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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (12 page)

BOOK: Festín de cuervos
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El más joven quiso saber si la chica también tenía el pelo castaño rojizo entre las piernas.

«Aquí no encontraré ayuda.» Brienne volvió a montar, y en aquel momento divisó a un muchachito flaco a lomos de un caballo picazo, al otro extremo de la aldea.

«Con ese no he hablado», pensó, pero el chiquillo desapareció tras el septo antes de que pudiera acercarse a él. No se molestó en seguirlo. Lo más probable era que no supiera nada, igual que los otros. Rosby era poco más que un ensanchamiento en el camino; Sansa no habría tenido motivos para entretenerse allí. Brienne volvió a ponerse en marcha y se dirigió hacia el noreste pasando por plantaciones de manzanos y campos de cebada, y no tardó en dejar atrás el pueblo y su castillo. Se dijo que en el Valle Oscuro encontraría a quien buscaba. «Si es que ha venido por aquí.»

—Encontraré a la niña y la pondré a salvo —le había prometido Brienne a Ser Jaime en Desembarco del Rey—. Lo haré por su madre. Y por vos.

Nobles palabras, pero las palabras eran baratas. Los hechos ya eran más caros. En la ciudad había perdido demasiado tiempo a cambio de demasiado poco.

«Tendría que haberme puesto en marcha antes... Pero ¿hacia dónde?» Sansa Stark había desaparecido la noche de la muerte del rey Joffrey, y si alguien la había visto desde entonces, si alguien tenía la menor idea de adónde había ido, no decía nada. «O nadie me lo dice a mí.»

Brienne creía que la niña había salido de la ciudad. Si estuviera todavía en Desembarco del Rey, los capas doradas ya la habrían encontrado. Tenía que estar en otra parte... Pero otra parte era un concepto muy amplio.

«Si yo fuera una doncella recién florecida, sola y asustada, en peligro mortal, ¿qué haría? —se había preguntado—. ¿Adónde iría?» Si se tratara de ella, la respuesta sería sencilla. Habría regresado a Tarth, con su padre. Pero al padre de Sansa lo habían decapitado ante sus ojos. Su señora madre también había muerto; la habían asesinado en Los Gemelos, y además Invernalia, la gran fortaleza de los Stark, había sido saqueada y quemada hasta los cimientos, y sus gentes, pasadas por la espada.

«No tiene un hogar al que volver; no tiene padre, ni madre, ni hermanos.» Podía estar en el pueblo siguiente o en un barco rumbo a Asshai; ambas cosas eran igual de probables.

Y si Sansa Stark hubiera querido volver a su hogar, ¿cómo lo habría intentado? El camino Real no era seguro; eso lo sabían hasta los niños. Los hijos del hierro se habían apoderado de Foso Cailin a ambos lados del Cuello, y en Los Gemelos estaban los Frey, que habían asesinado al hermano de Sansa y a su señora madre. Si tenía monedas, la niña podía haber viajado por mar, pero el puerto de Desembarco del Rey seguía en ruinas, y el río era un caos de atracaderos destrozados y galeras quemadas y hundidas. Brienne había estado indagando en los muelles, pero nadie recordaba haber visto partir un barco la noche de la muerte del rey Joffrey. Según le dijo un hombre, unos cuantos barcos habían echado el ancla en la bahía y descargaban por medio de botes de remos, pero la mayoría seguía viaje hacia arriba, hasta el Valle Oscuro, donde el puerto estaba más ajetreado que nunca.

La yegua de Brienne era hermosa y trotaba a buen ritmo. En los caminos había más viajeros de los que había imaginado. Se encontró con hermanos mendicantes, con sus cuencos colgados de los cordeles que llevaban al cuello. Un joven septón pasó al galope a lomos de un palafrén digno de un gran señor, y más adelante se cruzó con un grupo de hermanas silenciosas que negaron con la cabeza cuando les planteó la pregunta. Una caravana de carros de bueyes avanzaba parsimoniosa hacia el sur con un cargamento de lana y cereales, y más adelante se cruzó con un porquerizo que guiaba a sus cerdos, y con una anciana que iba en litera con una escolta de guardias a caballo. A todos les preguntó si habían visto a una niña noble de trece años con los ojos azules y el cabello castaño rojizo. Nadie. También preguntó por el camino que tenía por delante.

—De aquí al Valle Oscuro, todo bien —le respondió un hombre—, pero pasando el Valle Oscuro hay bandidos y hombres quebrados en los bosques.

Los únicos árboles que aún tenían hojas verdes eran los pinos soldado y los centinelas; los de hoja ancha lucían mantos dorados y rojizos, o estaban desnudos y arañaban el cielo con sus ramas afiladas. Cada ráfaga de viento hacía girar nubes de hojarasca en el camino. Las hojas muertas crujían bajo los cascos de la gran yegua baya que le había entregado Jaime Lannister.

«Es más fácil encontrar una hoja en el viento que a una niña perdida en Poniente.» Ya empezaba a preguntarse si Jaime no le habría gastado una broma cruel al encomendarle aquella misión. Tal vez Sansa Stark estuviera muerta; quizás la hubieran decapitado por su participación en la muerte del rey Joffrey y estuviera enterrada en cualquier tumba anónima. ¿Qué mejor manera de ocultar el asesinato que enviar en su búsqueda a una moza grandullona y estúpida de Tarth?

«Jaime no haría semejante cosa. Era sincero. Me entregó la espada y la llamó
Guardajuramentos
.» De cualquier manera, aquello no tenía importancia. Le había prometido a Lady Catelyn que le devolvería a sus hijas, y no había promesa más solemne que aquella cuyo depositario había fallecido. Según Jaime, la pequeña llevaba tiempo muerta; la Arya que los Lannister habían enviado al Norte para que contrajera matrimonio con el bastardo de Roose Bolton era una impostora. Así que sólo quedaba Sansa. Brienne tenía que encontrarla.

Ya se acercaba el ocaso cuando vio una hoguera que ardía junto a un arroyo. Dos hombres estaban asando truchas, y habían dejado las armas y las armaduras al pie de un árbol. Uno era anciano y el otro no tanto, aunque distaba mucho de ser joven. Fue el segundo quien se levantó para darle la bienvenida. Tenía una gran barriga, que le tensaba los cordones del jubón de piel moteada de ciervo. En las mejillas y el mentón lucía una barba descuidada del color del oro viejo.

—Hay trucha suficiente para tres hombres, ser —le dijo.

No era la primera vez que confundían a Brienne con un hombre. Se quitó el yelmo para soltarse el pelo. Era amarillento, del color de la paja sucia y casi igual de quebradizo. Le caía por los hombros, largo y fino.

—Os lo agradezco, ser.

El caballero errante la miró con los ojos entrecerrados y con tanto esfuerzo que Brienne intuyó que era miope.

—¿Una dama? ¿Con armadura? Por los dioses, Illy, mira qué estatura tiene.

—Yo también la he confundido con un caballero —respondió el más anciano al tiempo que daba la vuelta a la trucha.

Si Brienne hubiera sido un hombre, se podría considerar alto y corpulento; para ser mujer era enorme.
Monstruosa
era la palabra que había oído toda la vida. Tenía los hombros anchos y las caderas más anchas todavía. Sus piernas eran largas, y sus brazos, gruesos. El pecho era más músculo que senos. Las manos eran muy grandes; los pies, enormes. Y además era fea, con un rostro caballuno lleno de pecas y unos dientes que casi parecían demasiado grandes para su boca. No le hacía ninguna falta que se lo recordaran.

—Señores, ¿habéis visto en el camino a una doncella de trece años? —preguntó—. Tiene los ojos grandes y el pelo caoba, y puede que viaje en compañía de un hombre corpulento de rostro colorado, de unos cuarenta años.

El caballero errante miope se rascó la cabeza.

—No me suena nadie así. ¿Cómo es el pelo caoba?

—Castaño rojizo —le explicó el viejo—. No, no la hemos visto.

—No la hemos visto, mi señora —repitió el más joven—. Desmontad; el pescado está casi listo. ¿Tenéis hambre?

Tenía hambre, pero también desconfiaba. Los caballeros errantes tenían mala reputación. Como se solía decir, un caballero errante y un caballero ladrón eran los dos lados de la misma espada. «Pero estos dos no parecen peligrosos.»

—¿Puedo saber con quiénes hablo, señores?

—Tengo el honor de llamarme Ser Creighton Longbough, aquel sobre el que cantan los bardos —respondió el de la barriga—. Tal vez hayáis oído hablar de mis hazañas en el Aguasnegras. Mi compañero es Ser Illifer
el Paupérrimo
.

Si había alguna canción sobre Creighton Longbough, Brienne no la había oído nunca. Sus nombres le decían tan poco como sus escudos de armas. En el escudo verde de Ser Creighton sólo se veía el jefe de gules sucio y descolorido, y una grieta causada por algún hacha de combate. El de Ser Illifer lucía un jironado de oro y armiño, aunque por su aspecto no vería en su vida más oro ni armiño que los allí pintados. Tenía sesenta años como mínimo, y un rostro enjuto y afilado bajo la capucha de un manto de lana basta. Llevaba una cota de malla, pero salpicada de motas de óxido como pecas anaranjadas. Brienne le sacaba una cabeza a cualquiera de los dos, y tenía mejor caballo y mejor armadura.

«Si hombres como estos me dan miedo, más me vale cambiar la espada por un par de agujas de hacer punto.»

—Os lo agradezco, señores —dijo—. De buena gana compartiré esa trucha.

Brienne se bajó de la yegua, la desensilló y la llevó a beber al arroyo antes de dejarla pastar. Luego dejó las armas, el escudo y las alforjas al pie de un olmo. Para entonces, las truchas ya estaban crujientes. Ser Creighton le llevó una, y ella se sentó en el suelo con las piernas cruzadas para comérsela.

—Nos dirigimos hacia el Valle Oscuro, mi señora —le comentó Longbough mientras arrancaba trozos de trucha con los dedos—. Sería mejor que cabalgarais con nosotros. Los caminos son peligrosos.

Brienne podría darle más información de la que al caballero le habría gustado sobre los peligros de los caminos.

—Os lo agradezco, ser, pero no necesito vuestra protección.

—Insisto. Un caballero de verdad tiene la obligación de defender al sexo débil.

Brienne se acarició la empuñadura de la espada.

—Esto me defenderá, ser.

—Una espada sólo vale tanto como el hombre que la esgrime.

—No se me da mal esgrimirla.

—Como queráis. No sería cortés discutir con una dama. Os llevaremos sana y salva hasta el Valle Oscuro. Tres jinetes corren menos peligro que uno solo.

«Éramos tres cuando salimos de Aguasdulces, pero Jaime perdió la mano, y Cleos Frey, la vida.»

—Vuestras monturas no pueden seguirle el paso a la mía.

El caballo castrado pardo de Ser Creighton era un animal viejo de lomo hundido y ojos legañosos, y el de Ser Illifer parecía débil y medio muerto de hambre.

—Mi corcel me sirvió mejor que bien en el Aguasnegras —se empecinó Ser Creighton—. Protagonicé una verdadera carnicería; gané una docena de rescates. ¿Conocía mi señora a Ser Herbert Bolling? Pues ya no lo conocerá: lo maté en el acto. Cuando chocan las espadas, no veréis nunca retroceder a Ser Creighton Longbough.

Su compañero dejó escapar una risita seca.

—Déjalo, Creigh. Las mujeres como ella no necesitan hombres como nosotros.

—¿Las mujeres como yo? —preguntó desconcertada.

Ser Illifer señaló el escudo de Brienne con un dedo flaco. Aunque la pintura estaba agrietada y desconchada, el emblema se veía perfectamente: un murciélago negro sobre campo tronchado de plata y oro.

—No tenéis derecho a llevar ese escudo. El abuelo de mi abuelo contribuyó a matar al último Lothston. Desde entonces, nadie se atrevió a lucir ese murciélago, tan negro como los actos de quienes lo exhibieron.

El escudo era el que había cogido Ser Jaime de la armería de Harrenhal. Brienne se lo había encontrado en los establos, igual que la yegua y muchas cosas más: la silla y las riendas, la cota de malla y el yelmo con visor, bolsas de monedas de oro y plata, y un pergamino más valioso que todo lo demás junto.

—He perdido mi escudo —explicó.

—El único escudo que necesita una doncella es un buen caballero —declaró Ser Creighton, decidido.

Ser Illifer no le prestó atención.

—El hombre que va descalzo quiere botas; el que tiene frío quiere una capa. Pero ¿quién querría envolverse en una capa de vergüenza? Ese murciélago lo llevaron Lord Lucas
el Putero
y Manfryd
Capucha Negra
, su hijo. Y digo yo, ¿por qué lucir semejantes blasones, a menos que vuestro pecado sea aún más repugnante... y más reciente? —Desenfundó el puñal, un arma fea de hierro barato—. Una mujer monstruosamente grande y fuerte que oculta sus verdaderos colores. Creigh, te presento a la Doncella de Tarth, la que le cortó el cuello a Renly.

—Eso es mentira.

Para ella, Renly Baratheon había sido más que un rey. Se había enamorado de él desde la primera vez que visitó Tarth, para celebrar su mayoría de edad. Su padre lo recibió con un banquete y ordenó a Brienne que asistiera; de lo contrario se habría escondido en su habitación como una fiera herida. Por aquel entonces tenía la edad de Sansa y le daban más miedo las burlas que las espadas.

—Sabrán lo de la rosa; se van a reír de mí —dijo a Lord Selwyn. Pero el Lucero de la Tarde no cedió.

Y Renly Baratheon la había tratado con toda cortesía, como si fuera una doncella de verdad, como si fuera hermosa. Hasta había bailado con ella, y entre sus brazos se sintió grácil, y sus pies flotaban sobre el suelo. Más tarde, gracias a su ejemplo, otros le pidieron un baile. Desde aquel día no deseó otra cosa que estar cerca de Lord Renly para servirlo y protegerlo. Pero al final le había fallado.

«Renly murió en mis brazos, pero yo no lo maté», pensó. Pero aquellos caballeros errantes jamás lo comprenderían.

—Habría dado mi vida por el rey Renly Baratheon, y habría muerto feliz —dijo—. No le hice ningún daño. Lo juro por mi espada.

—Sólo los caballeros juran por su espada —señaló Ser Creighton.

—Juradlo por los Siete —exigió Ser Illifer
el Paupérrimo
.

—Bien, lo juro por los Siete. No le hice ningún daño al rey Renly. Lo juro por la Madre; que jamás conozca su misericordia si miento. Lo juro por el Padre y le pido que me juzgue con justicia. Lo juro por la Doncella y por la Vieja, por el Herrero y por el Guerrero. Y lo juro por el Desconocido; que me lleve ahora mismo si no digo la verdad.

—Para ser una doncella, jura bien —tuvo que reconocer Ser Creighton.

—Sí. —Ser Illifer
el Paupérrimo
se encogió de hombros—. Bueno, si ha mentido, los dioses la pondrán en su lugar. —Volvió a guardarse el puñal—. Os toca la primera guardia.

Mientras los caballeros errantes dormían, Brienne se dedicó a pasear inquieta por el pequeño campamento, atenta al crepitar del fuego.

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