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Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara

Tags: #Religión, Ensayo

Esta es nuestra fe. Teología para universitarios (9 page)

BOOK: Esta es nuestra fe. Teología para universitarios
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Es el amor, y no el sufrimiento, quien redime

En el fondo, ni San Anselmo ni Lutero concedieron valor redentor al conjunto de la vida de Cristo ni a su resurrección. Sólo a su muerte. Parecería como si Jesús hubiera venido al mundo con el único designio de sufrir en la cruz.

Nosotros, en cambio, al centrar la redención no en el sufrimiento, sino en el amor, creemos que Jesús no buscó intencionadamente la cruz. Fue una consecuencia de su vida. La cruz, por sí misma, no tiene ningún sentido; como manifestación de ese «amor máximo» que consiste en dar la vida por los amigos (cfr. Jn 15, 13), tiene por el contrario todo el sentido del mundo.

Este cambio de perspectivas lleva consigo también importantes consecuencias para la vida cristiana. Quienes atribuyan valor redentor no al amor, sino al sufrimiento mismo, se sentirán llamados a sufrir por sufrir. Las vidas de los padres del desierto, por ejemplo, ofrecen numerosos y repulsivos ejemplos de continua autotortura física. Muchos de ellos vivieron años seguidos sobre una columna, hay quien se encierra de por vida en un cajón en el que no puede estar ni siquiera de pie, mientras que otro se condena a estar siempre en esa postura; algunos se cargaban de pesadas cadenas (en Egipto ha aparecido el esqueleto de uno de ellos con todas sus cadenas alrededor); otros se enorgullecían de mantener una abstinencia total de alimentos durante una cuaresma entera, y Serapión decía con jactancia a una virgen solitaria que evitaba el trato con las gentes: «Yo estoy más muerto que tú»
[14]
.

Por el contrario, quienes consideren que Jesús no centró su vida sobre el sufrimiento, sino sobre el amor, procurarán más bien imitarle en una entrega generosa a la causa del Reino de Dios y aceptar —eso sí— los sinsabores que ese compromiso sin duda les reportará. Dicho sufrimiento, y no el que nos procuramos a nosotros mismos, es la cruz que cada uno debe tomar para seguir a Cristo (Mt 10, 38):

«Él, sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo
echan
sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia»
[15]
.

El creyente de buena fe que quiere construir el Reino mediante los sufrimientos que se inflige a sí mismo se equivoca de técnica. Debido a su buena fe, él no será excluido del Reino que se va construyendo con el esfuerzo de sus hermanos, pero debemos ser conscientes de que si todos se equivocaran de técnica, el Reino se quedaría sin construir. Eso es lo que afirma San Pablo:

«¡Mire cada cual cómo construye! Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo. Y si uno construye sobre este cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada cual quedará al descubierto. Aquel cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa. Mas aquel cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (1 Cor 3, 10-15).

A la luz de lo que hemos dicho en este capítulo es necesario revisar también el concepto de mérito. Un acto no es más meritorio porque nos cueste más, sino porque lo hacemos con mayor amor (siendo indiferente que nos cueste o no). Así lo explicaba Santo Tomás:

«No es la dificultad que hay en amar al enemigo lo que cuenta para lo meritorio si no es en la medida en que se manifiesta en ella la perfección del amor, que triunfa de dicha dificultad. Así, pues, si la caridad fuera tan completa que suprimiera en absoluto la dificultad, sería entonces más meritoria
[16]
» .

¿Tiene sentido todavía la mortificación?

A pesar de lo anterior, y sin quitar un ápice de validez a lo dicho hasta aquí, es necesario añadir que los cristianos del siglo I —que tenían todavía el recuerdo de Jesús— también practicaban el ayuno (cfr. Hech 13, 3; 14, 23). Y es que el ayuno puede ser correcto o no dependiendo de su motivación.

Ciertamente, los discípulos de Jesús no eran demasiado dados a las prácticas penitenciales, lo cual causaba no pequeño escándalo a los judíos fervorosos. Sabemos que los escribas reprocharon a Jesús: «Los discípulos de Juan ayunan frecuentemente y recitan oraciones, igual que los de los fariseos, pero los tuyos comen y beben». El Maestro defendió a los suyos: «¿Podéis acaso hacer ayunar a los invitados a una boda mientras el esposo está con ellos?» (Lc5, 33-34 y par.). El sentido de las palabras de Jesús resulta muy claro si recordamos que en el Nuevo Testamento el banquete de bodas es quizás el símbolo más frecuente del Reino de Dios: «La boda ha comenzado, el esposo ha salido a recibir, la alegría de la boda se oye en una gran extensión por el país, los invitados se reclinan para el banquete nupcial… ¿Quién podría ayunar ahora?»
[17]
.

Es verdad que luego continuó: «Días vendrán en que les será arrebatado el esposo; entonces ayunarán en aquellos días». El ayuno, por tanto, no es un acto expiatorio, sino una expresión de desolación al comprobar que el género humano ha querido quitar de en medio al mejor de sus hijos. En la muerte de Jesús se concentra, además, toda la
historia passionis
de la humanidad. Hay quienes se preguntan cómo se puede reír en nuestro mundo si en Centroamérica se asesina al pueblo, en Etiopía siguen muriendo de hambre los niños y entre nosotros hay casi tres millones de hombres sin trabajo. Mediante el ayuno expresamos nuestro dolor por tantos inocentes que son víctimas de la maldad humana.

Pero no olvidemos que el cristianismo existe precisamente gracias a que no fueron capaces de quitarnos para siempre a Cristo. Al tercer día resucitó. Al interrumpir en seguida el ayuno para celebrar gozosos la resurrección de Cristo queremos anunciar en medio de este mundo sangrante que hay motivos para conservar viva la esperanza: Los verdugos no van a triunfar definitivamente sobre sus víctimas.

Una segunda motivación para ayunar es hacer posible la comunicación de bienes. Los Santos Padres eran constantes al afirmar que el ayuno debía ir unido a la limosna
[18]
» .

San Juan Crisóstomo decía que «ningún acto de virtud puede ser grande si de él no se sigue también provecho para los otros (…) Así, pues, por más que te pases el día en ayunas, por más que duermas sobre el duro suelo, y comas cenizas, y suspires continuamente, si no haces bien a otros, no haces nada grande»
[19]
» .

Con lógica irrefutable decían los Padres que si nos quedamos con el fruto de nuestras economías no engrosaremos las filas de los virtuosos, sino las de los tacaños:

«Quien no ayuna para el pobre engaña a Dios. El que ayuna y no distribuye su alimento, sino que lo guarda, demuestra que ayuna por codicia, no por Cristo. Así, pues, hermanos, cuando ayunemos coloquemos nuestro sustento en manos del pobre»
[20]
» .

«El ayuno sin la limosna (…) se ha de atribuir más a la avaricia que a la abstinencia»
[21]
.

Llegados aquí cabría preguntar: ¿Y no daría lo mismo entregar la limosna sin ayunar? La respuesta es, sin duda, negativa. Ayunar para poder auxiliar a otro nos recuerda una verdad olvidada que expresaré con palabras de Juan Pablo II: Estamos «llamados a aliviar la miseria de los que sufren cerca o lejos no sólo con lo "superfluo", sino con lo "necesario"»
[22]
.

7
Oye, Dios, ¿por qué sufrimos?

Las explicaciones de la redención que hemos criticado en el capítulo anterior tuvieron como consecuencia una glorificación tal del dolor que a menudo los «consuelos» que no pocas personas piadosas ofrecen al que sufre se convierten en causa de ateísmo y cólera. Recordemos, por ejemplo, aquel desafortunado abate Boumisien de una novela de Flaubert que dice al Dr. Bovary, roto de dolor por la muerte de su mujer: «Uno tiene que someterse a los decretos de Dios sin murmurar, y hasta darle las gracias»; a lo que Charles Bovary no puede evitar responder: «¡Detesto a vuestro Dios!»
[1]
. A esas personas piadosas se les podría aplicar lo que dice Job a sus amigos: que son unos «médicos matasanos» (13, 4); es decir, unas personas que cuando intentan consolar logran precisamente lo contrario.

No es Dios quien produce el sufrimiento

Para hablar del sufrimiento correctamente lo primero que necesitamos es no confundir el plano en que se sitúan las ciencias y el plano en que se sitúa la teología. La patogenia, por ejemplo, es una rama de la medicina que estudia
cómo
se han producido las enfermedades. Su aspiración consiste, pongamos por caso, en aislar el virus que causa una dolencia determinada. Lo logrará o no lo logrará, pero de una cosa podemos estar seguros:
Nunca se le pasará por la cabeza afirmar que es Dios quien hace enfermar a nadie
. He aquí una primera lección que nunca deberíamos olvidar: Hay muchos creyentes que todavía no saben distinguir el plano de la Causa Primera de todo cuanto existe (Dios) y el plano de las causas segundas que producen cada fenómeno particular. Como resultado de esa confusión piensan que Dios origina las enfermedades igual que si fuera un microbio maligno. El Microbio por excelencia. Y, como tampoco saben hacer esa distinción por lo que al tratamiento de la enfermedad se refiere, convierten a Dios en el más eficaz de los antibióticos. Algo parecido podríamos decir con respecto a los terremotos. En el siglo XX a ningún sismólogo se le ocurrirá afirmar que Dios decidió una mañana sacudir la tierra; pero todavía se atreven a afirmarlo algunos creyentes poco ilustrados provocando en quienes les escuchan agresividad hacia ese Dios sádico. «Semejante "dios" —dice Fourez— sería un verdadero neurótico y lo mejor que podría hacerse por él es recomendarle un bien psicoanalista»
[2]
.

Naturalmente, no negamos que si Dios quisiera podría intervenir en el mundo al margen de las causas segundas, bien para producir un mal, bien para acabar con él. Eso es lo que llamamos un milagro. Pero ya veremos más adelante que Dios no tiene costumbre de actuar así (y, desde luego, mucho menos todavía si en vez de milagros se tratara de «antimilagros», es decir, de originar males). Mucho cuidado, pues, con expresiones del tipo de «Dios hace sufrir a los que ama» o la más popular de «Dios aprieta, pero no ahoga» (siempre me pareció bien que no ahogara, pero nunca pude entender por qué razón tenía que apretar).

Planteando el problema…

A nosotros no nos interesa ahora saber
cómo
se producen los diversos males. Esa tarea —una vez que hemos aclarado que Dios no interviene en ella para nada— se la dejamos a los científicos. Nuestra preocupación, como teólogos, es otra: ¿
por qué
existe el sufrimiento?; ¿qué
sentido
tiene? Esta pregunta sí que afecta a Dios. Y, de hecho, haciéndose esa pregunta, muchos se han alejado de Él e incluso han negado su existencia. Recordemos algunos testimonios clásicos:

En «Los Hermanos Karamazov», de Dostoyevski, Iván —después de contar a su hermano Alíoscha una espeluznante escena: Un niño de ocho años devorado por una jauría de perros en presencia de su madre como castigo por haber lesionado, jugando, al lebrel favorito de un general— dice «si el sufrimiento de los inocentes es necesario para alcanzar la eterna armonía, demasiado cara han tasado esa armonía; no tenemos dinero bastante en el bolsillo para pagar la entrada. Así que me apresuro a devolver mi billete. Y cualquier hombre honrado tendría que hacer eso mismo cuanto antes. No es que no acepte a Dios, Alíoscha, pero le devuelvo con el mayor respeto mi billete»
[3]
.

Más profundo es el célebre dilema de Epicuro sobre el que tendremos que volver después, cuando estemos en condiciones de darle una respuesta: «O Dios quiere evitar el mal, pero no puede, y entonces es impotente; o puede y no quiere, y entonces es malo; pero tanto en un caso como en otro no sería Dios»
[4]
.

Recordemos, por último, la
boutade
de Stendhal que a Nietzsche le parecía suficientemente ingeniosa como para justificar, ella sola, toda la existencia del novelista francés: «La única excusa de Dios es que no existe».

No maltratar el misterio

No vendrá mal, antes de seguir adelante, recordar una antigua leyenda noruega:

El viejo Haakón cuidaba una cierta ermita. En ella se conservaba un Cristo muy venerado que recibía el significativo nombre de «Cristo de los Favores». Todos acudían a él para pedirle ayuda. Un día también el ermitaño Haakón decidió solicitar un favor y, arrodillado ante la imagen, dijo:

—Señor, quiero padecer por ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en la cruz.

Y se quedó quieto, con los ojos puestos en la imagen, esperando una respuesta. De repente —¡Oh, maravilla!— vio que el Crucificado comenzaba a mover los labios y le dijo:

—Amigo mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con una condición; que, suceda lo que suceda y veas lo que veas, has de guardar siempre silencio.

—Te lo prometo, Señor.

Y se efectuó el cambio. Nadie se dio cuenta de que era Haakón quien estaba en la cruz, sostenido por los cuatro clavos, y que el Señor ocupaba el puesto del ermitaño. Los devotos seguían desfilando pidiendo favores y Haakón, fiel a su promesa, callaba. Hasta que un día…

Llegó un ricachón y, después de haber orado, dejó allí olvidada su bolsa. Haakón lo vio, pero guardó silencio. Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas más tarde, se apropió de la bolsa del rico. Y tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él, poco después para pedir su protección antes de emprender un viaje. Pero no pudo contenerse cuando vio regresar al hombre rico quien, creyendo que era ese muchacho el que se había apoderado de la bolsa, insistía en denunciarlo. Se oyó entonces una voz fuerte:

—¡Detente!

Ambos miraron hacia arriba y vieron que era la imagen la que había gritado. Haakón aclaró cómo habían ocurrido realmente las cosas. El rico quedó anonadado y salió de la ermita. El joven salió también porque tenía prisa para emprender su viaje. Cuando por fin la ermita quedó sola, Cristo se dirigió a Haakón y le dijo:

—Baja de la cruz. No vales para ocupar mi puesto. No has sabido guardar silencio.

—Señor —dijo Haakón confundido—, ¿cómo iba a permitir esa injusticia? Y Cristo le contestó:

—Tú no sabías que al rico le convenía perder la bolsa, pues llevaba en ella el precio de la virginidad de una mujer. El pobre, en cambio, tenía necesidad de ese dinero e hizo bien en llevárselo. En cuanto al muchacho último, si hubiera quedado retenido en la ermita no habría llegado a tiempo de embarcar y habría salvado la vida, porque has de saber que en estos momentos su barco está hundiéndose en alta mar.

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