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Authors: Charles Dickens

Historia de dos ciudades (9 page)

BOOK: Historia de dos ciudades
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Carton, el más perezoso de los hombres y el más incapaz de llegar a ser algo, resultaba el mejor aliado de Stryver. En el líquido que llegaban a beber los dos en un año, habría podido flotar un navío real. Ambos llevaban la misma vida y prolongaban sus orgías hasta altas horas de la noche; incluso se decía que, más de una vez, se vio a Carton en pleno día, dirigiéndose a su casa con paso vacilante, como gato calavera. Y por fin, los que podían sentir interés por aquellos dos hombres, convinieron en que si Carton no podía llegar a ser un león, por lo menos quedaba reducido a chacal y que en este carácter prestaba excelentes servicios a Stryver.

—Son las diez, señor —dijo el mozo de la taberna, a quien Carton encargara despertarle.— Las diez, señor.

—¿Qué hay?

—Son las diez, señor.

—¿Qué quieres decirme con eso? ¿Las diez de la noche?

—Sí, señor. Vuestro honor me ordenó despertarle.

—Es verdad. Ya me acuerdo. Muy bien.

Después de hacer algunos esfuerzos por dormirse otra vez, esfuerzos que contrarrestó el mozo removiendo el fuego por espacio de cinco minutos, se levantó, se puso el sombrero y salió. Se dirigió hacia el Temple y después de haberse refrescado con un ligero paseo, se dirigió a casa de Stryver.

El oficial de Stryver, que nunca asistía a estas conferencias, se había marchado ya a su casa, y el mismo Stryver acudió a abrir la puerta. Iba en zapatillas, se cubría con una bata y, para mayor comodidad, llevaba el cuello desabrochado. En sus ojos se veían dos círculos amoratados, propios de los que llevan una vida disipada.

—Llegas un poco tarde —dijo Stryver.

—A la hora de costumbre. Tal vez un cuarto de hora más tarde.

Se dirigieron a una habitación algo obscura, cuyas paredes estaban cubiertas de libros y con papeles por todas partes. El fuego estaba encendido y junto a él hervía una tetera; y en medio de la balumba de papeles se veía una mesa, en la que había algunas botellas de vino, de aguardiente y de ron, y también azúcar y limones.

—Veo que ya te has bebido tu botella correspondiente, Sydney.

—Esta noche me parece que han sido dos. He cenado con el cliente de hoy, o, mejor dicho, he visto como cenaba. Es lo mismo.

—Me sorprendió, Sydney, tu intervención acerca de la identificación del individuo. ¿Cómo te fijaste en el parecido?

—Me fijé en que era un hombre guapo y me dije que yo habría podido ser lo mismo si la suerte me hubiese favorecido.

El señor Stryver se echó a reír hasta el punto de que se movió su desarrollada panza.

—¡Tu suerte! —exclamó.— Pero ¡ea! Vamos a trabajar.

De mala gana el chacal se quitó algunas prendas de su vestido y, dirigiéndose luego a una habitación vecina, regresó con un cubo de agua fría, una palangana y una o dos toallas. Empapó éstas en el agua, las retorció para quitarles el exceso de líquido y se envolvió la cabeza con ellas, cosa que le dio feísimo aspecto, y sentándose a la mesa, exclamó:

—Estoy dispuesto.

—Esta noche no hay mucho que hacer, Sydney —exclamó Stryver mirando complacido los papeles.

—¿Cuánto?

—Dos procesos.

—Dame antes el peor.

—Aquí está, Sydney. Despáchalo pronto.

El león se sentó en un sofá, a un lado de la mesa, en tanto que el chacal se aposentaba en una silla, ante la mesa cargada de papeles y con las botellas y vasos al alcance de su mano. Ambos hacían frecuentes libaciones, pero cada uno a su modo, porque mientras el león estaba con las manos apoyadas en la cintura, mirando al fuego, o bien consultando distraídamente un documento, el chacal, por su parte, con las cejas fruncidas, estaba tan absorto en su tarea, que sus ojos no seguían los movimientos de la mano y a veces tanteaba con ella por espacio de un minuto, antes de hallar el vaso que llevar a los labios. Dos o tres veces el asunto le pareció tan enrevesado, que el chacal halló necesario levantarse y humedecer de nuevo sus toallas. Y de esos viajes en busca de agua volvía de un modo tan excéntrico, que no hay palabras para describirlo y resaltaba más aún por la gravedad que se pintaba en su rostro.

Por fin, el chacal terminó la minuta para el león y se la ofreció. El león la tomó con precaución, la leyó con cuidado, hizo algunas observaciones y el chacal las tomó en cuenta. Cuando el asunto quedó suficientemente discutido, el león volvió a apoyar las manos en la cintura y se quedó meditabundo. El chacal se dio nuevos bríos con algunos tragos y nuevas aplicaciones de agua fresca a la cabeza, y se dedicó a la confección de la segunda minuta, que entregó al león de la misma manera, cuándo ya daban las tres de la madrugada.

—Ahora que hemos terminado, Sydney, vamos a tomar un ponche —dijo Stryver.

El chacal se quitó las toallas de la cabeza, que ya estaban casi secas, se desperezó, bostezó y empezó a preparar el ponche.

—Tenías razón, Sydney, por lo que se refiere a los testigos de hoy.

—Siempre la tengo.

—No lo niego. Pero, ¿qué te pasa que vienes tan malhumorado? Tómate un vaso de ponche y te alegrarás.

El chacal profirió un gruñido e hizo lo que su amigo le indicaba.

—Siempre ha sido lo mismo —exclamó Stryver.— Tan pronto estás arriba como abajo; a veces lleno de entusiasmo y a los dos minutos desesperado.

—Sí —contestó el aludido dando un suspiro.— Soy el mismo Sydney, con la misma suerte. Ya cuando estudiaba me dedicaba a hacer los temas y los ejercicios de los demás muchachos y descuidaba los míos.

—Y ¿por qué?

—Sólo Dios lo sabe. Porque era así.

—La verdad es, Sydney —le dijo Stryver,— siempre has llevado mal camino. Careces de energía y de voluntad. Mírame a mí.

Lo menos que puedo pedirte —contestó Sydney— es que no me vengas con sermones.

—¿Cómo he logrado lo que tengo? —exclamó Stryver. —¿Cómo hago lo que hago?

—En parte, porque me pagas para que te ayude, supongo. Pero no hay necesidad de que me dirijas reproches. La verdad es que siempre has hecho lo que has querido.

—Cuando estudiábamos eras siempre el primero y yo el último.

—Porque me lo proponía. Ya comprenderás que no nací en primera fila.

—Yo no estaba presente en la ceremonia, pero creo que sí —exclamó Carton riéndose.— Pero dejemos esta conversación y hablemos, si quieres, de otra cosa…

—Pues hablaremos de la linda testigo...

—¿Quién es?— preguntó Sydney malhumorado.

—La hermosa hija del doctor Manette.

—¿Te parece bonita?

—¿No lo es?

—No.

—¡Pero si fue la admiración de toda la sala!

—¿Y quién ha hecho de Old Bailey juez de belleza? ¡Aquella muchacha no era más que una muñeca rubia!

—¿Sabes, Sydney, que empiezo a sospechar que simpatizaste más de la cuenta con aquella muñeca rubia y por eso viste en seguida que se ponía mala?

—Me parece que no se necesita un anteojo para darse cuenta de que se desmaya una muchacha a una yarda de distancia. Pero conste, por eso, que niego que aquella muchacha fuese hermosa. Y si no tenemos nada más que beber me iré a la cama.

Stryver acompañó a su amigo hasta la escalera, llevando una vela en la mano para alumbrarle, pero ya se filtraba la luz del día a través de las sucias ventanas. Cuando Sydney salió de la casa el aire era fresco, el cielo estaba sombrío, el río tenebroso y la calle desierta. El aire de la mañana levantaba nubes de polvo, como si a lo lejos estuvieran las arenas del desierto.

Lleno de fuerzas que despilfarraba y en medio de un desierto como parecía la ciudad a aquella hora, ante aquel hombre se ofreció el espejismo de honrosa ambición, austeridad y perseverancia. En la encantada ciudad de su visión había hermosas galerías espléndidas, desde las cuales lo miraban los amores y las gracias, y había también jardines en que maduraban los frutos de la vida, y las aguas de la esperanza brillaban ante sus ojos. Pero un momento después la visión desapareció, y encaramándose a su alta habitación en una especie de pozo de viviendas de casas, se echó sin desnudarse en la descuidada cama y mojó la almohada con sus lágrimas.

El sol se levantó tristemente, pero salió sobre una noche no más triste que aquel hombre dotado de talento y de buen corazón, incapaz de dirigir convenientemente sus cualidades, incapaz de ayudarse a sí mismo y de conquistar la felicidad, aunque se daba cuenta de que cada vez se hundía más y más y por fin se abandonaba a su lamentable destino.

Capítulo VI.— Centenares de personas

La tranquila vivienda del doctor Manette estaba situada en un rincón de una calle no muy alejada de la plaza de Soho. Una tarde de domingo, cuando ya las oleadas de cuatro meses habían pasado sobre la causa por traición, y se la llevaron mar adentro, adonde ya no alcanzaba el interés ni el recuerdo de la gente, el señor Jarvis Lorry recorría las calles llenas de sol desde Clerkenwell, donde vivía, para ir a cenar en casa del doctor. Después de varias recaídas en la enfermedad de sus negocios, que lo absorbían a veces por completo, el señor Lorry trabó estrecha amistad con el doctor, y el tranquilo rincón de la calle en que vivía fue, desde entonces, el rincón lleno de sol de su vida.

Aquella tarde de domingo el señor Lorry se dirigía a Soho, muy temprano, por tres razones habituales. La primera porque los domingos en que hacía buen tiempo, salía muchas veces antes de cenar con el doctor y Lucía; la segunda porque, en los domingos en que hacía mal tiempo, tenía la costumbre de permanecer con ellos como amigo de la familia, conversando, leyendo, mirando por la ventana y, en una palabra, pasando el día; y, tercera, porque tenía algunas dudas que le interesaba resolver, y sabía que en ninguna parte podría hallar la solución como en casa del doctor.

Habría sido difícil encontrar en Londres un rincón más bonito que aquél en que vivía el doctor. No lo atravesaba calle alguna y desde las ventanas de la parte delantera de la vivienda se gozaba de la hermosa vista de la calle, que tenía aspecto tranquilo y reposado. Entonces había pocos edificios al norte del camino de Oxford y por allí cerca había bosquecillos y flores silvestres. A consecuencia de eso, el aire era puro en los alrededores de Soho y cerca de allí había una pared muy abrigada y soleada, junto a la cual maduraban los melocotones en su tiempo.

En la primera parte del día aquel rincón estaba alumbrado por la luz del sol, pero cuando se caldeaban las calles, el rinconcito quedaba en la sombra y era como un remanso fresco y agradable, y excelente refugio de las ruidosas vías de la ciudad.

El doctor ocupaba dos pisos de una casa grande y tranquila. En la vecindad, separado por un patio en donde había un hermoso plátano, había un taller de órganos de iglesia y además se cincelaba plata y batía oro un misterioso gigante, cuyo brazo parecía brotar de la pared y ser también de oro, como él mismo se hubiese convertido en este precioso metal y amenazara con igual suerte a todos los que se acercaran. Estas industrias ocasionaban muy poco ruido y salvo el rumor producido por algún vecino o por un guarnicionero que estaba en la tienda, nada venía a turbar la paz y el silencio. De vez en cuando se veía un obrero que cruzaba la calle, a un paseante que descubría aquel rincón o se oía el eco lejano de algún martillazo. Estas eran las excepciones, para probar que la regla era que allí se oyera solamente el piar de algunos gorriones y los ecos que iban a morir en aquel rincón.

El doctor Manette recibía a los enfermos que le habían proporcionado su antigua reputación y el rumor de las desgracias que lo afligieran. Sus conocimientos científicos, su cuidado y habilidad en los ingeniosos experimentos que llevaba a cabo, le dieron cierta fama y ganaba lo bastante para cubrir sus necesidades.

Todo esto lo sabía perfectamente el señor Jarvis Lorry, cuando tiró del cordón de la campanilla de la casa del doctor en aquella hermosa tarde de domingo.

—¿Está en casa el doctor Manette?

—No, señor.

—¿Y la señorita Lucía?

—Tampoco.

—¿Y la señorita Pross?

—Tal vez sí —contestó la criada que, ignorante de las intenciones de la señorita Pross, no se atrevió a contestar afirmativamente.

—Bueno, pues, como me creo en mi casa, subiré.

A pesar de que la hija del doctor nada conocía de la patria de su nacimiento, parecía haber heredado de ella la habilidad de hacer mucho con pocos medios, lo cual es muy útil y agradable. A pesar de que el mobiliario era muy sencillo, estaba adornado por algunas chucherías, pero de muy buen gusto y el conjunto resultaba muy lindo.

En el piso bajo había tres habitaciones, cuyas puertas estaban abiertas para que por ellas circulara el aire. El señor Lorry las recorría, mirando satisfecho su aspecto. La primera era la mejor y en ella estaban los pájaros de Lucía, flores, libros, una mesa escritorio, una mesa de trabajo y una caja de pinturas a la aguada; la segunda era la sala de consulta del doctor, que también se utilizaba como, comedor, y la tercera, junto a la cual se veían las ramas del plátano del patio, era el dormitorio del doctor, y allí, en un rincón, se veía la banqueta de zapatero y las herramientas que estuvieran en el quinto piso de la casa de París en cuyos bajos tenía la taberna el señor Defarge.

—Es raro —murmuró el señor Lorry— que conserve estas cosas que han de recordarle inevitablemente sus sufrimientos pasados.

—Y ¿por qué os extrañáis? —preguntó a su lado una voz que le sobresaltó.

Procedía de la señorita Pross, la mujer de rostro colorado y de ligera mano con la que trabara conocimiento en el Hotel del Rey Jorge, en Dover.

—Me figuraba...— balbució el señor Lorry.

—¿Os figurabais?...— replicó desdeñosamente la señorita Pross. Y en vista de que el caballero no le decía nada más, le preguntó: —¿Cómo estáis?

—Muy bien, muchas gracias —contestó suavemente el señor Lorry. ¿Y vos?

—Nada bien.

—¿De veras?

—De veras —contestó la señorita Pross.— Estoy muy disgustada con lo que ocurre con la señorita Lucía.

—¿De veras?

—¡Por Dios! ¿No sabéis contestar otra cosa que esas dos palabras? ¡Me estáis sacando de quicio!

—¡Es posible! —exclamó el señor Lorry.

—También me fastidia eso, pero ya está algo mejor —exclamó la señorita Pross.— Pues, sí, estoy muy disgustada.

—¿Se puede saber el motivo?

—Pues que me irrita sobremanera que docenas de personas, indignas de nuestra señorita, vengan a cada momento a visitarla.

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