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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

Espectros y experimentos (19 page)

BOOK: Espectros y experimentos
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Observé a Espectrini, que hacía ya sus últimos preparativos, y al reducido corro de criadas que decían «Oooh» y «Aaah» cuando el capitán sacaba con aire teatral un instrumento o blandía su reluciente artilugio para detectar espectros.

Lucía la misma indumentaria del día anterior, con un accesorio adicional: unos anteojos como los que se pone la gente para conducir un coche de época. Por el momento se los había dejado alzados sobre la visera del gorro, pero se había pasado un buen cuarto de hora sacándole brillo a cada lente, mientras mascullaba: «tengo que limpiar bien estos anteojos infra ultra radio polarizados», y también: «¡Malditos fantasmas!».

Ya parecía dispuesto a partir hacia el Ala Sur cuando apareció Solsticio atropelladamente.

—Ya estoy aquí —dijo, aunque fuera evidente—. Lista para entrar en acción.

La verdad, parecía lista para cualquier cosa: para invadir un país vecino o para ir a cazar pingüinos a la Antártida.

Iba de pies a cabeza con un equipo de combate de color negro. No llevaba sus tacones de aguja, sino unas grandes botas negras con puntera y talón reforzado. Tenía el cabello recogido en un moño y metido en un enorme gorro negro de piel. Se había echado a la espalda una mochila negra muy moderna. En fin, estaba «chachi» (creo que se dice así).

—Esta vez sí traigo pilas de repuesto, Edgar —dijo, haciéndome un guiño—, y un par de ratones de propina.

—Eh, oh, hum. Un momentito. —El capitán Espectrini pareció atragantarse, como si hubiera engullido un erizo—. ¿A qué estamos jugando, niña? —farfulló por fin.

Me estremecí, pero Solsticio puso su sonrisa más radiante.

—Voy con usted. Para encontrar a los «ya sabe qué». Y para pedirles que se vayan.

—Precioso, niña —dijo Espectrini—. Solo hay un problema. Que yo trabajo solo, ¿sabes? Por mi cuenta. Sin compañía. ¿Captas?

—Pero yo quiero ayudar —protestó Solsticio—. Y a Edgar también le hace mucha ilusión.

—No puede ser —dijo Espectrini—. No hay discusión. Consulta por favor la cláusula decimoquinta, punto cuatro, del contrato que firmó tu madre.

Sacó de su propia bolsa un fajo de documentos y se lo puso delante de las narices de la chica de un modo insultante.

—No me importa —dijo Solsticio—. Voy con usted. Me he puesto un calzado práctico y todo. Y ya sabes, madre, lo mucho que odio los zapatos prácticos.

—Escucha, cariño… —empezó Mentolina.

—Yo me largo —dijo Espectrini, pero no se refería al Ala Sur, no. Guardó sus cosas y se fue hacia la puerta.

—¡No! ¡Espere, señor…! Digo, ¡capitán Espectrini! ¡Horacio, por favor!

Mentolina revoloteó tras él.

—Haga el favor de seguir con lo suyo. Y le pido disculpas por los modales de mi hija. Ella no irá con usted. Ya tengo yo quehaceres de sobra para que se entretenga. Y usted, obviamente, necesita paz y tranquilidad para trabajar. No nos conviene ahuyentar a los fantasmas, ¿no es cierto?

«¿Ah, no? —pensé yo—. ¿No es eso lo que pretendemos?»

El capitán Espectrini se detuvo, ya con la mano en el pomo de la puerta. Suspiró como un actor apenado, bajó la cabeza y le mostró a Mentolina toda la ristra de dientes.

—Lady Otramano, le doy las gracias. ¡No tema! ¡No la defraudaré!

Dicho esto, desapareció por el pasillo que llevaba al Ala Sur. Yo, al menos, confié en que no volviéramos a verlo.

Por desgracia, no iba a ser ese el caso.

Solsticio lee mucho,

aunque sus gustos

son bastante limitados.

Su libro favorito, para

poner un ejemplo

esclarecedor, es

El deseo de morir

de los seres

espeluznantes
.

-¡J
o! —dijo Solsticio—. ¡Qué grosero!

Volé hasta ella y, con el pico, empecé a sacarle el cabello del gorro de piel.

—Sí, supongo que tienes razón, Edgar —me dijo—. Así me queda mejor, ¿verdad? Pero ¿sabes qué…?

Bajó la voz y le hizo señas a Silvestre para que se acercara. Colegui correteó tras él, convertido tan solo en una sombra desdibujada del simio abominable que es normalmente.

—Aunque él diga que no podemos acompañarlo —susurró—, eso no significa que no podamos darnos una vuelta por el Ala Sur por nuestra cuenta, me da igual que lo tengamos prohibido. Y si por casualidad tomamos el mismo camino…

Le hizo un guiño a su hermano, que parpadeó varias veces.

—¿Cómo? ¿Seguirlo, quieres decir?

—¡Chitón! Que viene madre.

—¿Qué pasa aquí? —ladró Mentolina, acercándose, después de repartir instrucciones a las criadas para las tareas del día—. ¿Nada? Muy bien. Seguidme. Tenemos mucho que hacer. No vaya a ser que se os ocurra alguna tontería. Necesito tu ayuda para cortar y coser, Solsticio.

—¡Madre! —protestó ella—. ¡Coser!

—Y ve a cambiarte esa ropa absurda primero —añadió Mentolina—. ¡Te lo exijo! ¡Una hija mía con pantalones!

Se estremeció, escandalizada.

—¡Arg, por favor! —exclamó Solsticio.

—¿Y yo, madre? —preguntó Silvestre.

—Eh, bueno —dijo Mentolina—. Hmm… Tú puedes… mirar.

—¿Mirar? ¿Mirar cómo coséis?

Silvestre abrió los ojos horrorizado ante semejante plan: tanto que por poco se le salen de las órbitas.

Pero eso fue lo que hicieron, de todos modos.

Mentolina, Solsticio y Silvestre se pasaron el día al sol en la Terraza Superior.

—Pronto empezarán a acortarse los días, niños. ¡Tomad el aire mientras podáis!

Sobre la mesa no había esta vez un delicioso surtido de pasteles de doña Sartenes, sino docenas de retales de terciopelo negro esparcidos de cualquier manera. La cesta de costura de Mentolina estaba tirada en un lado, con todo su contenido medio derramado y revuelto. Solsticio permanecía de morros junto a su madre, que no le hacía caso y tarareaba una cancioncilla.

Silvestre, sentado al otro extremo de la mesa, tenía a Colegui acurrucado en su regazo. Apenas me atrevo a decirlo en voz alta, pero yo empezaba, bueno, a estar preocupado por el mono. No vayas a entenderme mal, no me he ablandado. Pero echaba de menos las peleas con mi viejo adversario, ¿entiendes? Nada es igual si no participa tu archienemigo, ¿no? Simplemente eso.

Fizz y Buzz estaban haciendo su número habitual, o sea, trepando fuera del parque cuando creían que nadie miraba (yo sí) y acometiendo a toda clase de diabluras.

Buzz se arrastraba a gatas por las almenas sin que lo advirtiera su madre. Solo yo me ocupaba de agarrarlo con el pico por un lado para impedir que se precipitase al prado que quedaba cien metros más abajo.

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