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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Esperando noticias (29 page)

BOOK: Esperando noticias
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Decker fue condenado a treinta años y sentenciado a cumplirla en su totalidad. Lo declararon capacitado para defenderse, como si no fuera signo de demencia el asesinar a tres completos extraños sin motivo aparente. Ni signo del más mínimo trastorno acuchillar a una madre y dos de sus hijos a sangre fría. Cuando en el juicio le preguntaron por qué lo había hecho, se encogió de hombros y respondió que no sabía «qué le había pasado». El padre de Joanna fue testigo de aquella breve e insatisfactoria conclusión.

Ahora, al mirar atrás, Joanna veía que no se había librado de comparecer en el juicio, sino que, mediante engaños, le habían robado su día ante el tribunal. Incluso ahora se imaginaba de pie en el estrado, con su mejor vestido de terciopelo rojo, el de cuello de blonda a lo Peter Pan que había heredado de Jessica, señalando con dramatismo a Andrew Decker y exclamando con su aguda voz de niña inocente: «¡Es él! ¡Ese es el hombre!».

Y ahora lo habían soltado. Estaba fuera y era libre. «He venido a decirle que Andrew Decker salió de la cárcel la semana pasada», le reveló Louise Monroe.

Andrew Decker tenía cincuenta años y estaba libre. Joseph habría tenido treinta y uno, Jessica habría tenido treinta y ocho, y su madre sesenta y cuatro. «When I'm sixty-four», como dirían los Beatles. Nunca los tendría. Nunca jamás, nunca jamás.

A veces se sentía una espía, una a la espera de entrar en activo a la que hubiesen mandado a un país extranjero para luego olvidarse de ella. Incluso ella se había olvidado de sí misma. Sentía un dolor en el pecho, intenso, fuerte. El corazón le palpitaba con fuerza. Toc, toc, toc. «El rumor de alguien que llamaba suavemente a la puerta de mi habitación.»

El bebé despertó con un gritito, y lo atrajo con fuerza contra su pecho para calmarlo, sosteniéndole la nuca con una mano. No había límites para lo que una haría por proteger a su hijo. Pero ¿y si no podías protegerlo por mucho que lo intentaras?

Él estaba libre. Algo produjo un chasquido, un clic en el tiempo, como una señal secreta implantada en su mente tiempo atrás. Los hombres malos estaban todos allí fuera, vagando por las calles. Oscuridad, y nada más, para siempre.

«Corre, Joanna, corre.»

CUARTA PARTE
Y mañana
Jackson resucitado

Cuando despertó, tenía un desayuno de aspecto desagradable sobre la mesilla. Había soñado con Louise, al menos le pareció un sueño. ¿Había estado allí? Había habido alguien, una visita, pero no sabía quién era. No era la chica, la chica estaba allí cada vez que abría los ojos, sentada junto a su cama, observándolo.

En el sueño había abierto su corazón y dejado entrar a Louise. El sueño lo había perturbado. Tessa no existía en ese mundo onírico, como si nunca hubiese formado parte de su vida. El accidente de tren había provocado una fisura en su vida, una enorme grieta que parecía haber puesto una distancia imposible entre él y la vida que compartía con Tessa. Esposa nueva, vida nueva. Le propuso matrimonio al día siguiente de que Louise le enviara un mensaje de móvil diciéndole que iba a casarse. Hasta entonces, nunca se le había ocurrido que ambas cosas pudieran tener alguna relación. Pero la verdad era que nunca había sido muy bueno a la hora de entender la anatomía de su conducta. (Las mujeres, en cambio, parecían encontrarlo transparente.)

Se preguntó si Tessa estaría tratando de ponerse en contacto con él. ¿Estaría preocupada? No era de las que se inquietaban. Él sí.

Por supuesto, Tessa no se había subido al tren en Northallerton. Estaba en Estados Unidos, en Washington, en alguna clase de conferencia.

—Estaré de vuelta el lunes —le había dicho cuando se disponía a marcharse.

—Iré a recogerte —contestó él.

Se veía a sí mismo y a Tessa a primera hora del miércoles —o cuando fuera que hubiese sido, pues ya no tenía relación alguna con el tiempo—, de pie en el armario que ella llamaba cocina, en su pisito de Covent Garden (el piso de Tessa, al que él se había mudado). Ella tomaba té, él tomaba café. Jackson había comprado recientemente una máquina de café exprés, una reluciente monstruosidad roja que parecía capaz de abastecer de electricidad a una pequeña fábrica durante la Revolución industrial. Lo único que Tessa no hacía bien era preparar café.

—Vivo en Covent Garden, por el amor de Dios —decía riendo—. No puedo lanzar una piedra sin darle a alguien que trate de venderme una taza de café.

La máquina de café ocupaba media cocina.

—Lo siento —se disculpó Jackson cuando la hubo instalado—. No me había dado cuenta de que era tan grande.

Aunque lo que quiso decir en realidad era que no se había dado cuenta de que la cocina fuese tan pequeña. Llevaban un tiempo hablando de mudarse a algún sitio más grande, menos urbano, y habían estado mirando en las colinas de Chiltern. Por difícil que le resultara de creer, estaba planeando convertirse en el típico viajero cotidiano entre el centro de Londres y el extrarradio. Eso era lo que el amor de una buena mujer le hacía a uno, le daba la vuelta y lo convertía en otro ser al que apenas reconocías, como si siempre hubieses sido reversible y sencillamente no lo supieras. Las colinas de Chiltern eran preciosas, y hasta el hierro de la dura alma norteña de Jackson se ablandó un poco al ver toda aquella calma verde y ondulante. «La tierra de E. M. Forster», comentó Tessa. Era increíblemente culta, prueba de una educación cara y variada («Escuela de niñas de Saint Paul, y luego el Keble College»). Jackson se preguntaba si sería demasiado tarde para empezar a leer novelas.

Una mujer policía, en absoluto borrosa.

—¿Tiene un número de teléfono de su esposa? —Esbozó una sonrisa cordial—. ¿Lo recuerda?

—No —contestó.

La respuesta que le rondaba la cabeza era más larga y tenía que ver con no llamar a Tessa y preocuparla, con no hacerla volver antes de Estados Unidos cuando no había necesidad, porque ya no estaba muerto, pero lo máximo que pudo articular fue ese «No».

Eso no significaba que no la quisiera a su lado. Trató de evocar su rostro, pero solo consiguió un borrón vago. Trató de centrarse en la última vez que la había visto, en la cocina, donde había vaciado y lavado la taza para dejarla en el escurridero (era muy ordenada, nunca dejaba cosas por medio). Llevaba el cabello recogido, nada de maquillaje y nada de joyas, a excepción de un reloj («estilo viajera»); vestía pantalones negros y un jersey beige. El jersey le pareció increíblemente suave cuando la estrechó entre sus brazos. Recordaba mejor el jersey que a la propia Tessa.

Entonces ella lo besó y dijo: «Tengo que irme al aeropuerto. Más te vale echarme de menos». Jackson había querido llevarla a Heathrow, pero Tessa contestó: «No seas tonto, cogeré el metro hasta Paddington, y allí, el tren rápido a Heathrow». A él no le gustaba que cogiera el metro, ya no le gustaba que nadie cogiera el metro. Incendios, accidentes, suicidas con bombas, policías armados, y chiflados que podían hacerte caer debajo de un convoy con solo un empujoncito en la espalda: el metro era un lugar abonado para el desastre. Antes no pensaba así, tenía un par de guerras y toda una vida de sucesos atroces en su haber, pero en algún sitio de la autopista solitaria había llegado al punto crítico —cuando se tienen más años por detrás que por delante— y de pronto había empezado a temer los horrores aleatorios del mundo. El accidente de tren suponía la confirmación definitiva.

—Estoy segura de que no tardará en recordarlo —dijo la policía—. Probablemente, lo mejor para recuperarse es que no se preocupe.

—Yo antes era policía —soltó Jackson.

Cada vez que llegaba al callejón sin salida del laberinto existencial, parecía encontrar necesario declarar eso. Su identidad bien podía haber quedado en entredicho, pero de eso sí estaba seguro.

No parecía muy probable que la noticia del accidente de tren le llegara a Tessa en Washington; tenía que pasar algo muy gordo en Europa para que se filtrara en la conciencia norteamericana. En el peor de los casos, habría tratado de mandarle un mensaje de texto, para luego preguntarse por qué él no contestaba, pero no habría llegado a la conclusión de que se había metido en problemas, como sí habría hecho su primera esposa, Josie. Su «primera» esposa, qué raro sonaba eso, en especial porque, cuando estaba casada con él, solía presentarse así: «Hola, soy la primera esposa de Jackson».

Por supuesto, Tessa no tenía ni idea de que él viajaba en aquel tren, no sabía siquiera que no estaba en Londres, porque Jackson no le había mencionado que se iba, no le había dicho: «En cuanto estés camino del aeropuerto, me largo al norte a ver a mi hijo». Y la razón de que no lo hiciera era que nunca le había hablado de Nathan. De modo que estaba cometiendo bastantes pecados de omisión, y eso en un matrimonio tan nuevo, en el que no debería haber habido secretos. E incluso de haber sabido ella que estaba en el tren de King's Cross, no habría importado, porque él no estaba. «Va usted en dirección equivocada.» Le dolía la cabeza. Pensar demasiado te atonta, Jackson.

Apenas se habían separado desde que se conocieron. Ella iba a trabajar todos los días, por supuesto, pero se encontraban con frecuencia en el Museo Británico a la hora de comer. A veces, daban después un paseo por el edificio, y Tessa le hablaba de las cosas que allí se exponían. Era conservadora de arte, «sobre todo asirio», explicó cuando se conocieron.

—Bueno, a mí me suena todo a chino —bromeó Jackson.

«Los asirios se abatieron como un lobo sobre un redil.» Ni siquiera las visitas guiadas de Tessa por la parte asiria lo habían iluminado demasiado. Estaba seguro de que había una palabra mejor que «parte». ¿«Departamento»? ¿Era esa la palabra? «El departamento asirio» no acababa de sonar bien; parecía un nicho burocrático en el inframundo.

Pese a las detalladas explicaciones de Tessa, no estaba seguro de entender el dónde/qué/cuándo de Asiria. Pensó que podía haber tenido algo que ver con Babilonia. «Junto a los ríos de Babilonia, nos sentábamos a llorar, acordándonos de Sión.» No era una canción de Boney M sino el Salmo 137. «Nos acordábamos de Sión, recordábamos nuestros cantos, pues allí no podíamos cantar.» El canto del exilio. ¿No era todo el mundo un exiliado en lo más profundo de su corazón? ¿Estaba siendo sensiblero? Probablemente.

Por culpa de la cantidad de información antigua inútil que abarrotaba su cerebro, le costaba retener nueva información. Era extraño que lo único que pareciera recordar de la escuela fuera la poesía, la asignatura a la que probablemente había prestado menos atención entonces. «El sucio carguero inglés con una costra de sal en la chimenea.»

Llevaba una fotografía de Tessa en la cartera, junto con otra de Marlee, pero la cartera seguía desaparecida. Podía concentrarse en un rasgo, en los ojos marrones de largas pestañas, en la bonita línea recta de su nariz, en una oreja perfecta, pero las piezas no encajaban en un retrato como era debido. Era más Picasso que Vermeer. Debería haberse fijado más en Tessa, haberle hecho más fotografías, pero era enfermizamente tímida ante la cámara. En cuanto veía un objetivo, se llevaba una mano a la cara y, riendo, decía: «¡No, no hagas eso! Estoy horrible». Nunca estaba horrible; incluso a primera hora, cuando se acababa de despertar, se la veía impecable. Se hacía difícil de creer que, de todos los hombres sobre el planeta, lo hubiese escogido a él. («Muy difícil», estuvo de acuerdo Josie.)

Su parte objetiva y más hastiada de la vida sabía que el amor lo estaba engañando, que se hallaba aún en la fragante primavera de la relación, cuando todo en el jardín era rosado y floreciente. «Mi amor es como una rosa roja como la sangre.» No, no era roja como la sangre. Era roja. La canción decía «una rosa roja, roja».

—Estás en tus años mozos —le dijo Julia—. O sea, falto de sensatez.

—¿Y qué ha visto exactamente en ti esa maravilla de mujer? —quiso saber Josie—. Aparte del dinero, claro.

—Pero ¿cuántos años tiene? —preguntó Julia, con una histriónica expresión de espanto en la cara.

—Treinta y cuatro —respondió él.

—Eso es abuso de menores, Jackson —opinó Josie.

—Y un huevo —contestó él.

—Sabes que estar enamorado es una forma de locura, ¿verdad? —dijo Amelia. («Entonces debe de ser una
folie à deux
», comentó una divertida Tessa cuando se lo contó.)

Amelia había estado una vez (le horrorizaba recordarlo) enamorada de Jackson. Tenía que llamar a Julia, averiguar cómo había ido la operación de Amelia. ¿Había muerto? Julia estaría inconsolable. Había un teléfono junto a su cama, pero necesitaba una tarjeta de crédito para utilizarlo, y la tarjeta de crédito estaba en su cartera. Si él tenía la cartera de Andrew Decker, ¿tenía Andrew Decker la suya? La cartera de Andrew Decker estaba casi vacía, solo con un viejo permiso de conducir y un billete de diez libras. Viajaba ligero. ¿Estaría en alguna parte del hospital?

La fotografía de su cartera era la única que tenía de Tessa, tomada con la cámara de Jackson por uno de los improvisados testigos tras su apresurada boda; incluso en tan feliz ocasión ella había tratado de apartarse de la cámara. Ahora ni siquiera tenía esa foto. Ni cartera, ni BlackBerry, ni dinero, ni ropa. Nacido desnudo, renacido desnudo.

—Casi no nos conocemos —dijo Tessa cuando le propuso casarse con él.

—Bueno, para eso sirve el matrimonio —contestó Jackson, aunque su experiencia tendía a indicar lo contrario: cuanto más tiempo llevaban casados él y Josie, menos parecían conocerse.

Tessa conservó su apellido de soltera, dijo no «verse» como la señora Brodie. Josie tampoco se había cambiado el apellido al casarse con él. La última «señora Brodie» que Jackson conoció fue su madre. Su hermana Niamh, una chica anticuada en todos los sentidos, solía decirle que estaba deseando casarse para librarse del apellido de soltera y convertirse en «la señora de Algún Otro». Era una doncella, una virgen, «que se reservaba para el señor Idóneo». Siempre había chicos que le iban detrás, pero aún no tenía una relación estable cuando fue violada y asesinada. Tenía un ajuar, un pequeño baúl en su habitación en el que apilaba cuidadosamente paños de cocina, mantelitos bordados y una cubertería de acero inoxidable a la que iba añadiendo piezas, una cada mes. Para una vida venidera que nunca llegaría. Todo eso parecía ahora muy lejano, no solo la propia Niamh, sino todas las chicas que guardaban mantelitos bordados y cuberterías de acero inoxidable. ¿Dónde estaban ahora?

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