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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (12 page)

BOOK: Espada de reyes
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—Sí, nadie puede negarlo —coreó el otro su chanza—. ¿Accederás a ocultarla hasta su retorno?

Arreció la ventolera, más glacial a cada segundo. La muchacha evocó las cadenas montañosas que se erguían al sur de Qualinesti, yermas e inhóspitas en el invierno, y su mente volvió hacia Hauk. ¿Dónde estaba? ¿Por qué había renunciado de un modo tan brusco, tan incomprensible, a una espada valiosa y a un amigo leal?

Se le ocurrió, de repente, una posibilidad que antes no se le había ocurrido: quizás el fornido humano simplemente se había escabullido al amparo de la noche, desertando de su grupo de guerreros. Miró de soslayo a Tyorl.

No, el elfo ni siquiera aceptaría estudiar tal eventualidad. Sin pararse a exponerla, la moza recuperó la tizona.

—Prometo no separarme de ella —dijo. Vaciló una fracción de segundo, y acto seguido se puso de puntillas y besó a Tyorl en la mejilla—. Buena suerte.

—Gracias, aunque creo que deberías reservarte también una porción para ti. A ambos nos va a hacer falta —respondió Tyorl con una sonrisa, aferrándola del brazo y echándose a andar hacia la senda.

A causa de su renovada batalla con las correas de la espada, Kelida no advirtió que les obstruían el paso hasta que los dedos del elfo se clavaron en su brazo. Levantó entonces los ojos.

Tres soldados, humano uno y draconianos los otros dos, les cerraban el paso. Uno de ellos hizo una mueca, poniendo al descubierto unas encías desdentadas salvo por alguna pieza aislada, amarillenta y carcomida.

—Un dulce adiós —se mofó y, dejando resbalar con indiferencia la mirada sobre Tyorl, la detuvo sobre Kelida.

A la muchacha se le revolvieron las tripas.

* * *

Lavim Springtoe corrió como el conejo que sabe que es demasiado veloz para el lebrel y que lo supera en aptitudes. Con la cabeza hundida sobre el pecho y aún más risueño que de costumbre, el hombrecillo ascendió la cuesta de una calle, dobló por otra, atravesó una taberna y, ya al otro lado de la portezuela trasera, hizo un alto. Entre rugidos e imprecaciones, los cuatro draconianos lo perseguían más estrepitosos que la chatarra animada, o así se los representó él a tenor de sus chillonas voces y el matraqueo de las espadas contra las armaduras.

Enfiló una neblinosa calleja, saltó una valla en un alarde de agilidad y desafió con una lluvia de malintencionadas provocaciones al cuarteto que, entorpecido por tanto pertrecho, luchaba febrilmente para escalar el mismo obstáculo que él había salvado con tanta facilidad. Antes de que el primer draconiano se posara en el suelo, el kender se introdujo entre una húmeda pared de ladrillo y un montículo de desperdicios. Debía recobrar el resuello por unos instantes.

Dejó que pasara el primero por delante de su refugio. Era el segundo el que capturaba todo su interés, el rencoroso Givrak, y no le cabía ninguna duda de que aparecería enseguida en su radio visual.

Cuando, en efecto, Givrak cruzó la rendija que hacía las funciones de mirilla, Lavim interpuso el hoopak entre sus piernas y el reptil salió despedido contra el que encabezaba la comitiva. El tercero, demasiado impetuosa su carrera para frenar, cayó sobre los otros dos, y el cuarto se dio de bruces en el muro de enfrente por esquivarlos.

El kender se convulsionó en carcajadas y escalo el montón de desechos y al despatarrado trío, saltó sobre las piernas del cuarto y corrió hacia la avenida. Ya en ésta, rodeó la gruesa sobrefalda de una mujer, pasó agachado entre las patas de un caballo y se precipitó a la otra acera. Detrás, las obscenidades que proferían los draconianos lo alertaron de que, rehechos ya, habían reanudado la cacería.

Lavim conocía las calles y pasajes de Long Ridge como sólo podía hacerlo uno de su tribu o bien un golfillo. Se encaminó hacia un almacén, que había resultado medio quemado durante el sitio de la población, levantando guijarros y fragmentos sueltos de adoquines en su carrera. No había experimentado nada tan emocionante desde que descendiera por una vertiente de las montañas seguido a no más de dos metros por una estupenda avalancha de nieve y roca. (Tales mediciones eran, por cierto, un cálculo aproximado. Ish, el gnomo que lo acompañaba en esa aventura, estimó en unos cuatrocientos metros el espacio que mediaba entre ellos y el alud y, en cuanto a éste, aseveró que se trataba de un leve desprendimiento de nieve, además de especificar en su versión que la montaña no era tal sino una colina de moderada inclinación.)

El edificio donde pretendía cobijarse el kender era inmenso, con una longitud de casi una manzana de casas y una anchura que triplicaba la de cualquier otra construcción de la ciudad. En un tiempo había albergado una gran variedad de mercaderías, tanto harina, trigo y maíz como balas de níveo algodón. De cuantos suministros había en su interior el día del incendio, no quedaban más que cenizas.

Lavim entró en aquella mole sin tejado y, salpicándose al cruzar los túrbidos charcos de una reciente lluvia, alcanzó la escalera del que fuera el primer piso. Tras él resonaban los estampidos de Givrak y los otros soldados, y sus ruidosas blasfemias y amenazas espantaron a los paseantes como ganado frente a un vendaval.

El hedor a quemado impregnaba el almacén. Una vez al pie de la escalera, el viejo kender se reclinó sobre el ennegrecido muro para reponer energías. Dio un vistazo general a las alturas: todavía subsistía una porción de la segunda planta, lo que antes fuera una especie de desván, que, con sus bordes astillados y cubiertos de hollín, cubría la mitad de la superficie del edificio. Desde aquella atalaya podría lanzar impunemente las piedras que llevaba en los bolsillos.

Mientras aspiraba ávidas bocanadas de aire, no por oloroso menos reconfortante, el hombrecillo estudió las escaleras y, tras decidir que cualquier kender en relativa forma física podría coronarlas, comenzó su ascenso. En la creencia de que una pisada suave y rauda dañaría menos la inestable superficie firme y precavida, subió con rapidez. En la mitad de su ascenso, con un pie posado en un escalón y el otro, el derecho, en la grada inferior, esta última crujió de forma lastimera y se vino abajo con estruendo.

Lavim hizo gala de unos envidiables reflejos. Se dio impulso hacia el tabique, estirados los dedos en busca de agarradero. No lo halló. Como un castillo de naipes, el armazón entero se desmembró y sus partes cayeron desde el nivel superior. Lavim gritó y, de milagro, consiguió asirse al suelo del primer descansillo.

Sujetándose a las oscilantes planchas, suspendido el cuerpo en el vacío, ansió que la naturaleza lo hubiera dotado de alas.

Casi soltó el asidero cuando una risotada que más se asemejaba a un ladrido anunció abajo la presencia de sus rivales. Con sus reptilianos ojos inyectados en sangre, esparciendo funestas chispas en la penumbra, Givrak reía sacudiendo su lengua mientras observaba a su indefensa víctima.

Jamás, a lo largo de toda su existencia, pudo Lavim resistirse a una diana segura: sin previo aviso, se contorsionó y escupió contra el draconiano. Aunque su habilidad en este arte había sido motivo de orgullo y alabanzas en su juventud, había perdido algo de precisión en épocas recientes y le preocupaba fracasar. No fue así. Su «proyectil» hizo impacto entre los ojos de Givrak, cuyo aullido de furia hizo temblar hasta los escombros de la sala.

Se encogió el kender al atisbar la plateada estela de una daga y pudo, gracias a tal esfuerzo, apalancar los codos en las planchas. Abrazó entonces un pilar deteriorado pero, al notar que se mecía, hundió los dedos en una de las junturas de la plataforma.

—¡Déjalo ya, rata! —lo increpó Givrak—. No tienes escapatoria y tengo un asunto pendiente contigo.

Lavim realizó una nueva intentona de ponerse a salvo. Alzó la rodilla hasta el entarimado, pero resbaló y volvió a descolgarse, con el agravante de que, a consecuencia del vapuleo, las tablas se bambolearon en una quejumbrosa advertencia.

Se oyó un sonoro tintineo metálico, el que hacía el draconiano al despojarse de su armadura. Lavim, con aquella innata curiosidad que no se habría agotado aunque hubiese estado en un tris de sumergirse en los horrores del Abismo, torció el cuello para espiar las acciones del otro. Givrak había apilado el peto y demás piezas en una masa rojiza, y sujetaba una pequeña espada entre los dientes. Sus alas, abanicos de membrana y piel terminados en pinchos, se desplegaron en movimientos toscos y espasmódicos. Los otros tres retrocedieron, regocijándose ante el inminente final.

«Son unos meros apéndices propulsores —se recordó el kender—, los de su especie no pueden volar. Todo el mundo está al corriente de tal deficiencia.»

Givrak no poseía el don de volar, cierto. Mas, en contrapartida, sus fibrosas y potentes piernas lo facultaban para saltar a una altura mucho mayor de lo que Lavim habría imaginado. En un primer ensayo la ganchuda mano arañó el pilar que le había servido al kender de asidero. En el segundo intento, sin embargo, un mejor concertado batir de sus correosos miembros colocó a Givrak a escasos metros de Springtoe, con una zarpa clavada en el zozobrante suelo de la planta y el arma que antes estaba en su boca en la otra.

No podía el kender encontrar más urgente estímulo. Haciendo acopio de todo su vigor, alzó las rodillas y se impulsó hacia la tarima. También Givrak, vociferante y agresivo, consiguió alcanzarla.

La liebre no se las prometía ya tan felices al verse acorralada por las fauces del can.

Lavim extrajo la daga de la funda fijada al cinto y embistió salvajemente. La hoja apenas rozó la dura capa de escamas que revestía el brazo del monstruo pero el hombrecillo, tenaz en la desesperación, repitió su embate, ahora valiéndose de otra táctica. Extendió el antebrazo hacia arriba y, de un aplomado sesgo, hendió el ala izquierda de su contrincante, antes de acuclillarse mientras la bestia graznaba, presa de una rabia incontrolable, e invertir la operación en la otra, es decir, rasgarla a partir del punto más bajo y en sentido ascendente. La manaza de la criatura, de afiladas uñas, rodeó la muñeca del kender y la retorció sin conmiseración, de tal modo que el dolor lo obligó a soltar su arma.

Con un residuo aún de pertinacia, cualidad esencial de su pueblo, Springtoe incrustó su rodilla en el vientre del reptil. Givrak se dobló sobre sí mismo, circunstancia que Lavim aprovechó para propinarle un segundo puntapié en la barbilla. Rechinaron los dientes del draconiano y su cabeza fue hacia atrás como un latigazo. Lavim liberó su muñeca, recogió la daga y se dio a la fuga. No había adonde ir.

Lo que fueran paredes compactas se habían reducido a vigas, estacas y hendiduras abiertas a los cuatro vientos.

El kender se asomó a través de uno de estos boquetes y distinguió un puntal externo que se proyectaba en un lado, similar a un índice renegrido apuntando a las montañas. Debajo se dibujaban las empedradas calles de Long Ridge, en una perspectiva poco alentadora. Se volvió de nuevo hacia Givrak. El draconiano, renqueante y con las alas neutralizadas, caminaba hacia él, con un brillo asesino en sus ojos.

Los kenders no son seres dados a pensar, pero cuando lo hacen no hay quien les gane en rapidez. Lavim Springtoe esperó el lapso justo para que su enemigo tomase velocidad y despegó rumbo al firmamento.

* * *

Stanach había iniciado, aquella mañana, una infructuosa búsqueda del elfo. Del kender, por el contrario, oía hablar en todas partes sin necesidad de indagar.

El tonelero, el herrero y el empleado de la cerería tenían pliegos de quejas contra el ladronzuelo. Uno exigía que se le devolviera su azuela, otro juraba poner a Lavim bajo la autoridad de Carvath si no aparecían en su taller, antes del mediodía, el cincel y la cuña, mientras que el fabricante de velas maldecía su mala suerte por haber sobrevivido a las incursiones del ejército para que una plaga de kenders lo desposeyera de sus exiguos enseres.

Stanach no intentó aclararle al pobre hombre que un solo individuo, por mucho que perteneciera a una raza de pícaros, mal podía constituir una plaga. En tan espinoso tema, la semántica dependía del lado de la barrera desde el que se aquilataban los pormenores.

En su afán de recabar algunos datos fiables acerca de Tyorl, el enano halló el rastro de Springtoe en la carnicería, la curtiduría y el local del ceramista. Un muchacho lo había visto cruzar como una exhalación la calleja hacia la puerta posterior de una taberna. Aquí le informaron de que Lavim sólo la había pisado unos breves minutos, pues huía de una patrulla de draconianos.

¡Givrak! No podía ser otro. Stanach, no obstante, se concentró en el elfo y la espada. A cada hora que pasaba disminuían las probabilidades de que Tyorl estuviese en disposición de revelarle el paradero de la tizona, pero constituía su única esperanza. Si resultaba defraudado y el guerrero no la tenía o nada le decía, habría de empezar de nuevo con el auxilio, desde luego, de su amigo Piper.

«El kender sabrá cuidar de sí mismo —se repetía para apartarlo de su mente—. Los de su tribu saben salir de aprietos. Pero, ¿qué ocurrirá si ese draconiano lo apresa? Siento escalofríos con sólo imaginarlo.»

—¡Dichoso Lavim! —farfulló—. No va a quedarme otro remedio que ocuparme del elfo y de él al mismo tiempo.

Acto seguido, oyó de labios de un ciudadano que un sujeto achaparrado, vestido de amarillo y con una trenza blanca ondeando al viento —¿cabía descripción más inconfundible?— había enfilado una avenida «como alma que lleva el diablo», en dirección a un almacén medio derruido, acosado por unos draconianos. A regañadientes, el enano se cercioró del perfecto estado de su acero y fue hacia el edificio.

Se acercó al esqueleto de la otrora vasta despensa de víveres desde el otro lado de la calzada. La risa de un tordo americano, o de un kender, resonó en uno de los pisos.

Stanach alzó la mirada en el instante preciso en que un draconiano se desplomaba desde la agujereada pared exterior de la mole, agitando manos y pies en un enloquecido remolino. La criatura, aullando, abrió las alas, ahora inservibles por estar acuchilladas. De haber caído en un ángulo menos recto, el enano habría percibido el silbar de la brisa a través de tan impresionantes tajos. Tal como fueron las cosas, lo único que escuchó fue el seco batacazo del cuerpo al tocar el suelo, el quebranto de escamas y huesos sobre los adoquines y, a modo de telón de fondo, el singular cloqueo de Lavim.

Stanach desenvainó e, inclinándose sobre los despojos, los puso boca arriba. Era Givrak.

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