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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas entre la niebla (20 page)

BOOK: Espadas entre la niebla
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Fafhrd, que había experimentado unos sentimientos similares, le preguntó lentamente:

—¿Así que tú eres la mujer que ha venido cuando estaba preparada?

—Sí —respondió el Ratonero por ella, y añadió alegremente—: ¿Sabías que dentro de un minuto habrías llegado demasiado tarde?

4: La ciudad perdida

Durante la semana siguiente, que emplearon íntegramente en viajar hacia el norte, por el borde del desierto, apenas se enteraron más a fondo de los motivos o la historia de su misteriosa compañera, aparte de los retazos de información dudosa que Cloe les había proporcionado. Cuando le preguntaron por qué había acudido, Ahura replicó que Ningauble la había enviado, que Ningauble no tenía nada que ver con ello y que era todo un accidente, que ciertos Dioses Antiguos le habían provocado una visión, que buscaba un hermano perdido, el cual había ido en busca de la Ciudad Perdida de Ahriman; y a menudo, su única respuesta era el silencio, un silencio que unas veces parecía taimado y otras místico. Sin embargo, soportaba bien las penalidades del viaje, se revelaba como una amazona incansable y no se quejaba de dormir en el suelo, cubierta tan sólo con un gran manto. Como un ave migratoria especialmente sensible, parecía tener un impulso aún mayor que el de los dos amigos para continuar el viaje.

Siempre que se presentaba la ocasión, el Ratonero la cortejaba asiduamente, limitado tan sólo por el temor de ocasionar una metamorfosis en caracol. Pero al cabo de unos días, observó que Fafhrd emulaba aquel placer exasperante. En seguida los dos camaradas se hicieron rivales, disputándose la primacía para ofrecer ayuda a Ahura en las raras ocasiones en que la necesitaba, esforzándose cada uno por superar los jactanciosos relatos de su compañero de aventuras increíbles y vigilando continuamente para que el otro no estuviera un momento a solas con la muchacha. Seguían siendo buenos amigos, y eran conscientes de ello, pero unos amigos muy ariscos, de lo cual también tenían conciencia. Y el silencio tímido, o taimado, de Ahura alentaba a los dos.

Vadearon el río Eufrates al sur de las ruinas de Carchemish, y se encaminaron a las fuentes del Tigris, cruzando la ruta de Jenofonte y los Diez Mil, pero alejándose de ella hacia el este. Fue entonces cuando su desabrimiento llegó a un punto máximo. Ahura se había rezagado un poco, dejando que su caballo paciera la hierba seca, mientras los dos hombres descansaban sentados en una roca y se susurraban recriminaciones. Fafhrd proponía que ambos dejaran de cortejar a la muchacha hasta que hubieran concluido su misión, mientras que el Ratonero se obstinaba en mantener que él tenía derecho de prioridad. Sus susurros se acaloraron tanto que no repararon en una paloma blanca que descendía hacia ellos hasta que aterrizó con un aleteo en un brazo de Fafhrd, que éste había extendido para recalcar su disposición a renunciar temporalmente a la muchacha, si el Ratonero hacía lo mismo.

Fafhrd parpadeó y luego extrajo un fragmento de pergamino adherido a una pata de la paloma. Decía: « La muchacha es peligrosa. Ambos tenéis que renunciar a ella».

El sello diminuto era una impresión de siete ojos enmarañados.

—¡Siete ojos, nada menos! —observó el Ratonero—. ¡Qué modesto es!

Y por un momento permaneció en silencio, tratando de imaginar la red gigantesca de hebras desconocidas con la que el Chismoso reunía su información y dirigía sus asuntos.

Pero este refuerzo insospechado del argumento de Fafhrd le valió por fin el asentimiento a regañadientes de su compañero, y prometieron solemnemente no tocar a la muchacha, o no tratar en modo alguno de ganar el favor de ésta, hasta que hubieran encontrado al adepto y dado cuenta de él.

Estaban ahora en una tierra sin ciudades que evitaban las caravanas, una tierra como la de Jenofonte, con gélidas y nubladas mañanas, mediodías deslumbrantes y crepúsculos traicioneros, con atisbos de tribus ocultas, asesinas, habitantes de las montañas que recordaban las leyendas omnipresentes de «gentes pequeñas» tan distintas a los hombres como los gatos son distintos de los perros. Apura no pareció darse cuenta del súbito cese de las atenciones hacia ella, y siguió tan provocativamente tímida e indefinida como siempre.

Pero la actitud del Ratonero hacia Apura comenzó a sufrir un cambio radical pero profundo. Ya fuera por la amargura de su pasión inhibida, o porque su mente, libre ya del embriagador burbujeo de los cumplidos y las ingeniosidades, había recuperado su astucia y perspicacia, empezó a experimentar la sensación creciente de que la Apura a la que amaba no era más que una chispa débil, casi perdida en la oscuridad de una desconocida que cada día se volvía más enigmática, dudosa e incluso, al final, repelente. Recordó el otro nombre que Cloe había dado a Apura, y empezó a reflexionar extrañamente en la leyenda de Hermafrodita bañándose en la fuente cariana y uniéndose en un solo cuerpo con la ninfa Salmacia. Ahora, cuando miraba a Apura, sólo podía ver los ojos ávidos que escrutaban secretamente el mundo a través de una ranura. Por la noche, empezó a pensar en sus risas silenciosas, por el mortificante hechizo que sufría tanto él como Fafhrd. Llegó a obsesionarse con Apura de una manera muy diferente, y se dedicó a espiarla y a estudiar su expresión cuando no les miraba, como si así confiara en penetrar su misterio.

Fafhrd lo observó y sospechó al instante que el Ratonero pensaba en la posibilidad de retractarse de su promesa. Retuvo su indignación con dificultad y se propuso vigilar al Ratonero tan atentamente como éste vigilaba a Ahura. Cuando era preciso procurarse provisiones, ya ninguno de los dos estaba dispuesto a ir de caza solo. Su amistad empezó a deteriorarse. Una tarde, cuando atravesaban un sombrío barranco al este de Armenia, un halcón descendió de súbito y hundió sus garras en un hombro de Fafhrd. El nórdico mató al ave, produciendo una lluvia de plumas enrojecidas antes de darse cuenta de que también llevaba un mensaje.

«Vigila al Ratonero» era todo lo que decía el mensaje, pero eso, unido al dolor causado por las garras, fue suficiente para Fafhrd. Se detuvo junto al Ratonero mientras el caballo de Ahura corveteaba, asustado por el disturbio, y le dijo sin ambages que sospechaba de él y que cualquier violación de su acuerdo pondría fin de inmediato a su amistad y les llevaría a un enfrentamiento mortífero.

El Ratonero le escuchó como en sueños, mirando todavía taciturno a Ahura. Le habría gustado decirle a Fafhrd sus verdaderos motivos, pero dudaba de que pudiera hacerlos inteligibles. Por eso, cuando finalizó el abrumador arranque de Fafhrd, no hizo ningún comentario, lo cual fue interpretado por Fafhrd como una admisión de culpabilidad y reanudó la marcha a medio galope, enfurecido.

Se acercaban ahora a la tierra escarpada desde donde medos y persas se habían abalanzado contra Asiria y Caldea, y donde, si podían dar crédito a la geografía de Ningauble, encontrarían la madriguera olvidada del Señor de la Maldad Eterna. Al principio el mapa arcaico estampado en la mortaja de Ahriman resultó más confuso que útil, pero al cabo de un tiempo, aclarado en parte por una sugerencia curiosamente erudita de Ahura, comenzó a adquirir un sentido turbador, mostrándoles una garganta profunda en el lugar en que el terreno anterior había hecho esperar una cima ensillada, y un valle donde debería haberse alzado una montaña. Si el mapa era fidedigno, en pocos días llegarían a la Ciudad Perdida.

Entretanto, la obsesión del Ratonero iba en aumento, y al final adoptó una forma definida y sorprendente. Creía que Ahura era un hombre.

Resultaba muy extraño que la intimidad de la vida de campamento y la misma aplicación con que el Ratonero espiaba a la muchacha, no hubieran producido una prueba concreta de esta inequívoca suposición. Sin embargo, al reflexionar en los acontecimientos, el Ratonero observó intrigado que esa prueba no existía. Desde luego, la forma y los movimientos de Ahura, todas su mínimas acciones, eran propios de una mujer, pero recordaba los mancebos pintados y enguantados, dulces y recatados, que eran capaces de imitar la femineidad casi a la perfección. Era ridículo..., pero era posible. A partir de ese momento, su curiosidad obsesiva se hizo tan apremiante que su afán por descubrir la verdad le hacía sudar, y se dedicó a observar con renovado ahínco a la muchacha, lo cual enfurecía a Fafhrd, que golpeaba la empuñadura de su espada a intervalos inesperados, aunque nunca sobresaltó al Ratonero hasta tal punto que desviara la mirada. Así, los dos permanecían tan hoscos y malhumorados como el camello, que mostraba cada vez una mayor resistencia a proseguir aquella excursión absurda lejos del saludable desierto.

El Ratonero vivía días de pesadilla, a medida que se aproximaban por sombríos desfiladeros y sobre escabrosas cimas hacia el templo primigenio de Ahriman. Fafhrd parecía un gigante pálido y ominoso en sus sueños inquietos, y le recordaba a alguien a quien había conocido en la vida consciente, mientras que su misión parecía una búsqueda a ciegas de las rutas más subterráneas del sueño. Todavía quería contar al gigante sus sospechas, pero no se decidía, debido a su monstruosidad y al hecho de que el gigante amaba a Ahura. Y mientras tanto ésta le eludía, era como un espectro que se agitaba más allá de su alcance; aunque, cuando obligaba a su mente a hacer una comparación, se daba cuenta de que la conducta de la muchacha no se había alterado en lo más mínimo, excepto por una intensificación del impulso de seguir adelante, como un barco que se aproxima a su puerto de destino.

Finalmente, llegó una noche en que el hombrecillo de gris no pudo seguir soportando su torturante curiosidad. Se despertó agitado, tras una serie de sueños opresivos que no podía recordar, se apoyó en un codo y miró en torno, silencioso como la criatura de la que había tomado el nombre.

Si el aire no hubiera estado tan inmóvil, habría hecho frío. Del fuego no quedaban más que las ascuas, y fue la luz de la luna lo que le permitió ver la cabeza de Fafhrd, su cabellera revuelta, y un codo que sobresalía del raído manto de piel de oso. También fue la luz de la luna la que iluminaba a Ahura tendida más allá de las ascuas, su rostro sereno fijo en el cenit, tan inmóvil que apenas parecía respirar.

Esperó largo rato. Luego, sin hacer ruido alguno, retiró su manto gris, empuñó su espada, rodeó las brasas y se arrodilló junto a la muchacha. Durante otro largo momento escrutó desapasionadamente su rostro, pero seguía siendo la máscara hermafrodita que le había atormentado en sus horas de vigilia..., si estuviera todavía seguro de la distinción entre vigilia y sueño. De súbito, sus manos la cogieron..., y del mismo modo abrupto se detuvieron. Entonces, con movimientos tan lentos y con apariencia de haber sido ensayados como los de un sonámbulo, pero más silenciosos, retiró el manto de lana que cubría a la muchacha, se sacó un pequeño cuchillo del bolsillo, alzó el cuello del vestido, poniendo cuidado para no tocarle la piel, lo rajó hasta la rodilla e hizo lo mismo con el quitón que llevaba debajo.

Los senos, blancos como el marfil, que el Ratonero no había creído encontrar allí, sí que estaban. Y no obstante, en lugar de disipar su pesadilla, aquello la intensificó.

La nueva e inesperada idea que se le había ocurrido era demasiado profunda para causar sorpresa. Mientras estaba allí arrodillado, observando sombríamente a la durmiente, tuvo la certeza de que también aquella carne marfileña era una máscara, tan astutamente moldeada como el rostro y con un propósito tan aterradoramente incomprensible.

Los párpados de marfil no se movieron, pero los bordes de los dientes aparecieron en lo que él consideró una sonrisa premeditada y huidiza.

Nunca había estado tan seguro como en aquel momento de que Ahura era un hombre.

Las brasas crujieron a sus espaldas.

El Ratonero se volvió y no vio más que la línea de acero brillante por encima de la cabeza de Fafhrd, inmóvil por un instante, como si, con una condescendencia sobrehumana, un dios diera una oportunidad a su criatura antes de descargar el rayo.

El Ratonero desenvainó su propia espada estrecha y delgada a tiempo de parar el golpe del titán. Los dos aceros chillaron desde la empuñadura hasta la punta.

Y como respuesta a aquel chillido, fundiéndose con él, continuándolo, aumentándolo, llegó desde la calma absoluta de poniente una gargantuesca ráfaga de viento que derribó a los dos hombres e hizo rodar a Ahura sobre las pavesas de la fogata.

El viento cesó casi con la misma celeridad, y entonces, algo aleteó como un murciélago hacia el rostro del Ratonero, y éste lo cogió. Pero no era un murciélago, ni siquiera una hoja grande, sino algo que parecía un papiro.

Las ascuas, arrojadas sobre un trecho de hierba seca, habían iniciado perversamente un incendio, y a la luz del fuego el Ratonero abrió el delgado rollo que había llegado volando del oeste infinito. Hizo gestos frenéticos a Fafhrd, el cual se estaba librando de los matorrales entre los que había caído.

El papiro contenía unas palabras escritas con tinta de calamar en grandes caracteres, sobre el sello enmarañado. «Por los dioses a los que veneráis, sean cuales fueren, poned fin a esta disputa. Seguid adelante de inmediato. Seguid a la mujer.»

Notaron que Ahura estaba mirando por encima de sus hombros juntos. La luna surgió brillante por detrás del pequeño jirón de nube que la había oscurecido. La mujer les miró, unió las partes separadas del quitón y el vestido, y los cubrió con el manto. Recogieron los caballos, sacaron el camello caído del grupo de espinos entre los que se estaba atormentando satisfecho y se pusieron en marcha.

Encontraron la Ciudad Perdida casi con excesiva rapidez, tanto, que parecía una trampa o la obra de un ilusionista. En un momento determinado, Ahura les indicaba un despeñadero lleno de cantos rodados, y un instante después avanzaban por un valle estrecho erizado de monolitos inclinados en ángulos absurdos, plateados como la luna, y las sombras respectivas.

Desde el principio era evidente que el nombre de «ciudad» era inapropiado. Sin duda, aquellas tiendas y cabañas de piedra maciza nunca habían sido habitadas, aunque tal vez habían sido un centro de adoración. Era un lugar apropiado para colosos egipcios, para autómatas de piedra. Pero Fafhrd y el Ratonero disponían de poco tiempo para examinarlo en su totalidad, pues, sin previo aviso, Ahura partió al galope por la pendiente.

Se inició entonces una atolondrada carrera, en la que los caballos eran sombras corcoveantes y el camello un espectro que se bamboleaba, a través de bosques de columnas toscamente cortadas, junto a losas tambaleantes lo bastante grandes para servir como muros de un palacio, bajo dinteles hechos para el paso de elefantes, siempre siguiendo el ruido de los cascos que les eludían, sin darles nunca alcance, hasta que por fin salieron a un claro iluminado por la luna y se detuvieron en un espacio abierto entre un gran bloque o caja similar a un sarcófago, con escalones que conducían hasta la parte superior, y un enorme monolito que tenía una vaga forma humana.

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