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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (7 page)

BOOK: Graceling
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—¿Qué pasa?

—Pareces perdida. ¿Se te ha olvidado cómo ir a tus aposentos?

—Estoy en un atolladero.

—¿Y cuánto tardarás en desatascarte? Me gustaría enseñarte un par de mis nuevos descubrimientos.

—Me han dicho que me ponga guapa para la cena.

—Siendo así, tardarás siglos.

La cara de guasa de Raffin la impulsó a arrancar un botón de una alforja y se lo arrojó. Él chilló y se tiró al suelo; el botón golpeó la pared detrás de donde él había estado un instante antes. Cuando se asomó de nuevo a la barandilla con precaución, la joven estaba en el patio, en jarras y sonriendo.

—Fallé a propósito —dijo.

—¡Lúcete! Y ven si tienes tiempo.

Se despidió con la mano y regresó a sus habitaciones.

Fue entonces cuando la presencia de alguien cobró forma en el rabillo del ojo de Katsa.

Apoyado de codos en la baranda, él la observaba desde el piso de arriba, a su izquierda. A la vista estaba el cuello de la camisa abierto, los aros dorados en las orejas y los anillos; el cabello oscuro y un pequeño verdugón bien visible en la frente, justo al lado del ojo.

Y los ojos... Katsa jamás había visto unos ojos así. Uno era plateado y el otro, dorado. Desiguales y extraños, relucían en el atezado rostro. Le sorprendió que no le hubieran brillado en la oscuridad la noche de su primer encuentro; no parecían humanos. Y se sintió incapaz de apartar la vista de ellos.

Un mayordomo de la corte se acercó al lenita en ese momento y le dijo algo. Él se irguió, se volvió hacia el sirviente y le contestó. Cuando el mayordomo se marchó, el hombre, cuyos ojos eran como relámpagos, se giró con rapidez para mirar de nuevo a Katsa, y se apoyó en la barandilla otra vez.

Katsa se daba cuenta de que estaba en el centro del patio, prendida la mirada en ese lenita, y que debería marcharse, pero le era imposible.

Entonces él enarcó un poco las cejas y los labios esbozaron un atisbo de sonrisa. Le hizo una inclinación de cabeza —mínima—, y la liberó de su hechizo.

Ese hombre era un engreído. Engreído y arrogante; eso era todo lo que podía pensarse de él. Fuera cual fuese el jueguecito que se traía entre manos, si esperaba que lo secundara iba a llevarse un buen chasco. ¡Vaya con Granemalion Verdeante!

Apartó los ojos del lenita, se colocó mejor las alforjas en el hombro y se encaminó hacia el castillo, consciente en todo momento del contacto abrasador de aquellos ojos en su espalda.

Capítulo 7

H
elda entró a trabajar en los cuartos infantiles del palacio de Randa más o menos en la misma época en que Katsa empezaba a aplicar los castigos impuestos por el rey. Costaba entender por qué la joven la asustaba menos que a los demás; tal vez se debía a que ella misma había alumbrado un niño graceling. No se trataba de un guerrero, sino simplemente de un nadador, habilidad que no era de utilidad para un rey. Por ello, se devolvió al niño a la casa paterna, y Helda comprobaba cómo los vecinos lo evitaban y lo ridiculizaban por la sencilla razón de moverse como un pez en el agua, o porque tenía un ojo negro y el otro, azul. Quizá por eso la mujer se reservó su opinión cuando la servidumbre la previno contra la sobrina del rey, aconsejándole que la evitara.

Ni que decir tiene que cuando Helda llegó al palacio, Katsa era demasiado mayor para estar en los cuartos de niños que tan atareada mantenían a la mujer. Sin embargo, ésta asistía a las sesiones de entrenamiento de la chiquilla siempre que podía. Se sentaba a mirarla mientras la pequeña reventaba a golpes el relleno de un bausán, y el grano saltaba de las rajaduras y desgarrones del saco y caía al suelo, como si fuera sangre que manara a borbotones. Nunca se quedaba mucho rato porque siempre se la necesitaba en los cuartos infantiles, pero aun así Katsa se fijó en ella, como se fijaba siempre en alguien que no trataba de evitarla. No obstante, aunque se percató de la presencia de Helda y la observó, no se dejó ganar por la curiosidad; no había ninguna razón para que se relacionara con una mujer del servicio.

Pero la criada apareció en la sala de prácticas un día en que Oll se había ausentado y Katsa estaba sola. Cuando la chiquilla hizo un alto para preparar otro bausán, ella le dirigió la palabra:

—En la corte dicen que es usted peligrosa, mi señora.

Katsa la observó con atención un momento; era una mujer mayor, de cabello canoso, ojos grises y brazos fofos cruzados sobre el vientre, también fofo. La mujer le sostuvo la mirada como no lo hacía nadie excepto Raffin, Oll y el rey. Katsa se encogió de hombros, se cargó al hombro un saco de grano y lo colgó de un gancho a un poste de madera clavado en el suelo, en el centro de la sala de prácticas.

—Mi señora, ¿mató usted a propósito a ese primo suyo, su primera víctima? —inquirió Helda.

Era una pregunta que nadie le había hecho jamás. La muchachita volvió a mirarla a la cara y, de nuevo, la mujer le sostuvo la mirada. Katsa intuyó que era una pregunta inapropiada viniendo de una criada. Sin embargo, estaba tan poco acostumbrada a que alguien le dirigiera la palabra que no sabía qué proceder sería el correcto.

—No —contestó—. Lo único que quería era que dejara de tocarme.

—En tal caso, mi señora, es peligrosa para la gente que no le gusta. Pero tal vez no entraña peligro como amiga.

—Ese es el motivo de que me pase el día entero en esta sala de prácticas —explicó Katsa.

—Aprendiendo a dominar su gracia —asintió Helda—. Sí, todos los graceling deben hacerlo.

Esa mujer sabía algo sobre los dones otorgados por la gracia, y no le daba miedo usar la palabra. Katsa tenía que reanudar sus ejercicios, pero hizo un alto con la esperanza de que la sirvienta dijera algo más.

—Mi señora, ¿puedo hacerle una pregunta indiscreta?

Katsa aguardó. No se le ocurría una pregunta más indiscreta que las que ya le había hecho la mujer.

—¿Qué criadas tiene a su servicio, mi señora?

Katsa se preguntó si esa mujer intentaba ponerla en evidencia, así que adoptó una pose engreída y la observó con detenimiento, como si la retara a que se riera o sonriera siquiera, cuando le respondió:

—No tengo criadas. Y cuando se me asigna una, por lo general prefiere abandonar el servicio en la corte.

Helda no sonrió ni se echó a reír, sino que a su vez se limitó a observar atentamente a la chiquilla.

—¿No tiene un aya o una dueña, mi señora?

—No, no la tengo.

—¿Le ha hablado alguien acerca del menstruo de la mujer, mi señora, o de lo que pasa entre un hombre y una mujer?

La muchachita no sabía a qué se refería y barruntó que esa mujer era consciente de ello. Aun así, Helda continuó sin sonreír ni reír, sino que la repasó con la mirada de arriba abajo.

—¿Qué edad tiene, mi señora?

—Casi once años —contestó Katsa alzando la barbilla.

—E iban a dejar que lo descubriese por sí sola —rezongó Helda—. Y, seguramente, habría echado abajo el castillo como una furia desatada porque ignoraba qué la había atacado.

—Siempre sé qué me ataca —replicó Katsa, y alzó la barbilla un poquito más.

—Pequeña... Mi señora, ¿me permitiría que estuviera a su servicio para atenderla de vez en cuando? Siempre y cuando me necesite y no se requiera mi presencia en los cuartos infantiles, claro.

Katsa pensó que trabajar con los niños debía de ser horrible si esa mujer quería, en cambio, estar a su servicio.

—No necesito criados —contestó—, pero puedo conseguir que te trasladen de los cuartos de niños si no te sientes a gusto en ellos.

A la muchachita le pareció captar un atisbo de sonrisa en la mujer.

—Me gusta mi trabajo con los niños. Le pido disculpas por llevar la contraria a alguien de su posición, mi señora, pero usted necesita una mujer que la cuide, una dueña, ya que no tiene madre ni hermanas.

Katsa no había necesitado nunca una madre ni hermanas ni a nadie. Y no sabía cómo actuaba uno con un sirviente que te llevaba la contraria; suponía que Randa se enfurecía, pero a ella le daban miedo sus arrebatos. De modo que contuvo la respiración, apretó los puños y se quedó tan inmóvil como el poste clavado en el centro de la sala. Que esa mujer dijera lo que quisiera; sólo serían palabras. Helda permaneció callada y se alisó los pliegues de la falda.

—Iré a su habitación de vez en cuando, mi señora. —Katsa se puso más seria todavía—. Y si alguna vez desea descansar de las cenas de Estado de su tío, podría ir a mi habitación.

La jovencita parpadeó. Detestaba esas cenas, en las que todo el mundo la miraba de soslayo y evitaban sentarse cerca de ella; tampoco soportaba el elevado tono de voz de su tío. ¿De verdad podría pasarlas por alto? ¿Sería mejor la compañía de esa mujer?

—He de regresar a los cuartos de niños, mi señora —dijo la mujer—. Me llamo Helda y soy de la zona oeste de Terramedia. Tiene unos ojos preciosos, querida. Adiós.

Helda se marchó antes de que Katsa recuperara la voz. La chiquilla miró de hito en hito la puerta que se cerraba tras la mujer.

—Gracias —contestó, aunque ya nadie la oía y a pesar de no entender por qué su voz había interpretado que le estaba agradecida a Helda por lo que le había dicho.

* * *

Sentada en la tina, Katsa tiraba de los enredos que se le habían hecho en el cabello. Mientras tanto, oía cómo Helda, en la habitación contigua, hurgaba en baúles y cajones para desenterrar los pendientes y collares que la muchacha metió entre la ropa interior de seda, así como los horribles corpiños que tuvo que ponerse la última vez. Katsa oyó los rezongos de Helda, que lo más probable es que estuviera de rodillas buscando debajo de la cama el cepillo del pelo o los zapatos de salón.

—¿Qué vestido se pondrá hoy, mi señora? —preguntó en voz alta la mujer.

—Ya sabes que me da igual —contestó Katsa también a voces.

Se oyeron más refunfuños en respuesta a sus palabras. Un momento después, la sirvienta entraba con un vestido tan chillón como los tomates que Randa importaba de Lenidia, los que crecían en racimos y tenían un sabor tan intenso y tan dulce como el pastel de chocolate del jefe de cocina. Katsa enarcó las cejas y manifestó:

—No voy a ponerme un vestido rojo.

—Es el color del sol naciente —arguyó Helda.

—Es el color de la sangre.

Después de un suspiro, la mujer se llevó el vestido del cuarto de baño.

—Le habría quedado impresionante, mi señora —gritó—, en contraste con el cabello oscuro y los ojos.

Katsa se dio otro fuerte tirón de un enredo rebelde y masculló tan bajo que sólo la oyeron las burbujas que flotaban en el agua:

—Si veo a alguien en la cena a quien quiera impresionar, le daré un puñetazo.

Helda se asomó de nuevo a la puerta, esta vez con los brazos cubiertos de suave seda verde.

—¿Esto le parece suficientemente apagado, mi señora?

—¿Es que no tengo nada de color gris o marrón?

—Hoy me he propuesto que lleve algo de color, mi señora.

—Te has propuesto que la gente se fije en mí —dijo enfadada mientras sostenía un mechón enmarañado a la altura de los ojos y lo peinaba sin parar dando tirones, con violencia—. Me gustaría dejármelo muy corto. No merece la pena tanto trabajo.

Helda se desembarazó del vestido y se sentó en el borde de la tina. Acto seguido, se enjabonó los dedos y le quitó de las manos el mechón enredado; poco a poco fue separando con suavidad los rizos.

—Si se pasara el cepillo una vez al día mientras está de viaje, mi señora, esto no pasaría.

La joven resopló con desdén y sentenció:

—Giddon se reiría a mi costa si veía que intentaba embellecerme.

Después del primer enredo, Helda se aplicó tenazmente con el siguiente.

—¿No cree que lord Giddon la encuentra preciosa, mi señora?

—Helda, ¿cuánto tiempo crees que dedico a preguntarme cuál de los caballeros me encuentra preciosa?

—No el suficiente —repuso la mujer con un cabeceo rotundo.

A Katsa casi se le escapó una risita. Ay, querida Helda... La mujer sabía lo que era su señora y lo que hacía, y no lo desmentía en absoluto. Pero no concebía que una dama no quisiera estar hermosa, o tener una legión de admiradores. Así pues, estaba convencida de que Katsa reunía ambos aspectos en su personalidad, aunque ignoraba cómo conciliarlos.

En el gran comedor, Randa presidía la larga mesa instalada en el estrado del fondo de la sala. Había otras tres mesas bajas colocadas alrededor del perímetro de la estancia, de manera que completaban un cuadrado; de esa forma, todos los invitados veían al rey sin obstáculos.

Randa era un hombre alto, incluso más que su hijo, y más ancho de hombros; rubio, como Raffin, y de ojos azules, pero éstos no eran risueños como los del heredero, sino de aquel tipo de ojos cuya mirada daba por sentado que se haría lo que el monarca mandara; unos ojos que amenazaban con hacerte muy desdichado si él no obtenía lo que se proponía. No es que el rey fuera injusto, salvo con aquellos que lo agraviaban o le causaban perjuicios, sino que más bien se debía a que Randa quería que las cosas marcharan como él deseaba y, si no sucedía así, era posible que llegara a la conclusión de que había sufrido un agravio. Y si eras el responsable... Bueno, entonces tenías motivos para que sus ojos te dieran miedo.

A la hora de las cenas no se mostraba amenazador, sino arrogante y escandaloso. Colocaba en la mesa del estrado a quienquiera que se le antojara que se sentara con él; a menudo le tocaba a Raffin, aunque pasaba por alto dirigirle la palabra y nunca prestaba atención a lo que su hijo decía. Rara vez situaba a Katsa en esa mesa, pues procuraba mantenerse a distancia de su azote; prefería mirarla desde la posición elevada que le proporcionaba el estrado y hablarle en voz alta, porque así dirigía la atención de los asistentes hacia su sobrina, su valiosa arma. De ese modo los invitados se amedrentaban y todo marchaba como a él le gustaba.

Esa noche la joven se sentaba a la mesa que había a la derecha del monarca, su sitio habitual; llevaba el delicado vestido de seda verde, pero tenía que resistir el impulso de arrancarse las mangas que, como se ensanchaban a la altura de las muñecas, le colgaban sobre las manos y arrastraban por encima del plato si no tenía cuidado. Por lo menos ese vestido le tapaba los senos en su mayor parte, lo que no ocurría con todos los que tenía. Helda no le hacía caso cuando le daba instrucciones respecto a su guardarropa.

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