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Authors: Douglas Adams

Tags: #ciencia ficción

Hasta luego, y gracias por el pescado (17 page)

BOOK: Hasta luego, y gracias por el pescado
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- Te estoy haciendo un poco de café.

- Ah.

Ford pareció un tanto decepcionado. Miró alrededor con expresión desolada.

- ¿Qué es esto? - preguntó.

- Copos de arroz.

- ¿Y esto?

- Pimentón picante.

- Ya veo - dijo Ford en tono grave, poniendo al revés los dos paquetes, uno encima de otro; pero como no parecían guardar el equilibrio adecuado, puso el otro encima del uno y dio resultado.

- Tengo un poco de desfase espacial - explicó -. ¿Qué te estaba diciendo?

- Que no podías telefonear desde Letchworth.

- No podía. Le expliqué lo siguiente a la señora: «Si ésa es su actitud, a hacer puñetas Letchworth. En realidad llamo desde una nave de exploración de la Compañía Cibernética Sirius, que en estos momentos se encuentra en el tramo de un viaje por debajo de la velocidad de la luz entre planetas conocidos en su mundo, pero no necesariamente por usted, querida señora.» Le dije «querida señora», porque no quería que se molestara por la indirecta de que era una cretina ignorante...

- Discreto.

- Exacto - corroboró Ford -. Discreto.

Frunció el ceño.

- El desfase espacial es muy malo para las oraciones subordinadas - explicó Ford -. De nuevo tendrás que prestarme tu ayuda para recordarme de qué estaba hablando.

- «...entre estrellas conocidas en su mundo, pero no necesariamente por usted, querida señora...»

- «...como Pléyades Epsilon y Pléyades Zeta» - concluyó Ford en tono triunfal -. Esa parrafada tiene mucha gracia, ¿verdad?

- Toma un poco de café.

- No, gracias. «Y el motivo», proseguí, «por el que la estoy molestando en vez de marcar directamente el número, que podría hacerlo, porque aquí en las Pléyades disponemos de un equipo de telecomunicaciones bastante avanzado, se lo aseguro, es porque ese bandido, hijo de una bestia espacial que pilota esta asquerosa nave, hija de una bestia espacial, insiste en que llame a cobro revertido. ¿Puede creerlo?»

- ¿Y podía?

- No sé. En ese momento me colgó. ¡Bueno! ¿Y qué te figuras que hice a continuación? - preguntó Ford con vehemencia.

- No tengo ni idea, Ford - contestó Arthur.

- Lástima. Esperaba que te acordaras de mí. Tengo mucho odio a esos tipos, ¿sabes? Son los más chinches del cosmos, no hacen mas que pasear por el cielo infinito con sus pequeñas y asquerosas naves que nunca funcionan como es debido y, cuando lo hacen, realizan funciones que nadie que esté en sus cabales les pide y - añadió con furia - ¡se ponen a emitir señales para anunciarte que lo han hecho!

Eso era absolutamente cierto, y representaba una opinión muy respetable y extendida entre los bienpensantes, a quienes se reconoce como tales por el único hecho de que tienen dicha opinión.

La Guía del autostopista galáctico, en un momento de sensata lucidez, que es casi único entre su actual registro de cinco millones, novecientas setenta y cinco mil, quinientas nueve páginas, dice de los productos de la Compañía Cibernética Sirius, que resulta muy fácil olvidar su fundamental inutilidad por la sensación de triunfo que se obtiene al lograr que funcionen.

»En otras palabras -y éste es el fundamento principal en que se basa el éxito galáctico de la Compañía-, sus esenciales defectos de diseño están completamente disimulados por sus imperfecciones superficiales de diseño.

- ¡Y ese viajante - vociferó Ford - iba a vender más! ¡Tenía una representación de cinco años para descubrir y explorar mundos nuevos y extraños con el fin de vender Sistemas Avanzados de Substitutos de la Música a restaurantes, ascensores y tabernas! ¡Y si en los mundos nuevos aún no había restaurantes, ascensores ni tabernas, debía impulsar artificialmente su civilización hasta que los hubiera, maldita sea! ¡Dónde está ese café!

- Lo he tirado.

- Haz un poco más. Acabo de acordarme de lo que hice a continuación. Salvé la civilización, tal como la conocemos. Sabía que era algo así.

Tambaleándose, volvió con aire decidido al cuarto de estar, donde pareció seguir hablando consigo mismo, tropezando con los muebles y haciendo «bip... bip».

Un par de minutos después, Arthur, sin perder su plácida expresión se reunió con él.

Ford tenía aspecto de perplejidad.

- ¿Dónde has estado? - preguntó.

- Haciendo un poco de café - dijo Arthur, que mantenía su plácida expresión.

Hacía mucho que había comprendido que la única manera de estar bien en compañía de Ford, era tener una buena reserva de expresiones muy plácidas y adoptarlas en todo momento.

- ¡Te has perdido lo mejor! - gritó Ford -. ¡Te has perdido la parte de cuando me libré de aquel individuo! ¡Tenía que librarme de él en seguida!

Se arrojó temerariamente sobre una silla y la rompió.

- Fue mejor la última vez - comentó malhumorado, señalando vagamente en dirección de otra silla rota cuyos restos había amontonado sobre la mesa del comedor.

- Ya veo - dijo Arthur, echando una plácida ojeada a los restos amontonados -, y, hummm, ¿para qué son los cubitos de hielo?

- ¿Cómo? - gritó Ford -. ¿Qué? ¿También te has perdido eso? ¡Esa es la instalación de la animación suspendida! Bueno, tenía que hacerlo, ¿no?

- Eso parece - repuso Ford en tono plácido.

- ¡¡¡No toques eso!!! - aulló Ford.

Arthur, que se disponía a colgar el teléfono, que por alguna razón misteriosa estaba descolgado sobre la mesa, hizo una plácida pausa.

- Muy bien - dijo Ford, calmándose -, escúchalo. Arthur se llevó el teléfono al oído.

- Dan la hora - anunció.

- Bip..., bip..., bip - dijo Ford -. Eso es exactamente lo que se oye en la nave de ese individuo, por todas partes, mientras él duerme en el hielo describiendo lentas órbitas en torno a la casi desconocida luna de Sesefras Magna. ¡La hora hablada de Londres!

- Ya veo - repitió Arthur, decidiendo que ya era hora de hacer la gran pregunta.

- ¿Por qué? - inquirió en tono plácido.

- Con un poco de suerte, la factura del teléfono arruinará a esos cabrones - auguró Ford.

Sudando, se derrumbó en el sofá.

- De todos modos - añadió -, mi llegada ha sido espectacular, ¿no te parece?

36

El platillo volante en el que Ford Prefect viajó de polizón dejó pasmado al mundo.

Al fin no cabía duda ni posibilidad de error, ni alucinaciones ni misteriosos agentes de la CIA flotando en los estanques.

Esta vez era verdad, definitivamente. Era absoluta y completamente definitivo.

Había aterrizado con una maravillosa indiferencia hacia todo lo que había debajo y aplastó una amplia zona de uno de los terrenos más caros del mundo, incluida gran parte de los Almacenes Harrods.

El objeto era enorme, de casi kilómetro y medio de diámetro, según calcularon algunos, del color de la plata deslustrada, picado, quemado y desfigurado con las cicatrices de innumerables y encarnizadas batallas espaciales libradas contra feroces fuerzas a la luz de soles desconocidos para el hombre.

Una escalerilla se abrió, cayendo estrepitosamente en el departamento de alimentación de Harrods, demoliendo Harvey Nichols y, con un chirrido final de torturada y pulverizada arquitectura, derrumbó la Torre del Parque Sheraton.

Tras un largo y angustioso momento de estallidos y ruidos de maquinaria rota, por la rampa descendió un inmenso robot plateado, de unos treinta metros de altura.

Alzó una mano.

- Vengo en son de paz - anunció y, al cabo de un largo momento de nuevos chirridos, añadió: Llevadme ante vuestro Lagarto.

Por supuesto, Ford Prefect tenía una explicación que le comunicó a Arthur mientras veían las ininterrumpidas y frenéticas noticias en la televisión, ninguna de las cuales aportaba más información que la del importe de los daños causados por el objeto, que se evaluaba en billones de libras esterlinas, junto con el número de víctimas, y volvían a repetirlo porque el robot sólo estaba allí parado, tambaleándose ligeramente y emitiendo breves e incomprensibles mensajes.

- Procede de una democracia muy antigua, ¿comprendes?

- ¿Quieres decir que viene de un mundo de lagartos?

- No - dijo Ford, que entonces estaba en un plan algo más racional y coherente que antes, una vez que se le obligó a beber el café -, no es tan sencillo. No es así de simple. En su mundo, la gente es gente. Los dirigentes son lagartos. La gente odia a los lagartos y los lagartos gobiernan a la gente.

- Qué raro - comentó Arthur -, te había entendido que era una democracia.

- Eso dije. Y lo es - aseguró Ford.

- Entonces, ¿por qué la gente no se libra de los lagartos? - preguntó Arthur, esperando no parecer ridículamente obtuso.

- Francamente, no se les ocurre. Todos tienen que votar, de manera que creen que el gobierno que votan es más o menos lo que quieren.

- ¿Quieres decir que efectivamente votan a los lagartos?

- Pues claro - repuso Ford, encogiéndose de hombros.

- Pero - objetó Arthur, volviendo de nuevo a la gran pregunta -, ¿por qué?

- Porque si no votaran por un lagarto determinado - explicó Ford -, podría salir el lagarto que no conviene. ¿Tienes ginebra?

- ¿Qué?

- He preguntado - dijo Ford, con un creciente tono de urgencia en la voz - que si tienes ginebra.

- Ya miraré. Háblame de los lagartos.

Ford volvió a encogerse de hombros.

- Algunos dicen que los lagartos son lo mejor que han conocido nunca. Están totalmente equivocados, por supuesto, entera y absolutamente equivocados, pero alguien se lo tiene que decir.

- Pero eso es terrible - observó Arthur.

- Mira tío - repuso Ford -, si me hubieran dado un dólar altariano cada vez que alguien mira a una parte del Universo y dice «Eso es terrible», no estaría aquí sentado como un limón esperando una ginebra. Pero no tengo ninguno, y aquí estoy. De todos modos, ¿por qué tienes ese aire tan plácido y los ojos como platos? ¿Estás enamorado?

Arthur contestó que sí, que lo estaba, y lo dijo con plácida expresión.

- ¿De una chica que sabe dónde esta la botella de ginebra? ¿Me la vas a presentar?

Se la presentó, porque Fenchurch llegó en aquel momento con un montón de periódicos que había comprado en el pueblo. Se detuvo asombrada ante los destrozos que había sobre la mesa y el náufrago de Betelgeuse en el sofá.

- ¿Dónde está la ginebra? - preguntó Ford a Fenchurch, y a Arthur -: A propósito, ¿qué fue de Trillian?

- Pues... ésta es Fenchurch - repuso Arthur, incómodo -. Con Trillian no hubo nada, tú fuiste el último que la vio.

- Ah, sí, se largó a alguna parte con Zaphod. Tuvieron niños, o algo parecido. Al menos - añadió Ford -, eso creo que eran. Zaphod está mucho más calmado, ¿sabes?

- ¿De verdad? - dijo Arthur, acudiendo con premura hacia Fenchurch para quitarle los paquetes de la compra.

- Sí - contestó Ford -. Al menos, ahora tiene una cabeza más cuerda que un emú con ácido en el cuerpo.

- ¿Quién es éste, Arthur? - preguntó Fenchurch.

- Ford Prefect. Quizá te lo haya mencionado de pasada.

37

Durante tres días y tres noches, el gigantesco robot plateado, completamente perplejo, estuvo a horcajadas sobre los restos de Knightsbridge, tambaleándose suavemente y tratando de resolver un montón de cosas.

Acudieron a verle delegaciones del gobierno; camiones enteros de periodistas pomposos se interrogaban unos a otros por radio sobre sus respectivas opiniones; escuadriIlas de bombarderos de caza hacían patéticos intentos para atacarlo. Pero no apareció lagarto alguno. El robot escrutaba atentamente el horizonte.

De noche presentaba su aspecto más espectacular, bañado por los focos de los equipos de televisión que no dejaban de informar de su continua inactividad.

El robot no dejó de cavilar hasta que llegó a una conclusión. Tendría que enviar a sus robots de servicio.

Debía habérsele ocurrido antes, pero había tenido un montón de problemas.

Una tarde, los pequeños robots salieron volando por la escotilla formando una aterradora nube metálica. Vagaron por los alrededores, atacando frenéticamente unas cosas y defendiendo otras.

Al fin, uno de ellos encontró una pajarería con algunos lagartos, pero en nombre de la democracia se puso a defenderla con tal fiereza que pocos sobrevivieron en la zona.

El momento crucial llegó cuando una escuadrilla de vanguardia descubrió el zoológico de Regent's Park y, en particular, la Casa de los Reptiles.

Como los errores cometidos en la pajarería les enseñó cierta cautela, las barrenas y sierras volantes llevaron a algunas de las iguanas más grandes y gordas ante el robot gigante, que trató de celebrar con ellas conversaciones a alto nivel.

Finalmente, el robot anunció al mundo que pese al completo cambio de impresiones, amplio y sincero, se habían interrumpido las conversaciones a alto nivel y los lagartos se habían retirado; por lo tanto, el robot se tomaría unas vacaciones en alguna parte, y por alguna razón escogió Bournemouth.

Ford Prefect, al verlo en la televisión, asintió con la cabeza, soltó una carcajada y tomó otra cerveza.

Se estaban haciendo rápidos preparativos para la marcha del robot.

Las herramientas volantes gritaron, barrenaron, serraron y frieron cosas con haces luminosos durante todo el día y toda la noche y, a la mañana siguiente, de forma sorprendente, por varias carreteras a la vez se puso en marcha una gigantesca estructura móvil en cuyo centro iba apuntalado el robot.

Lentamente avanzó hacia el oeste, como un extraño carnaval con servidores, helicópteros y autobuses de informadores hormigueando a su alrededor y aplanando la tierra hasta llegar a Boumemouth, donde el robot se desprendió de las ligaduras de su sistema de transporte y se dirigió a la playa, donde permaneció tumbado durante diez días.

Desde luego, fue el suceso más excitante de la vida de Bournemouth.

Las multitudes se concentraban diariamente en torno al perímetro acotado y vigilado como zona de recreo del robot, intentando ver lo que hacía.

No hacía nada. Estaba tumbado en la playa, un tanto torpemente sobre el rostro.

Fue un periodista del diario local quien, una noche, logró lo que nadie había conseguido hasta entonces: entablar una breve e ininteligible conversación con uno de los robots de servicio que guardaban el recinto.

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