Read Fablehaven Online

Authors: Brandon Mull

Fablehaven (26 page)

BOOK: Fablehaven
6.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Haciendo bocina con una mano, la abuela llamó al trol, gritando en dirección al saliente.

—¡Ñero! ¡Quisiéramos hablar contigo!

—No es un buen día —respondió una voz profunda y sedosa—. Intentadlo la próxima semana.

No podían ver a quien les hablaba.

—Debemos vernos hoy o nunca —insistió la abuela.

—¿Quién tiene tan urgente necesidad? —preguntó la resonante voz.

—Ruth Sorenson y sus nietos.

—¿Ruth Sorenson? ¿Qué es lo que quieres?

—Tenemos que encontrar a Stan.

—¿El encargado? Sí, podría averiguar su paradero. Subid las escaleras y discutiremos los términos. La abuela miró a su alrededor.

—No te referirás a estos troncos, ¿verdad? —replicó ella.

—Sin duda que sí.

—Stan dijo que tenías una escala.

—Eso era antes de que pusiese estos leños. No fue tarea fácil. —Trepar por ellos parece peligroso.

—Considéralo un filtro —repuso Ñero—. Un buen modo de asegurarme de que quienes buscan mis servicios los necesitan de verdad.

—Así pues, ¿tenemos que trepar por estos leños a cambio del privilegio de conversar contigo? ¿Y si te hablamos desde aquí abajo?

—Inaceptable.

—Tus escaleras son igualmente inaceptables —dijo la abuela en tono firme.

—Si estáis realmente en apuros, subiréis por ellas —observó el trol.

—¿Qué has hecho con la escala? —Aún la tengo.

—¿Podríamos, por favor, subir por ella en vez de por los leños? No voy vestida para una carrera de obstáculos. Haremos que merezca la pena.

—¿Qué tal si llegamos a un acuerdo? Que uno de vosotros suba por los troncos. Entonces yo bajaré la escala para que suban los otros dos. Es mi última oferta. Acceded, o marchaos a buscar la información a otra parte.

—Yo lo haré —se ofreció Seth.

La abuela le miró.

—Si alguno de nosotros va a subir por esos troncos, tengo que ser yo. Soy más alta y podré pasar de un leño al otro con más facilidad.

—Yo tengo los pies más pequeños, por lo que los troncos parecerán más grandes. Mantendré mejor el equilibrio.

—Lo siento, Seth. Esto es algo que me toca hacer a mí.

Seth salió disparado en dirección al primer tronco, se encaramó a él con toda facilidad y, dando un salto como si estuviera jugando a saltar el potro, acabó sentado encima del segundo tronco. La abuela corrió al segundo tronco.

—¡Bájate de ahí!

Seth se puso de pie, temblando. Se inclinó hacia delante y apoyó las manos en el tercer tronco. Desde su posición encima del segundo tronco, la parte superior del tercero le llegaba casi a la mitad del pecho. Tras dar otro salto al estilo salto del potro, se sentó en lo alto del tronco de casi tres metros de alto.

—Puedo hacerlo —dijo.

—A medida que subas, dejará de ser tan fácil —le advirtió la abuela—. Baja y deja que lo haga yo.

—Ni hablar. Abuela muerta ya tengo una.

Kendra observaba la escena sin decir nada. Desde la posición sedente, Seth desplazó el peso del cuerpo para ponerse de rodillas y se puso de pie haciendo equilibrios. Saltó al siguiente tronco, de forma que quedaba ya totalmente fuera del alcance de su abuela. En su fuero interno, Kendra se alegraba de que fuese Seth quien subía por los leños. No podía imaginarse a la abuela trepando eficazmente, y menos aún ataviada con el albornoz y las zapatillas. En el mejor de los casos, ¡se podía imaginar los terribles lugares de su cuerpo en los que podría acabar clavándose astillas! Y Kendra veía perfectamente en su mente la imagen de la abuela Sorenson convertida en un fardo inerte al pie de uno de los troncos.

—¡Seth Andrew Sorenson, obedece a tu abuela! Quiero que te bajes de ahí.

—Deja de distraerme —replicó él.

—Puede que te parezca divertido cuando estás en estos troncos bajos, pero cuando subas...

—Me paso la vida trepando cosas altas —insistió Seth—. Mis amigos y yo trepamos a las barras que hay debajo de las gradas del instituto. Si nos cayéramos de allí, nos mataríamos.

El chico se puso en pie. Parecía que se le daba cada vez mejor. Se subió al siguiente tronco y se quedó sentado en él a horcajadas, antes de ponerse de rodillas.

—Ten cuidado —dijo la abuela—. No pienses en la altura.

—Sé que estás intentando ayudarme —dijo Seth—, pero, por favor, deja de hablar.

La abuela se acercó a Kendra y se quedó a su lado.

—¿Es capaz de hacerlo? —le preguntó susurrando.

—Es muy probable que sí. Es muy valiente, y bastante atlético. Es posible que la altura no le afecte. Yo me moriría de miedo...

Kendra quería apartar la vista. No quería verle caer. Pero no podía apartar los ojos de su hermano, que seguía saltando de un tronco a otro como si saltase al potro, cada vez más alto. Cuando saltó al decimotercero, a unos doce metros de alto ahora, se ladeó peligrosamente.

Kendra sintió escalofríos por todo el cuerpo, como si fuera ella la que estaba a punto de perder el equilibrio. Seth se agarró con las piernas y se inclinó hacia el lado contrario para recuperar el equilibrio.

Catorce, quince, dieciséis. Kendra lanzó una mirada a la abuela. ¡Iba a conseguirlo! Diecisiete. Seth se puso de pie, tembló una pizca, abrió los brazos.

—Estos altos se mueven un poco —informó desde arriba.

Seth saltó de nuevo al tronco siguiente y esta vez aterrizó de forma poco elegante, tambaleándose excesivamente hacia un lado. Durante unos segundos estuvo a punto de recuperar el equilibrio. Kendra sintió que todos los músculos de su cuerpo se tensaban de espanto. Moviendo los brazos como las aspas de un molino, Seth cayó al vacío. Kendra chilló. No podía dejar de mirar.

Desde el saliente apareció algo a toda velocidad: una cadena negra y fina, con un peso metálico en el extremo. La cadena se enroscó a una de las piernas de Seth. En lugar de caer al suelo, quedó colgando en medio del precipicio y chocó de manera violenta contra la pared de piedra.

Kendra divisó por primera vez a Ñero. Su estructura corporal era propia de un hombre, pero sus rasgos eran los de un reptil. El cuerpo, negro y brillante, aparecía decorado con unas cuantas marcas amarillo brillante. Con una mano sostenía la cadena de la que pendía Seth. Ñero tiró de ella y subió a Seth hasta el saliente con sus poderosos músculos. Entonces desaparecieron de la vista, y desde el saliente se desenroscó una escala de cuerda que acabó tocando la base del precipicio.

—¿Estás bien? —le gritó Kendra a Seth.

—Todo bien —respondió él—. Sólo se me ha cortado un poco la respiración con el golpe.

La abuela empezó a subir por la escala. Kendra la siguió, obligándose a concentrarse en asir el siguiente peldaño y a no hacer caso al impulso de mirar hacia abajo. Al final llegó al saliente. Una vez allí, se dirigió a la parte posterior de éste y se quedó de pie al lado de la baja abertura de una oscura cueva de la que salía una corriente de aire fresco.

Ñero intimidaba aún más visto de cerca. Tenía el sinuoso cuerpo cubierto de unas escamitas finas. Aunque no era mucho más alto que la abuela, el grosor de su musculazo cuerpo le hacía parecer enorme. Más que nariz, tenía hocico. Y unos ojos protuberantes que no pestañeaban nunca. Una hilera de afiladas púas le iba desde el centro de la frente hasta la rabadilla.

—Gracias por rescatar a Seth —empezó la abuela.

—Me dije a mí mismo: si el muchacho consigue pasar quince leños, le ayudaré si se cae. Admito que tengo curiosidad por oír lo que me ofrecéis a cambio de informaros sobre el paradero de tu marido.

Su voz era tersa y melodiosa.

—Dinos lo que tienes en mente —le sugirió la abuela.

Una larga lengua gris salió de su boca y se lamió con ella el ojo derecho.

—¿Quieres que hable yo primero? Así sea. No pido gran cosa, una menudencia insignificante para la propietaria de esta ilustre reserva. Seis cofres de oro, doce calderos de plata, tres toneles de piedras preciosas en bruto y un cubo de ópalos.

Kendra miró a la abuela. ¿De verdad podía tener ella semejante tesoro?

—Una suma razonable —respondió la abuela—. Por desgracia, no hemos traído esas riquezas con nosotros.

—Puedo esperar a que reúnas el pago, si dejas a la niña como fianza.

—Lamentablemente, no disponemos de tiempo suficiente para transportar aquí el tesoro, a no ser que quieras revelarnos el paradero de Stan antes de recibir el pago.

Ñero se lamió el ojo izquierdo y sonrió de oreja a oreja, una visión horripilante que dejó al descubierto dos filas de dientes afilados como agujas.

—Antes de satisfacer vuestra petición, debo recibir el pago íntegro.

La abuela cruzó los brazos.

—Entiendo que posees ya grandes reservas de tesoros. Me sorprende que una oferta económica tan insignificante como la mía te incite a hacer tratos con nosotros.

—Continúa —dijo él.

—Tú nos estás ofreciendo un servicio. A lo mejor, nosotros deberíamos pagarte a ti también con un servicio.

Ñero asintió, con semblante reflexivo.

—Es posible. El muchacho tiene arrojo. Déjamelo como aprendiz, bajo contrato, durante los próximos cincuenta años.

Seth lanzó una mirada desesperada a la abuela.

La abuela frunció el ceño.

—Espero dejar abierta la posibilidad de hacer negocios contigo en el futuro, por lo cual no deseo dejarte con sensación de desaire. El chico tiene arrojo, pero escasa habilidad. Tú asumirías la carga de formarle como sirviente tuyo, y te encontrarías atado a su incompetencia. Estarías dando más valor a su vida con la educación que le instilarías del que él te ofrecería a ti con sus servicios.

—Aprecio tu franqueza —respondió Ñero—, aunque aún te queda mucho por aprender en lo tocante a regatear. Empiezo a preguntarme si de verdad tienes algo de valor que ofrecerme. En caso negativo, nuestra conversación no acabará bien.

—Hablas de valor —replicó la abuela—. Yo pregunto: ¿qué valor aporta un tesoro a un acaudalado trol? Cuantas más riquezas posee, menos mejora cada nueva adquisición su riqueza total. Un lingote de oro representa mucho más para un pobre que para un rey. También pregunto: ¿qué valor tendría un frágil sirviente humano para un maestro infinitamente más sabio y capaz? Considera la situación. Queremos pedirte un servicio que para nosotros es valioso, algo que no podemos hacer nosotros solos. No deberías aspirar a menos.

—Estoy de acuerdo. Ten cuidado. Tus palabras están extendiendo una red a tus pies.

Su voz se había teñido de un matiz mortífero.

—Cierto, salvo que yo cuente con formación para ofrecerte un servicio de extraordinario valor. ¿Alguna vez te ha dado alguien un masaje?

—¿Lo dices en serio? Siempre me ha parecido una ridiculez.

—A todos los que nunca han recibido un masaje, siempre les parece una ridiculez. Guárdate de emitir juicios sin pensar. Todos nosotros perseguimos la riqueza, y aquellos que más riquezas atesoran son los que pueden permitirse determinadas comodidades que no están al alcance de las masas. Entre los primeros de estos lujos se cuenta el indescriptible alivio y relajación que procura un masaje de manos de alguien experto en dicho arte.

—¿Y tú afirmas ser experta en ese supuesto arte?

—Recibí formación de un auténtico maestro. Mi habilidad es tan grande que casi no hay dinero que la pague. La única persona del mundo que ha recibido un masaje completo de mis manos es el propio encargado en persona, y eso porque soy su mujer. Yo podría darte un masaje completo, que desbloquearía y distendería hasta el último músculo de tu cuerpo. La experiencia vendría a redefinir lo que entiendes por placer.

Ñero sacudió la cabeza.

—Vas a necesitar más que palabras floridas y grandilocuentes promesas para convencerme.

—Considera mi ofrecimiento con perspectiva —insistió la abuela—. La gente paga sumas exorbitantes para recibir el masaje de un experto. El tuyo te saldrá gratis, sólo a cambio de un servicio. ¿Cuánto tiempo tardarías en averiguar el paradero de Stan?

—Unos segundos.

—A mí el masaje me llevará treinta arduos minutos. Y estarás experimentando algo nuevo, un deleite que no has conocido en todos los años de tu larga vida. Jamás volverá a presentársete una oportunidad como ésta.

Ñero se lamió un ojo.

—Eso por descontado: jamás me han dado un masaje. Podría enumerar muchas cosas que no he hecho en mi vida, principalmente porque no tengo ningún interés en hacerlas. He probado la comida humana y me ha parecido deficiente. No estoy convencido de que un masaje me vaya a parecer tan satisfactorio como dices.

La abuela escrutó su rostro.

—Tres minutos. Te daré un masaje de muestra de tres minutos. Sólo te permitirá atisbar brevemente la inenarrable dicha que te aguarda, pero así estarás en mejores condiciones de tomar una decisión.

—Muy bien. No creo que una demostración pueda hacerme ningún daño.

—Dame la mano.

—¿La mano?

—Te daré un masaje en una mano. Tendrás que valerte de tu imaginación para hacerte una idea de las sensaciones que te procuraría si te lo diese en todo el cuerpo.

El trol extendió una mano. La abuela Sorenson la tomó entre las suyas y empezó a trabajar la palma con los pulgares. Al principio, él intentó mantener un semblante neutral, pero luego empezó a torcer la boca y a poner los ojos en blanco.

—¿Qué tal? —preguntó la abuela—. ¿Demasiado intenso?

Los finos labios del trol temblaron. —No, perfecto —dijo en un arrullo.

La abuela continuó frotando con pericia la palma del trol y el dorso de su mano. Él empezó a lamerse compulsivamente los ojos. La abuela remató el masaje en los dedos.

—La demostración ha concluido —anunció.

—¿Treinta minutos de esto, dices, por todo mi cuerpo?

—Los niños me ayudarán —dijo la abuela—. Intercambiaremos servicio por servicio.

—¡Pero yo debería cambiaros mi servicio por algo más duradero! ¡Por un tesoro! Un masaje es demasiado perecedero.

—La ley de los rendimientos menguantes se aplica también a los masajes, igual que a casi todo. El primero es el mejor, y en realidad es todo lo que necesitas. Además, siempre puedes dar servicios a cambio de tesoros. Es posible que ésta sea la única ocasión de que dispongas para recibir un masaje profesional.

El trol extendió la otra mano y pidió:

—Otra muestra más, para acabar de decidirme.

—No valen más muestras.

BOOK: Fablehaven
6.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Far Empty by J. Todd Scott
The Bridal Bargain by Emma Darcy
Rocky Mountain Sister by Wireman, Alena
Ghosting by Jonathan Kemp
Susan Johnson by To Please a Lady (Carre)
Alien Sex 104 by Allie Ritch
Swallowing Mayhem by James Cox