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Authors: John Darnton

Experimento (3 page)

BOOK: Experimento
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—Ellos tienen barcos —dijo Raisin—. ¿Por qué nosotros no los tenemos? ¿Por qué la única embarcación que hay en el Laboratorio permanece encerrada en el cobertizo para botes?

Al final, Skyler se irritó y le exigió a Raisin que dejara de hacer preguntas absurdas e inquietantes.

—¿A qué vienen tantas preguntas? —gritó.

—Se supone que las preguntas forman parte de la ciencia —contestó Raisin con una sonrisa—. Se llama el método científico, ¿recuerdas?

Y luego, poco a poco, fueron sucediendo una serie de cosas extrañas. Skyler también comenzó a hacer preguntas. A hacérselas a sí mismo. Al principio fueron preguntas pequeñas. Luego llegaron otras mayores.

Un domingo por la mañana, durante el Dogma, con la vista alzada hacia Baptiste, tuvo una extraña sensación. Hasta hacía bien poco, el Dogma lo había embelesado. Los servicios habían dado forma a su semana del mismo modo que la ciencia daba significado a su vida. Aun antes de que comprendiera el pleno significado de las palabras, le encantaba escuchar a Baptiste recitarlas, comenzando en tono bajo para luego ir alzándolo y terminar prácticamente a gritos y agarrado con ambas manos a los laterales del atril. Skyler lo contemplaba hechizado desde su asiento.

Pero aquel domingo no estaba sintiendo nada. Observó el símbolo dibujado en la pared, la serpiente bicéfala enrollada en torno a un cetro. Observó la gran foto del doctor Rincón, con bata blanca y mirando confiado al frente, como si estuviera viendo un futuro en el que reinarían la razón y la ciencia. Y observó a Baptiste, cuyo negrísimo cabello estaba peinado hacia atrás de modo que acentuaba un cráneo que parecía tan estrecho como la hoja de una hacha. Y no sintió nada.

El jefe de los médicos mayores habló.

Se refirió a «la belleza de la razón y la organización, contrapuesta al caos de la superstición y la religión». ¿Qué quería decir? Habló de que «el péndulo del ciclo histórico-cultural oscila en nuestra dirección». Las palabras que antaño le hacían sentirse un privilegiado ahora le sonaban a hueco: todo aquello de que ellos eran especiales, criados en el Laboratorio como acólitos de la ciencia. Una tribu elegida: más fuerte, más saludable, más pura, más longeva. Y lo de que se les mantenía lejos del «otro lado» para evitar que fueran contaminados por la «moderna Babilonia» de Estados Unidos. Pero ahora, al escuchar todo aquello, Skyler no sabía qué sentía... Ni siquiera sabía si sentía algo.

Qué extraño resultaba. Baptiste seguía hablando, pero Skyler bloqueaba sus palabras. Miró a aquel hombre que, hasta donde alcanzaban sus recuerdos, había sido la fuerza magnética que ocupaba el centro de su vida. Y entonces empezó a experimentar aquella peculiar sensación. Gradualmente, mientras lo miraba, Baptiste comenzó a parecerle más pequeño, frágil, con motas de gris en el cabello y patas de gallo en torno a los ojos. Incluso parecía —¿sería posible?—ligeramente ridículo.

Skyler estiró el cuello para ver a Raisin. Y pudo darse cuenta —por su postura, encogido, como ocultándose—de que su amigo estaba pasando por una epifanía similar. Sus ojos se encontraron y Skyler pudo ver en los de Raisin un brillo de desafío. En aquel momento, entre los dos se cruzó un mudo e inmencionable secreto: la apostasía.

Al año siguiente, la inquietud se agravó. Las preguntas no desaparecieron y siguieron produciéndose extraños sucesos. Una muchacha llamada Jenny estuvo seis días en el pabellón quirúrgico, y cuando regresó les dijeron que, debido a una enfermedad en su ojo izquierdo, habían tenido que extirpárselo, y en su lugar Jenny llevaba uno de cristal. Un muchacho fue llamado a mitad de la mañana, lo tuvieron dos días en el pabellón y luego, del mismo modo misterioso, lo dejaron salir. El médico que lo atendió dijo que habían logrado tratar con éxito su enfermedad.

Raisin, alto y desgarbado, con el cabello siempre de punta, como el pelaje de un animal, estaba sufriendo un extraño cambio. Siempre había sido distinto. Por un lado, era epiléptico y sufría ataques súbitos. Aunque los médicos mayores nunca lo dijeron claramente, tanto él como Skyler sabían que la enfermedad les molestaba: cualquier cosa que no fuera la salud perfecta era considerada un fallo.

Raisin había dejado de tragarse la píldora que todas las noches tenían que tomar los jiminis con la cena. Aseguraba que la píldora le quitaba energías. A Skyler le demostró con orgullo cómo la ocultaba bajo la lengua cuando el ordenanza las repartía, para luego guardarla con el resto en una lata bajo la cama. Allá donde fuera, llevaba siempre escondido un juguete infantil, un soldado de madera de diez centímetros de largo, tan viejo y manido que gran parte de la pintura azul y roja había saltado. Lo llevaba en el bolsillo incluso cuando hacían marchas forzadas en torno al campus. A veces, por la noche, cuando los demás dormían, sacaba el soldado de madera y jugaba con él; Skyler era el único al que le había enseñado el juguete.

Raisin estaba cada vez más al borde de la franca rebelión. Se había convertido en el blanco de las críticas durante las sesiones de autorreprobación que tenían lugar en el Laboratorio. Los ordenanzas lo habían denunciado por distintas infracciones, y el muchacho había pasado horas y horas con el médico psicólogo. En tres ocasiones lo castigaron por desobediencia, y se vio obligado a pasar la noche solo y hambriento, encerrado en «la Caja», un viejo gallinero situado junto a los pinos de diez o quince metros de altura, asustado por el sonido de los animales que se movían en las sombras. A la mañana siguiente recibió una cálida bienvenida al grupo y le ofrecieron un opíparo desayuno. Durante unos cuantos días después de eso, Raisin guardó buen comportamiento, pero esta actitud no duró mucho.

El único suceso afortunado fue que Skyler y Raisin y muchos de los otros jiminis habían cumplido ya los quince años, con lo cual los estudios concluyeron, y en su lugar les fueron asignadas tareas cotidianas. Skyler era cabrero. Todos los días sacaba del establo a un grupo de escuálidas cabras, lo conducía hasta lejanos pastos y volvía a encerrarlo a última hora de la tarde, cuando el sol ya estaba bajo en el cielo. Aquel trabajo le producía una cierta sensación de libertad.

A Raisin siempre le encomendaban las peores tareas, pero en una de ellas había una ventaja oculta. Una vez a la semana lo enviaban a recoger miel de las colmenas de los bosques —un trabajo que pocos tenían valor para realizar—, y tales ocasiones se convertían en motivo de fiesta. Raisin abandonaba sus tarros de miel e iba a reunirse con Skyler. Lejos del Laboratorio, los dos amigos podían hacer lo que se les antojase.

A veces, cuando estaban solos en el bosque, Raisin sufría un ataque, y Skyler aprendió a atenderlo. Cuando el muchacho sufría las convulsiones de la epilepsia, Skyler le introducía un palo entre los dientes para evitar que se tragara la lengua. Después lo acunaba en sus brazos y, cuando Raisin recuperaba el conocimiento, le murmuraba palabras de consuelo. El muchacho volvía en sí como si regresara de negras profundidades abismales, confuso y con la cabeza en blanco. Como es natural, ninguno de los dos decía nada a nadie acerca de los ataques.

En la parte más remota del bosque septentrional, Skyler descubrió una pequeña pradera a la que únicamente se llegaba a través de un angosto pasaje situado en el cauce de un barranco. El lugar estaba lleno de rocas y árboles. Skyler lo rodeó de ramas y maleza y lo convirtió en un improvisado aprisco para las cabras. Si las encerraba allí, podía disfrutar de plena libertad. A partir de entonces, los horizontes de los dos muchachos se expandieron. Durante unas pocas horas disponían de plena libertad para recorrer la zona salvaje del norte. Exploraban los pantanos y los densos bosques, recorrían los senderos hechos por las pisadas de los jabalíes y los ciervos. Retozaban por los campos y se subían a árboles tan altos que desde sus copas alcanzaban a ver las blancas crestas de las olas del océano. El hecho de que tales actividades peligrosas estuvieran rigurosamente prohibidas las hacía aún más divertidas.

Cierto día de primavera, cuando la alta hierba se mecía a impulsos de la brisa del mar y el aire olía a savia fresca de los pinos, algo extraordinario les sucedió.

Hallándose las cabras a buen recaudo en el improvisado aprisco y los tarros de miel ya llenos, los dos muchachos estaban tumbados de espaldas en una pradera cuando Raisin, que sujetaba una paja entre los labios como si fuera un cigarrillo, se volvió de pronto hacia Skyler y le dijo que quería explorar la costa occidental.

—Pero ahí están los gullah —protestó Skyler.

—Pues precisamente por eso, gilipollas —contestó Raisin utilizando una de las palabras malsonantes que había aprendido viendo la televisión.

Y antes de que Skyler pudiera poner más objeciones, Raisin se incorporó y echó a correr. Skyler lo siguió, pero le costó Dios y ayuda seguir el ritmo de su amigo. Corrieron por un sendero en dirección a la orilla y luego cruzaron chapoteando una zona pantanosa. Raisin aumentó su ventaja. Skyler veía a su amigo zigzagueando entre los árboles y haciéndose cada vez más pequeño en la distancia, hasta que al fin desapareció por completo. Momentos más tarde, Skyler oyó un grito seguido por un largo gemido. Inmediatamente reconoció el preludio de un ataque de epilepsia. Para cuando llegó junto a él, Raisin estaba caído de espaldas, sufriendo convulsiones y con los ojos en blanco.

Sin perder un momento, Skyler se echó sobre su compañero y le puso un palo entre los dientes. Ladeó la cabeza y apretó con todas sus fuerzas, tratando de utilizar su cuerpo como lastre para contener las convulsiones y mantener a Raisin pegado al suelo. Parecía un luchador de lucha libre inmovilizando a su adversario. Poco a poco, la intensidad de los espasmos fue disminuyendo y al fin el cuerpo del muchacho se relajó. Pero cuando Skyler se iba a incorporar, algo fino y fuerte como un látigo lo golpeó en el brazo. Por un instante pensó que a Raisin le había salido una cola. Luego, cuando se levantó y dio vuelta al cuerpo de su amigo vio lo que ocurría: le había picado una serpiente y todavía permanecía con los colmillos clavados en la parte posterior de la pierna de Raisin. Skyler cogió una rama y golpeó con ella al reptil hasta que soltó a su presa. Siguió golpeándolo en la cabeza hasta que dejó de moverse, y luego volvió corriendo junto a su amigo.

—¡No lo muevas, chico!

La orden había sonado tras él y a su izquierda. La obedeció instantáneamente, sin pararse a pensar. Alguien lo apartó a un lado y un par de manos negras como el carbón desgarraron los pantalones de Raisin, dejando al descubierto un rojo verdugón y dos pequeños orificios de color negro azulado sobre la piel blanca. Un cuchillo hizo cuatro rápidas incisiones entrecruzadas. El viejo de pelo canoso se inclinó sobre la herida y procedió a succionar el veneno ruidosamente. Volvió la cabeza, escupió y volvió a chupar y a escupir repetidamente, hasta que lo que cayó sobre los arbustos y el follaje no fue más que sangre. Raisin comenzó a rebullirse.

—Sujétalo —dijo el negro, y Skyler obedeció.

El viejo hizo incisiones más profundas y volvió a Raisin de costado para que la sangre cayera sobre el suelo.

—Todas las precauciones son pocas —explicó—. No era una serpiente cualquiera. Era una mocasín de agua.

Raisin no tardó en despertar, y el viejo ordenó a Skyler que se lo cargase a la espalda. El chico obedeció y siguió al corpulento negro, que vestía una holgada sudadera azul y pantalones de pernera ancha del mismo color. Siguieron por el sendero hasta que llegaron a un claro y Skyler percibió el olor de las marismas. Frente a ellos había un grupo de cipreses, y a un lado una cabaña hecha con tablas pintadas de azul y no mayor que un garaje. Mientras entraba en la cabaña con Raisin a cuestas, Skyler miró a su izquierda y vio una masa de agua que llegaba hasta la herbosa orilla. Había un viejo embarcadero de madera y, atado a él —a Skyler se le detuvo el corazón por un instante cuando lo vio—, un bote con un motor fueraborda.

—Ponlo ahí —dijo el viejo, señalando una destartalada cama de estructura metálica cubierta con una colcha.

Skyler se moría de ganas de hacer todo tipo de preguntas, pues nunca se había encontrado en un lugar como aquél, con tantos objetos nuevos e intrigantes, pero guardó silencio mientras el viejo vendaba la herida de Raisin e incluso le cosía el desgarro del pantalón.

—Es mejor que no contéis esto —dijo—. A esa gente con la que vivís no le gusta que habléis con desconocidos. Si se lo contáis a alguien, tendréis que véroslas conmigo... y yo tengo mis mañas.

El hombre dirigió una torva mirada a Skyler, que permanecía muy quieto, sentado en un sillón excesivamente mullido. Y en aquel momento el muchacho reconoció al negro: era uno de los pescadores que llevaban lo que conseguían atrapar en sus redes a la cocina de la casa grande.

—No diremos nada, se lo prometo —dijo Skyler.

—Y tanto que no diremos nada.

Raisin se había incorporado en la cama repentinamente sorprendiéndolos a ambos.

El viejo llevó a Skyler hasta una ventana y señaló hacia el patio posterior, en el que la maleza crecía por entre viejas piezas de motores. Al fondo se alzaba un arce de los pantanos, de cuyas ramas colgaban diez o doce objetos redondos y brillantes que giraban, resplandecientes, al sol. Más tarde, Skyler comprendería que eran tapacubos.

—Yo tengo mis mañas —repitió el viejo—. ¿Has oído hablar del yuyu? —Skyler negó con la cabeza—. Es magia. Si decís algo de esto, será lo último que digáis. Abriréis la boca para hablar, y no saldrá de ella ningún sonido.

Raisin le preguntó intrigado cómo se llamaba.

—Nunca digo mi nombre a quien no me dice antes el suyo.

Skyler y Raisin se presentaron torpemente. Era algo que nunca habían hecho.

—Yo soy Kuta.

—¿Y por qué te pusieron ese nombre? —preguntó Raisin.

—¿Por qué te pusieron a ti Raisin?

—No sé. Es un simple mote.

—Mi nombre es más que un mote. Es una historia.

El viejo se acomodó en el sillón y Skyler se sentó junto a Raisin en la cama.

—Kuta es una palabra gullah, una lengua que hablan los de por aquí, aunque de eso vosotros no sabéis nada. Significa tortuga. Me llaman así porque cuando nací era tan pequeño que cabía en la palma de la mano de la partera y nadie esperaba que viviese. La partera dijo: «Este niñito no es más grande que una tortuga.» Y tenía razón. Pero yo sacudía bien las piernas, y las seguí sacudiendo y logré vivir. Continuaron llamándome Kuta incluso cuando crecí y me hice mayor.

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