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Authors: Pauline Réage

Tags: #Erótico

Historia de O (15 page)

BOOK: Historia de O
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—Choura, Choura, palomita…

Como en las novelas de Tolstói. Porque no se llamaba Jacqueline. Jacqueline era su nombre profesional, un nombre para olvidar su verdadero nombre y, con su verdadero nombre, el gineceo sórdido y tierno, para insertarse en la vida francesa, en un mundo sólido, en el que hay hombres que se casan contigo y que no desaparecen en misteriosas expediciones, como el padre al que ella no llegó a conocer, un marino báltico que se perdió entre los hielos polares. Sólo se parecía a él, se repetía con rabia y placer, a él, de quien había heredado el pelo, los pómulos, la piel trigueña y los ojos rasgados. Lo único que agradecía a su madre era que le hubiera dado por padre a aquel demonio rubio que la nieve se había tragado, como a otros se los traga la tierra. Pero le reprochaba que lo hubiera olvidado lo suficiente para que, un buen día, naciera de una aventura fugaz, una morena, una hermanastra que fue inscrita como de padre desconocido, que se llamaba Natalie y tenía ahora quince años. A Natalie sólo la veían durante las vacaciones. A su padre, nunca. Pero pagaba la pensión de Natalie en un colegio de los alrededores de París y a su madre le pasaba una mensualidad que permitía vivir mediocremente en una ociosidad que, para ellas, era el paraíso, a las tres mujeres y a la criada, y también a Jacqueline, hasta aquel día. Lo que Jacqueline ganaba con su profesión de maniquí y no gastaba en maquillajes, ropa interior, calzado de lujo o trajes de gran modista —a precio de favor, pero, aun así, muy caros—, desaparecía en la bolsa familiar. Desde luego, a Jacqueline no le hubiera costado trabajo encontrar a un protector y ocasiones no le habían faltado. Aceptó a uno o dos amantes, no tanto porque le gustaban —no le desagradaban— como para demostrarse a sí misma que podía inspirar deseo y amor. El único rico de los dos —el segundo—, le regaló una hermosa perla un poco sonrosada, la cual ella llevaba en la mano izquierda. Pero ella no quiso ir a vivir con él y como él se negó a casarse, lo dejó sin gran pesar, contenta de no estar encinta. (Durante varios días, creyó estarlo y vivió en la inquietud.) No; vivir con un hombre era denigrante, era comprometer su futuro, era hacer lo que había hecho su madre con el padre de Natalie. Imposible. Pero con O era distinto. Las apariencias permitirían hacer creer que Jacqueline se instalaba en casa de una compañera de trabajo y compartía con ella los gastos. O desempeñaría una doble función: para Jacqueline sería el amante que mantiene a la mujer que ama y, de cara a la gente, sería su garantía de moralidad. La presencia de René no era lo bastante oficial para resultar comprometedora. Pero, en el fondo, ¿quién podría decir si no fue precisamente aquella presencia el verdadero móvil de su aceptación? De todos modos, en O, y sólo en ella, recayó la responsabilidad de hablar con la madre de Jacqueline. O nunca se sintió tan vivamente en el papel del traidor, del espía, del enviado de una organización criminal como cuando estuvo frente a aquella mujer que le daba las gracias por su amistad para con su hija. Al mismo tiempo, desde el fondo de su corazón, estaba negando su misión y el motivo de su presencia allí. Sí, Jacqueline iría a su casa, pero O nunca, nunca podría obedecer a Sir Stephen hasta el extremo de entregar a Jacqueline. Y sin embargo… Porque, apenas instalada Jacqueline en casa de O, donde se le dio —a instancias de René— la habitación que éste aparentaba ocupar a veces (aparentaba sólo, pues siempre dormía en la gran cama de O), O, inesperadamente, se sintió acometida por el violento deseo de poseer a Jacqueline costase lo que costase, aunque para ello tuviera que entregarla. Después de todo, se decía, la belleza de Jacqueline bastaba por sí sola para protegerla: « ¿Por qué tengo yo que inmiscuirme? Y, aunque la conviertan en lo que yo me he convertido, ¿es eso tan gran desgracia?» No se atrevía casi a confesarse y, sin embargo, trastornada al imaginar la satisfacción de ver a Jacqueline desnuda e indefensa al lado de ella y como ella.

La semana en la que Jacqueline se mudó, con el permiso de su madre, René se mostró muy atento, y un día sí y otro no invitaba a las dos muchachas a cenar y al cine. Elegía siempre películas policíacas, de traficantes de drogas o de trata de blancas. Se sentaba entre las dos, tomaba suavemente una mano a cada una y no decía palabra. Pero, en las escenas de violencia, O le veía espiar el rostro de Jacqueline, en busca de alguna emoción. En él no se leía más que un poco de repugnancia en el rictus de la boca. Después, las acompañaba a casa y, en el coche descubierto, con los cristales bajados, el viento de la noche y la velocidad agitaban el cabello rubio y espeso de Jacqueline contra sus mejillas duras, su frente pequeña y sus ojos. Ella sacudía la cabeza para echarlo hacia atrás y lo peinaba con la mano como hacen los muchachos. Una vez admitido que vivía en casa de O y que O era la amante de René, Jacqueline parecía encontrar naturales las familiaridades de René. No oponía el menor reparo a que René entrara en su habitación, con el pretexto de buscar algún documento, lo cual no era verdad, y O lo sabía, pues ella misma había vaciado los cajones del gran secreter holandés, con flores de marquetería y tapa forrada de piel, siempre abierta, que tan mal armonizaba con René. ¿Por qué lo tenía? ¿Quién se lo había dado? Su pesada elegancia y sus maderas claras eran el único lujo de la habitación, un tanto sombría, que se abría a un patio, orientada al Norte y cuyas paredes color gris acero y suelo frío encerado ofrecían un fuerte contraste con las alegres piezas que daban al muelle. Tanto mejor. Así Jacqueline no se sentiría a gusto. Así se avendría más fácilmente a compartir con O las dos habitaciones de delante, a dormir con O, como aceptara desde el primer día compartir el baño, la cocina, los maquillajes, los perfumes y las comidas. Pero O se equivocaba. Jacqueline se aferraba apasionadamente a todo aquello que le pertenecía —a su perla rosa, por ejemplo—, pero demostraba una indiferencia absoluta hacia todo lo que no fuera suyo. Si hubiera vivido en un palacio, no se habría interesado por él más que si le hubieran dicho: este palacio es tuyo y se lo hubieran demostrado con acta notarial. Que el cuarto gris fuera acogedor o no le tenía sin cuidado y no fue por escapar de ella por lo que se decidió a dormir en la cama de O. Tampoco, para demostrar a O un agradecimiento que no sentía y que, no obstante, O le atribuyó, muy contenta de abusar de él, o así lo creía ella. A Jacqueline le gustaba el placer y encontraba práctico y agradable recibirlo de una mujer entre cuyas manos no se arriesgaba a nada.

Cinco días después de deshacer sus maletas, cuyo contenido O le ayudó a guardar en los armarios, alrededor de las diez, cuando René las dejó en casa después de cenar con ellas y se fue —al igual que las otras dos veces—, Jacqueline apareció, desnuda y húmeda todavía del baño, en el vano de la puerta de la habitación de O y le dijo:

—¿Estás segura de que no vuelve?

Sin esperar su respuesta, se metió en la cama. Se dejó besar y acariciar con los ojos cerrados, sin responder ni con una sola caricia, gimiendo al principio levemente, después más fuerte, más fuerte y, al fin, gritando. Se quedó dormida a la luz de la lámpara rosa, atravesada en la cama, con las rodillas separadas, el busto un poco ladeado y las manos abiertas. Se veía brillar el sudor entre sus senos. O la tapó con la sábana y apagó la luz. Dos horas después, cuando la abrazó otra vez en la oscuridad, Jacqueline la dejó hacer, pero murmuró:

—No me fatigues demasiado, que mañana tengo que madrugar.

Fue por aquel entonces cuando Jacqueline, además de su profesión de maniquí, empezó a ejercer otra profesión no menos irregular pero sí más absorbente: había sido contratada para hacer pequeños papeles en el cine. Era difícil averiguar si estaba orgullosa de ello o no, o si veía en aquello el primer paso de una carrera en la que deseara hacerse célebre. Por la mañana, saltaba de la cama con más rabia que brío, se duchaba, se maquillaba a toda prisa, no aceptaba más que el tazón de café negro que O apenas había tenido tiempo de preparar y se dejaba besar la punta de los dedos, con una sonrisa maquinal y una mirada llena de rencor: O, envuelta en su bata de vicuña blanca, con el pelo cepillado y la cara lavada, tenía el aspecto plácido del que va a volverse a la cama. Pero no era así. O aún no se había atrevido a explicar a Jacqueline por qué. La verdad era que todos los días en que Jacqueline salía de casa a la hora en que los niños van al colegio y los empleados a la oficina, para dirigirse a los estudios de Boulogne donde estaba rodando, O, que antes, efectivamente, se quedaba en casa toda la mañana, se vestía a su vez para salir.

—Os mandaré el coche —había dicho Sir Stephen—. Primero llevará a Jacqueline a Boulogne y después volverá para recogerte a ti.

De manera que todas las mañanas, a la hora en que el sol no iluminaba más que las fachadas del este y las restantes estaban frescas todavía, pero, en los jardines, las sombras empezaban ya a acortarse bajo los árboles, O era conducida a casa de Sir Stephen. En la calle de Poitiers aún no se había terminado la limpieza. Nora, la mulata, llevaba a O a la habitación en la que la primera noche Sir Stephen la dejó llorar y dormir sola, esperaba mientras O dejaba sobre la cama el bolso, los guantes y la ropa, lo guardaba todo en un armario, bajo llave, le daba a O unas chinelas de charol con tacón alto que hacían ruido al andar y la precedía hasta el despacho de Sir Stephen, abriéndole las puertas. O nunca se acostumbró a aquellos preparativos y desnudarse ante aquella vieja paciente y callada, que casi ni la miraba, le resultaba tan penoso como hacerlo bajo la mirada de los criados de Roissy. La vieja mulata andaba sin hacer ruido, con sus zapatillas de fieltro, como una monja. O, mientras la seguía, no podía apartar la mirada de las dos puntas de su delantal y, cada vez que la vieja abría una puerta, en la empuñadura de porcelana, su mano bistre y reseca le parecía tan dura como la madera antigua. Al mismo tiempo, por un sentimiento absolutamente opuesto al miedo que le inspiraba la criada de Sir Stephen —contradicción que O no conseguía explicarse—, O sentía una especie de orgullo de que aquella mujer (¿qué era ella para Sir Stephen y por qué le confiaba él aquel papel de alcahueta que tan mal le iba?) fuera testigo de que ella también —como tantas otras quizás, a las que también ella había conducido, ¿quién sabe?— mereciera ser utilizada por Sir Stephen. Porque Sir Stephen la quería, sin duda, y O comprendía que no estaba lejos el día en que él no se limitaría ya a dejárselo entrever sino que se lo diría, pero también, a medida que crecían su amor y su deseo, él era más exigente. Y así O pasaba con él las mañanas enteras en las que, a veces, apenas la tocaba y sólo quería que le acariciara y que se prestara a lo que él le pedía con una actitud que no cabe definir sino como reconocimiento, mayor todavía cuando la petición tomaba forma de orden. Cada concesión que le hacía era la prenda de que después se le exigiría otra concesión. Y ella las hacía como el que cumple con su deber. Aunque parezca extraño, aquello la complacía. El despacho de Sir Stephen, situado encima del salón amarillo y gris, era más estrecho y más bajo de techo que éste. No había canapé ni diván, sino sólo dos sillones Regencia tapizados de una tela de flores. En ellos se sentaba O algunas veces, pero Sir Stephen prefería tenerla más cerca, al alcance de la mano y, aunque no se ocupara de ella, la obligaba a sentarse en su escritorio, a la izquierda. La mesa estaba colocada en sentido perpendicular a la pared y O podía recostarse en las estanterías llenas de anuarios y diccionarios. El teléfono estaba junto a su muslo izquierdo y cada vez que el timbre sonaba, ella tenía un sobresalto. Era ella quien descolgaba, contestaba, decía: ¿De parte de quién?, repetía en voz alta el nombre que le daban y pasaba la comunicación a Sir Stephen o lo excusaba, según el gesto que él le hiciera. Cuando la vieja Nora anunciaba alguna visita, Sir Stephen la hacía esperar hasta que Nora llevaba a O a la habitación donde ésta se había desnudado y adonde Nora iba a buscarla cuando Sir Stephen tocaba el timbre, después de despedir a su visitante. Puesto que Nora entraba y salía del despacho varias veces durante la mañana, ya fuera para llevar a Sir Stephen el café o el correo, ya para abrir o cerrar las persianas o vaciar los ceniceros, puesto que ella era la única que podía entrar allí, y además tenía órdenes de no llamar a la puerta y, cuando tenía que decir algo, esperaba siempre en silencio a que Sir Stephen le dirigiera la palabra, sucedió que un día en que O estaba inclinada sobre el escritorio, con la cabeza y los brazos apoyados en el cuero y el dorso expuesto, esperando que Sir Stephen penetrara, entró Nora en el despacho. O levantó la cabeza. Si Nora se hubiera abstenido de mirarla, como hacía siempre, O no se hubiera movido. Pero, esta vez, Nora buscó su mirada. Aquellos ojos negros, brillantes y duros que no dejaban adivinar si eran indiferentes o no, en aquel rostro arrugado e impasible, turbaron a O de tal manera que hizo un movimiento para escapar de Sir Stephen. Él comprendió y con una mano le oprimió la cintura contra la mesa para que no pudiera deslizarse y con la otra la entreabrió. Ella, que siempre se prestaba de buen grado, ahora, a pesar suyo, se sentía rígida y cerrada y Sir Stephen tuvo que forzarla. Y, aun después de que la forzara, ella sentía que el esfínter se cerraba en torno a él y Sir Stephen tuvo que hacer un esfuerzo para penetrar en ella completamente. No se retiró de ella hasta que pudo ir y venir sin dificultad. Después, en el momento de volver a tomarla, dijo a Nora que esperase y que podría llevar a O al vestidor cuando él hubiera terminado con ella. Sin embargo, antes de dejarla marchar, besó a O en la boca con ternura. Aquel beso fue lo que, días después, dio a O valor para decirle que Nora le daba miedo.

—Eso espero —dijo él—. Y cuando lleves mi marca y mis hierros, cosa que espero sea dentro de pocos días, si tú quieres, vas a tener mayor motivo para temerla.

—¿Por qué? —preguntó O—. ¿Y qué marca y qué hierros? Ya llevo este anillo…

—Eso es cosa de Anne-Marie. Le he prometido llevarte a su casa para que te vea. Iremos después del almuerzo. ¿Querrás? Es una amiga mía. Ya habrás observado que, hasta ahora, no te he presentado a ninguno de mis amigos. Cuando salgas de sus manos, tendrás verdaderos motivos para temer a Nora.

O no se atrevió a insistir. Aquella Anne-Marie con que ahora la amenazaba Sir Stephen la intrigaba más que Nora. De ella le había hablado ya Sir Stephen el día en que almorzaron en Saint-Cloud. Y era verdad que O no conocía a ninguna de las amistades de Sir Stephen. Vivía en París, encerrada en su secreto, como si estuviera encerrada en un prostíbulo. Los únicos que conocían su secreto, René y Sir Stephen, también tenían derecho a su cuerpo. Pensó que la expresión de abrirse a alguien, que quiere decir confiarse, para ella no tenía más que un significado, literal, físico y también absoluto, porque se abría con todas las partes de su cuerpo que podían abrirse. Parecía también que ésta fuera su razón de ser y que Sir Stephen, al igual que René, así lo entendiera, ya que cuando le hablaba de sus amigos, como había hecho en Saint-Cloud, era para decirle que debería estar a la disposición de todos aquellos a quienes la presentara, si la deseaban. Pero para imaginar a Anne-Marie ni lo que Sir Stephen esperaba de ella, O no tenía pista alguna, ni siquiera su experiencia de Roissy. Sir Stephen le había dicho que quería verla acariciar a una mujer. ¿Sería esto? (Pero puntualizó que se trataba de Jacqueline…) No; no podía ser eso. «Para que te vea», acababa de decir. Efectivamente. Pero, cuando dejó a Anne-Marie, O tampoco sabía más.

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