de la nave y albergaba un antiguo holofoso como el que yo había visto en viejos libros, varias sillas y mesas en un estilo que no pude identificar y un piano de cola. Debo aclarar que ni una persona entre diez mil nativos de Hyperion habría podido identificar ese objeto como un piano, y menos como un piano de cola. Mi madre y Grandam habían sentido un apasionado interés por la música, y un piano había llenado gran parte del espacio de una de nuestras casas rodantes eléctricas. Muchas veces yo había oído las quejas de mis tíos o abuelos acerca del tamaño y peso de ese instrumento, acerca de los julios de energía necesarios para transportar ese trasto pre-Hégira por los brezales de Aquila, y acerca de la sensatez de tener un sintetizador de bolsillo que podía recrear música de piano o cualquier otro instrumento. Pero mi madre y Grandam eran tajantes: nada podía igualar el sonido de un piano auténtico, por mucho que hubiera que afinarlo después del transporte. Y ni mi abuelo ni mis tíos se quejaban cuando Grandam tocaba Rachmaninoff, Bach o Mozart en el campamento de noche. Esa anciana me había hablado sobre los grandes pianos de la historia, incluidos los pianos de cola pre-Hégira. Y ahora veía uno.

Ignorando el holofoso y los muebles, ignorando la ventana curva que mostraba sólo la oscura piedra del interior de la torre, caminé hasta el piano de cola. Las letras doradas decían STEINWAY encima del teclado. Solté un silbido y acaricié las teclas con los dedos, sin atreverme aún a tocar nada. Según Grandam, esta compañía había dejado de fabricar pianos antes del Gran Error del 38, y no se había fabricado ninguno desde la Hégira. Yo estaba tocando un instrumento que tenía por lo menos mil años de antigüedad. Los Steinway y los Stradivarius eran mitos entre los amantes de la música. Me pregunté cómo era posible, acariciando teclas que tenían la tersura del legendario marfil, colmillos de un animal extinguido llamado elefante. Aún podían quedar seres humanos de los tiempos anteriores a la Hégira —los tratamientos Poulsen y el almacenaje criogénico podían explicarlo—, pero los artefactos de madera, alambre y marfil tenían pocas probabilidades de efectuar esa larga travesía por el tiempo y el espacio.

Mis dedos tocaron un acorde do-mi-sol-si bemol. Y luego un acorde en do mayor. El tono era impecable, la acústica de la nave, perfecta. Nuestro viejo piano necesitaba que Grandam lo afinara después de cada viaje de pocos kilómetros por los brezales, pero este instrumento parecía perfectamente afinado después de un sinfín de años-luz y siglos de viaje.

Saqué el taburete, me senté y me puse a tocar
Para Elisa
. Era una pieza sentimental y sencilla, pero parecía congeniar con el silencio y la soledad de ese lugar oscuro. De hecho, las luces parecieron atenuarse mientras las notas llenaban la sala circular y resonaban en la penumbrosa escalera. Mientras tocaba, pensé en mi madre y Grandam, que nunca habrían sospechado que mis lecciones de piano infantiles conducirían a este solo en una nave oculta. La tristeza de ese pensamiento impregnó la música que tocaba.

Cuando terminé, aparté los dedos del teclado con cierta culpa, abrumado por la arrogancia de mi pobre ejecución de una pieza tan simple en ese piano venerable, ese regalo del pasado. Permanecí en silencio un instante, intrigado por la nave espacial, por el viejo poeta y por mi propio lugar en este descabellado orden de cosas.

—Muy bonito —murmuró una voz a mis espaldas.

Di un respingo. No había oído que nadie subiera o bajara la escalera, no había visto que nadie entrara en la sala. Miré de un lado al otro.

No había nadie en la habitación.

—Hace tiempo que no oigo tocar esa pieza —dijo la voz. Parecía brotar del centro de la habitación desierta—. Mi pasajero anterior prefería Rachmaninoff.

Apoyé la mano en el borde del taburete para afianzarme y pensé en todas las preguntas estúpidas que podía abstenerme de hacer.

—¿Eres la nave? —pregunté, sin saber si era una pregunta estúpida pero ansiando una respuesta.

—Desde luego —respondió la voz, que era suave pero vagamente masculina.

Yo había oído máquinas parlantes, pues esos aparatos existían desde siempre, pero nunca máquinas inteligentes. La Iglesia y Pax habían prohibido las IAs más de dos siglos antes, y después de ver que el TecnoNúcleo ayudaba a los éxters a destruir la Hegemonía, la mayoría de los billones de personas de mil mundos devastados había aprobado fervientemente la medida. Comprendí que mi propia programación en ese sentido había sido efectiva: la idea de estar hablando con un artefacto inteligente me hizo sudar las palmas y sentir un nudo en la garganta.

—¿Quién era tu pasajero anterior? —pregunté.

Hubo una brevísima pausa.

—Ese caballero era conocido como el cónsul —dijo al fin la nave—. Fue diplomático de la Hegemonía durante gran parte de su vida.

Esta vez fui yo quien titubeó antes de hablar. Temí que mi «ejecución» en Puerto Romance me hubiera embrollado las neuronas a tal punto que creía estar viviendo en uno de los poemas épicos de Grandam.

—¿Qué le sucedió al cónsul? —pregunté.

—Murió —dijo la nave, con un levísimo tono de congoja.

—¿Cómo? —pregunté. Al final de los
Cantos
del viejo poeta, después de la Caída de la Red de Mundos, el cónsul de la Hegemonía llevaba una nave de regreso a la Red. ¿
Esta
nave?—. ¿Dónde murió? —añadí. Según los
Cantos
, la nave donde el cónsul de la Hegemonía se había ido de Hyperion estaba impregnada con la personalidad del cíbrido John Keats.

—No recuerdo dónde murió el cónsul —dijo la nave—. Sólo recuerdo que murió, y que yo regresé aquí. Supongo que esa directiva fue programada en mis bancos de órdenes en ese momento.

—¿Tienes nombre? —pregunté, intrigado por saber si hablaba con la personalidad IA de John Keats.

—No —dijo la nave—. Sólo nave. —De nuevo una pausa que era algo más que mero silencio—. Aunque creo recordar que en algún momento tuve nombre.

—¿Era John? —pregunté—. ¿O Johnny?

—Tal vez. Los detalles son borrosos.

—¿Por qué? ¿Tu memoria funciona mal?

—No, en absoluto. Por lo que puedo deducir, hace doscientos años estándar hubo un suceso traumático que borró ciertos recuerdos, pero desde entonces mi memoria y demás facultades han funcionado a la perfección.

—¿Pero no recuerdas el suceso? ¿El trauma?

—No —dijo la nave con relativo buen humor—. Creo que sucedió en el mismo momento en que el cónsul murió y yo regresé a Hyperion, pero no estoy seguro.

—¿Y desde entonces? ¿Desde tu regreso has permanecido en esta torre?

—Sí. Estuve un tiempo en la Ciudad de los Poetas, pero pasé aquí la mayor parte de los dos últimos siglos locales.

—¿Quién te trajo aquí?

—Martin Silenus. El poeta. Tú le conociste hoy.

—¿Estás enterado de eso?

—Claro que sí —dijo la nave—. Yo di a Silenus los datos sobre tu juicio y ejecución. Ayudé a gestionar el soborno de los funcionarios y el transporte de tu cuerpo dormido.

—¿Cómo hiciste eso? —pregunté. La imagen de esa nave maciza y arcaica hablando por teléfono era demasiado absurda.

—Hyperion no tiene una auténtica esfera de datos, pero monitoreo las comunicaciones por satélite y de microondas, así como algunas bandas «seguras» de fibra óptica y máser.

—Conque eres espía del viejo poeta.

—Sí.

—¿Y qué sabes sobre los planes que el viejo poeta tiene para mí? —pregunté, volviéndome nuevamente hacia el teclado y tocando un acorde de Bach.

—M. Endymion —dijo otra voz a mis espaldas.

Dejé de tocar y al volverme vi a A. Bettik, el androide, de pie en la escalera circular.

—Mi amo temía que te hubieras perdido —dijo A. Bettik—. Vine a mostrarte el camino de regreso a la torre. Apenas tienes tiempo de vestirte para la cena.

Me encogí de hombros y caminé hacia la escalera. Antes de seguir al hombre de tez azul, me volví hacia la habitación en penumbras.

—Fue grato hablar contigo, nave.

—Fue un placer conocerte, M. Endymion —dijo la nave—. Pronto volveré a verte.

7

Las naves-antorcha
Gaspar
,
Melchor
y
Baltasar
están a una UA de los bosques orbitales en llamas y siguen desacelerando en torno de ese sol sin nombre cuando la madre comandante Stone llama al compartimiento del padre capitán De Soya para informarle de que han resucitado a los correos.

—A decir verdad, sólo hemos logrado resucitar a uno —corrige, flotando ante la puerta abierta.

El padre capitán De Soya hace una mueca.

—¿El otro...? —pregunta—. ¿Lo han devuelto al nicho de resurrección?

—Todavía no —dice Stone—. El padre Sapieha está con el superviviente.

De Soya asiente.

—¿Pax? —pregunta, esperando que sea así. Los correos del Vaticano traen más problemas que los correos militares.

La madre comandante Stone niega con la cabeza.

—Ambos son del Vaticano. El padre Gawronski y el padre Vandrisse. Ambos son Legionarios de Cristo.

Con gran esfuerzo de voluntad, De Soya contiene un suspiro. Los Legionarios de Cristo casi habían reemplazado a los jesuitas, más liberales, a lo largo de los siglos. Su poder crecía en la Iglesia un siglo antes del Gran Error, y no era ningún secreto que el Papa los utilizaba como tropas de choque para misiones engorrosas dentro de la jerarquía eclesiástica.

—¿Cuál sobrevivió? —pregunta.

—El padre Vandrisse. —Stone mira su comlog—. Ya lo deben de haber revivido, señor.

—Muy bien —dice De Soya—. Ajuste el campo interno a una gravedad a las cero-seis-cuarenta-cinco. Llame a bordo a los capitanes Hearn y Boulez y ofrézcales mis cumplidos. Escóltelos hasta la sala de proa. Estaré con Vandrisse hasta que nos reunamos.

—A la orden —dice la madre comandante Stone, y se marcha.

La sala que está junto al nicho de resurrección es más capilla que enfermería. El padre capitán De Soya se arrodilla frente al altar y luego se reúne con el padre Sapieha junto a la camilla donde está el correo. Sapieha es más viejo que la mayoría de los miembros de Pax —por lo menos setenta años estándar— y los suaves haces halógenos se reflejan en su coronilla calva. De Soya piensa que el capellán de la nave, con sus malas pulgas y sus pocas luces, es muy parecido a varios curas de parroquia que conoció en su juventud.

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