Guía del autoestopista galáctico (6 page)

BOOK: Guía del autoestopista galáctico
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Prostetnic Vogon Jeltz era un vogón de lo más típico, en el sentido de que era absolutamente vil. Además, no le gustaban los autoestopistas.

En alguna parte de la pequeña cabina a oscuras, situada en lo más hondo de los intestinos de la nave insignia de Prostetnic Vogon Jeltz, una cerilla minúscula destelló nerviosamente. El dueño de la cerilla no era un vogón, pero conocía todo lo relativo a los vogones y tenía razones para estar nervioso. Se llamaba Ford Prefect
[2]
.

Echó una ojeada a la cabina, pero no pudo ver mucho; aparecieron sombras extrañas y monstruosas que saltaban al débil resplandor de la llama, pero todo estaba tranquilo. Dio las gracias en silencio a los dentrassis. Los dentrassis son una tribu indisciplinable de
gourmands
, un grupo revoltoso pero simpático que los vogones habían contratado recientemente como cocineros y camareros en sus largas flotas de carga, con la estricta condición de que se ocuparan de sus propios asuntos.

Eso les convenía a los dentrassis, porque les encantaba el dinero vogón, que es la moneda más fuerte del espacio, pero odiaban a los vogones. Sólo les gustaba ver una clase de vogones: los vogones incomodados.

Por esa pequeña información era por lo que Ford Prefect no se había convertido en un soplo de hidrógeno, ozono y monóxido de carbono.

Oyó un leve gruñido. A la luz de la cerilla vio una densa sombra que se removía ligeramente en el suelo. Rápidamente apagó la cerilla, buscó algo en el bolsillo, lo encontró y lo sacó. Lo abrió y lo sacudió. Se agachó en el suelo. La sombra volvió a moverse.

—He comprado cacahuetes —anunció Ford Prefect.

Arthur Dent se movió y volvió a gruñir, murmurando en forma incoherente.

—Toma unos cuantos —le apremió Ford, agitando de nuevo el paquete—; si nunca has pasado antes por un rayo de traslación de la materia, probablemente habrás perdido sal y proteínas. La cerveza que bebiste habrá almohadillado un poco tu organismo.

—Donnnddd… —masculló Arthur Dent. Abrió los ojos y dijo—: Está oscuro.

—Sí —convino Ford Prefect—. Está oscuro.

—No hay luz —dijo Arthur Dent—. Está oscuro, no hay luz.

Una de las cosas que a Ford Prefect le había costado más trabajo entender de los humanos era su costumbre de repetir y manifestar continuamente lo que era a todas luces muy evidente; como:
Hace buen día
,
Es usted muy alto
o
¡Válgame Dios!, parece que te has caído a un pozo de treinta pies de profundidad, ¿estás bien?
Al principio, Ford elaboró una teoría para explicarse esa conducta extraña. Si los seres humanos no dejan de hacer ejercicio con los labios, pensó, es probable que la boca se les quede agarrotada. Tras unos meses de meditación y de observación, rechazó aquella teoría en favor de una nueva. Si no continúan haciendo ejercicio con los labios, pensó, su cerebro empieza a funcionar. Al cabo de un tiempo la abandonó, considerando que era embarazosamente cínica, y decidió que después de todo le gustaban mucho los seres humanos, pero siempre le preocupó extremadamente la tremenda cantidad de cosas que desconocían.

—Sí —convino con Arthur, dándole unos cacahuetes y preguntándole—: ¿Cómo te encuentras?

—Como una academia militar —contestó Arthur—: tengo partes que siguen desmayándose.

Ford lo miró desconcertado en la oscuridad.

—Si te preguntara dónde demonios estamos —le preguntó Arthur con voz débil—, ¿lo lamentaría?

—Estamos sanos y salvos —respondió Ford, levantándose.

—Pues muy bien —dijo Arthur.

—Nos hallamos en un pequeño departamento de la cocina de una de las naves espaciales de la Flota Constructora Vogona —le informó Ford.

—¡Ah! —comentó Arthur—, evidentemente se trata de una acepción un tanto extraña de la expresión
sanos y salvos
, que yo desconocía.

Ford encendió otra cerilla con la idea de encontrar un interruptor de la luz. De nuevo vislumbró sombras monstruosas que saltaban. Arthur se puso en pie con dificultad y se abrazó aprensivamente. Formas repugnantes y extrañas parecían apiñarse a su alrededor, el ambiente estaba cargado de olores húmedos que le entraban en los pulmones tímidamente, sin identificarse, y un zumbido sordo e irritante le impedía concentrarse.

—¿Cómo hemos venido a parar aquí? —preguntó, estremeciéndose ligeramente.

—Hemos hecho
autoestop
—le contestó Ford.

—¿Cómo dices? —exclamó Arthur—. ¿Quieres decirme que hemos puesto el pulgar y un monstruo de ojos verdes de sabandija ha sacado la cabeza y ha dicho:
¡Hola, chicos!, subid, os puedo llevar hasta la desviación de Basingstoke
?

—Pues, bueno —dijo Ford—, el Pulgar es un aparato electrónico de señales subeta, la desviación es la de la estrella Barnard, a seis años-luz de distancia; aparte de eso, es más o menos exacto.

—¿Y el monstruo de ojos verdes de sabandija?

—Es verde, sí.

—Muy bien —dijo Arthur—, ¿cuándo puedo irme a casa?

—No puedes —dijo Ford Prefect, encontrando el interruptor de la luz. Lo encendió, advirtiendo a Arthur—: Tápate los ojos.

Incluso Ford se sorprendió.

—¡Santo cielo! —exclamó Arthur—. ¿Así es el interior de un platillo volante?

Prostetnic Vogon Jeltz inclinó su desagradable cuerpo verde sobre el puente de mando. Siempre sentía una vaga irritación tras demoler planetas habitados. Deseaba que llegara alguien a decirle que había sido una equivocación, para que él pudiera gritarle y sentirse mejor. Se dejó caer tan pesadamente como pudo sobre su sillón de mando con la esperanza de que se rompiera y así tener algo por lo que enfadarse de verdad, pero sólo dio una especie de crujido quejoso.

—¡Márchate! —gritó al joven guardia vogón que acababa de entrar en el puente. El guardia desapareció al instante, sintiéndose bastante aliviado. Se alegró de no ser él quien le entregara el informe que acababan de recibir. El informe era una comunicación oficial que hablaba de una maravillosa y nueva nave espacial, que en aquellos momentos se presentaba en una base de investigación gubernamental en Damogran y que en lo sucesivo haría innecesarias todas las rutas hiperespaciales directas.

Se abrió otra puerta, pero esta vez el capitán vogón no gritó porque era la puerta de las cocinas donde los dentrassis le preparaban las viandas. Una comida sería recibida con el mayor beneplácito.

Una enorme criatura peluda atravesó de un salto el umbral con la bandeja del almuerzo. Sonreía como un maníaco.

Prostetnic Vogon Jeltz quedó encantado. Sabía que cuando un dentrassi parecía tan contento, algo pasaba en alguna parte de la nave que a él le haría enfadarse mucho.

Ford y Arthur miraron a su alrededor.

—Bueno, ¿qué te parece? —inquirió Ford.

—¿No es un poco sórdido?

Ford frunció el ceño ante los mugrientos colchones, las tazas sucias y las indefinibles prendas interiores, extrañas y malolientes, que estaban desparramadas por la angosta cabina.

—Bueno, es una nave de trabajo, ¿comprendes? —explicó Ford—. Aquí es donde duermen los dentrassis.

—Creí que habías dicho que se llamaban vogones o algo así.

—Sí —dijo Ford—, los vogones manejan la nave y los dentrassis son los cocineros; ellos fueron quienes nos dejaron subir a bordo.

—Estoy algo confundido —dijo Arthur.

—Mira, echa una ojeada a esto —le dijo Ford.

Se sentó en un colchón y empezó a revolver en su bolso. Arthur tanteó nerviosamente el colchón antes de sentarse; en realidad tenía muy pocos motivos para estar nervioso, porque todos los colchones que se crían en los pantanos de Squornshellous Zeta se matan y se secan perfectamente antes de entrar en servicio. Muy pocos han vuelto a la vida.

Ford tendió el libro a Arthur.

—¿Qué es esto? —preguntó Arthur.

—La
Guía del autoestopista galáctico
. Es una especie de libro electrónico. Te dice todo lo que necesitas saber sobre cualquier cosa. Es su cometido.

Arthur le dio nerviosas vueltas en las manos.

—Me gusta la portada —comentó—.
No se asuste
. Es la primera cosa útil o inteligible que me han dicho en todo el día.

—Voy a enseñarte cómo funciona —le dijo Ford. Se lo quitó de las manos a Arthur, que lo sostenía como si fuera una alondra muerta dos semanas atrás, y lo sacó de la funda.

—Mira, se aprieta este botón, la pantalla se ilumina y te da el índice.

Se encendió una pantalla de siete centímetros y medio por diez y empezaron a revolotear letras por su superficie.

—Que quieres saber cosas de los vogones, pues programas el nombre de este modo —pulsó con los dedos unas teclas más—, y ahí lo tenemos.

En la pantalla destellaron en letras verdes las palabras
Flotas Constructoras Vogonas
.

Ford apretó un ancho botón rojo en la parte inferior de la pantalla y las palabras empezaron a serpentear por su superficie. Al mismo tiempo, el libro comenzó a recitar el artículo con voz tranquila y medida. Esto es lo que dijo el libro:

«
Flotas Constructoras Vogonas. Esto es lo que tiene que hacer si quiere que le lleve un vogón: olvidarlo. Son una de las razas más desagradables de la Galaxia; no son realmente crueles, pero tienen mal carácter, son burocráticos, entrometidos e insensibles. Ni siquiera moverían un dedo para salvar a su abuela de la Voraz Bestia Bugblatter de Traal, a menos que recibieran órdenes firmadas por triplicado, acusaran recibo, volvieran a enviarlas, hicieran averiguaciones, las perdieran, las encontraran, las sometieran a investigación pública, las perdieran de nuevo y finalmente las enterraran bajo suave turba para luego aprovecharlas como papel para encender la chimenea.

»El mejor medio para que un vogón invite a una copa es meterle un dedo en la garganta, y la mejor manera de hacerle enfadar es entregar a su abuela a la Voraz Bestia Bugblatter de Traal para que se la coma.

»De ninguna manera deje que un vogón le lea poesía.
»

Arthur pestañeó.

—Qué libro tan extraño. ¿Cómo hemos conseguido que nos lleven, entonces?

—Ésa es la cuestión; está atrasado —dijo Ford, volviendo a guardar el libro dentro de su funda—. Yo realizo la investigación de campo para la Nueva Edición Revisada, y una de las cosas que tengo que incluir es que los vogones contratan ahora a cocineros dentrassis, lo que nos da a nosotros una pequeña oportunidad bastante útil.

Una expresión de sufrimiento surgió en el rostro de Arthur.

—Pero ¿quiénes son los dentrassis? —preguntó.

—Unos tíos estupendos —contestó Ford—. Son los mejores cocineros y los que preparan las mejores bebidas, y les importa un pito todo lo demás. Siempre ayudan a subir a bordo a los autoestopistas, en parte porque les gusta la compañía, pero principalmente porque eso les molesta a los vogones. Exactamente eso es lo que necesita saber un pobre autoestopista que trata de ver las maravillas del Universo por menos de treinta dólares altairianos al día. Y ése es mi trabajo. ¿Verdad que es divertido?

Arthur parecía perdido.

—Es maravilloso —dijo, frunciendo el ceño y mirando a otro colchón.

—Lamentablemente, me he quedado en la Tierra mucho más tiempo del que pretendía —dijo Ford—. Fui por una semana y me quedé quince años.

—Pero ¿cómo fuiste a parar allí?

—Fácil, me llevó un pesado.

—¿Un pesado?

—Sí.

—¿Y qué es…?

—¿Un pesado? Los pesados suelen ser niños ricos sin nada que hacer. Van por ahí, buscando planetas que aún no hayan hecho contacto interestelar y les anuncian su llegada.

—¿Les anuncian su llegada? —Arthur empezó a sospechar que Ford disfrutaba haciéndole la vida imposible.

—Sí —contestó Ford—, les anuncian su llegada. Buscan un lugar aislado donde no haya mucha gente, aterrizan junto a algún pobrecillo inocente a quien nadie va a creer jamás, y luego se pavonean delante de él llevando unas estúpidas antenas en la cabeza y haciendo
¡bip!, ¡bip!, ¡bip!
Realmente es algo muy infantil.

Ford se tumbó de espaldas en el colchón con las manos en la nuca y aspecto de estar enojosamente contento consigo mismo.

—Ford —insistió Arthur—, no sé si te parecerá una pregunta tonta, pero ¿qué hago yo aquí?

—Pues ya lo sabes —respondió Ford—. Te he rescatado de la Tierra.

—¿Y qué le ha pasado a la Tierra?

—Pues que la han demolido.

—La han demolido —repitió monótonamente Arthur.

—Sí. Simplemente se ha evaporado en el espacio.

—Oye —le comentó Arthur—, estoy un poco preocupado por eso.

Ford frunció el ceño sin mirarle y pareció pensarlo.

—Sí, lo entiendo —dijo al fin.

—¡Que lo entiendes! —gritó Arthur—. ¡Que lo entiendes!

Ford se puso en pie de un salto.

—¡Mira el libro! —susurró con urgencia.

—¿Cómo?


No se asuste
.

—¡No estoy asustado!

—Sí, lo estás.

—Muy bien, estoy asustado, ¿qué otra cosa puedo hacer?

—Nada más que venir conmigo y pasarlo bien. La galaxia es un sitio divertido. Necesitarás ponerte este pez en la oreja.

—¿Cómo dices? —preguntó Arthur en un tono que consideró bastante cortés.

Ford sostenía una pequeña jarra de cristal en cuyo interior se veía moverse a un pececito amarillo. Arthur miró a Ford con los ojos entornados. Deseó que hubiera algo sencillo y familiar a lo que pudiera aferrarse. Podría sentirse a salvo si junto a la ropa interior de los dentrassis, los montones de colchones de Squornshellous y el habitante de Betelgeuse que sostenía un pececillo amarillo proponiéndole que se lo pusiera en el oído, hubiese podido ver un simple paquetito de copos de avena. Pero era imposible, y no se sentía a salvo.

Un ruido súbito y violento cayó sobre ellos desde alguna parte que Arthur no pudo localizar. Quedó sin aliento, horrorizado ante lo que parecía un hombre que tratara de hacer gárgaras mientras repelía a una manada de lobos.

—¡Chisss! —exclamó Ford—. Escucha, puede ser importante.

—¿Im… importante?

—Es el capitán vogón, que anuncia algo en el Tannoy.

—¿Quieres decir que así es como hablan los vogones?

—¡Escucha!

—¡Pero yo no sé vogón!

—No es necesario. Sólo ponte el pez en el oído.

Con la rapidez del rayo, Ford llevó la mano a la oreja de Arthur, que tuvo la repugnante y súbita sensación de que el pez se deslizaba por las profundidades de su sistema auditivo. Durante un segundo jadeó horrorizado, escarbándose el oído; pero luego quedó con los ojos en blanco, maravillado. Experimentaba el equivalente acústico de mirar el perfil de dos rostros pintados de negro y ver de repente el dibujo de una palmatoria blanca. O de mirar a un montón de puntos coloreados en un trozo de papel que de pronto se resolvieran en el número seis y sospechar que el oculista le va a cobrar a uno mucho dinero por unas gafas nuevas.

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