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Authors: Pauline Réage

Tags: #Erótico

Historia de O (4 page)

BOOK: Historia de O
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Pero aquella noche no la utilizarían; todo lo contrario. Querían oírla gritar y cuanto antes, mejor. El orgullo que la hacía resistir y callar no duró mucho tiempo: hasta la oyeron suplicar que la desataran, que la dejaran descansar un instante, uno sólo. Ella se retorcía con tanto frenesí para escapar al mordisco de las correas que casi giraba sobre sí misma, pues la cadena que la sujetaba al poste, aunque sólida, era un poco holgada, de manera que recibía tantos golpes en el vientre y en la parte delantera de los muslos como en los glúteos. Después de una breve pausa, se decidió no reanudar los azotes sino después de haberle atado al poste por la cintura, con una cuerda. Dado que la apretaron con fuerza, para fijar bien el cuerpo al poste por su mitad, el torso tuvo que vencerse hacia un lado, lo cual hizo salir la cadera contraria. A partir de este momento, los golpes no se desviaron ya más que deliberadamente. En vista de la manera en que su amante la había entregado, O habría podido imaginar que apelar a su piedad era el mejor medio de conseguir que él redoblara su crueldad, por el placer que le producía arrancarle o hacer que los otros le arrancaran estos indudables testimonios de su poder. Y, efectivamente, él fue el primero en observar que el látigo de cuero que la había hecho gemir al principio, la marcaba mucho menos que la cuerda mojada y la fusta, por lo que se podía prolongar el castigo y reanudarlo a placer. Pidió que no se utilizara más que éste. Entretanto, aquel de los cuatro al que no gustaban las mujeres más que por lo que tenían en común con los hombres, seducido por aquella grupa, tensa bajo la cuerda atada a la cintura y que, al tratar de hurtarse al golpe no hacía sino ofrecerse mejor, pidió una pausa para aprovecharse, separó sus dos partes que ardían bajo sus manos y penetró en ella no sin dificultad, comentando que habría que hacer aquel paso más cómodo. Le dijeron que era factible y que se buscarían los medios.

Cuando desataron a la joven, casi desvanecida bajo su manto rojo, antes de hacerla acompañar a la celda que debía ocupar, la hicieron sentar en un butacón al lado del fuego para que escuchara las reglas que debería observar durante su estancia en el castillo y cuando saliera de él (aunque sin recobrar por ello la libertad) y llamaron a las que hacían las veces de sirvientas. Las dos jóvenes que la recibieron a su llegada trajeron lo necesario para vestirla y para que la reconocieran los que habían sido huéspedes del castillo antes de que ella llegara o que lo fueran después de que ella se hubiera marchado. El vestido era parecido al que llevaban ellas: sobre un corselete muy ajustado y armado con ballenas y una enagua de lino almidonado, un vestido de falda larga cuyo cuerpo dejaba casi al descubierto los senos, levantados por el corselete y apenas velados por un encaje. La enagua era blanca, el corselete y el vestido de satén verde agua y el encaje, blanco. Cuando O estuvo vestida y hubo vuelto a su butaca junto al fuego, más pálida que antes con su vestido pálido, las dos mujeres, que no habían dicho palabra, se fueron. Uno de los cuatro hombres detuvo a una al paso, hizo a la otra seña de que esperase y llevando hacia O a la que había parado, le hizo dar media vuelta, cogiéndola por la cintura con una mano y con la otra levantándole las faldas para mostrar a O lo práctico que era aquel traje, dijo, y lo bien concebido que estaba, pues la falda se podía levantar y sujetar con un simple cinturón, dejando libre acceso a lo que así se descubría. Por cierto, a menudo se hacía circular por el castillo y por el parque a las mujeres así arregladas, o bien por delante, igualmente hasta la cintura. Se ordenó a la mujer que hiciera a O una demostración de cómo tenía que sujetarse la falda: enrollada en un cinturón (como un mechón de pelo en un bigudí) por delante, para dejar libre el vientre o por detrás, para liberar el dorso. En uno y otro caso, la enagua y la falda caían en cascada en grandes pliegues diagonales. Al igual que O, la mujer tenía marcas recientes de fusta en la piel. Cuando el hombre la soltó, se fue.

Éste fue el discurso que entonces se le pronunció a O:

—Aquí estarás al servicio de tus amos. Durante el día, harás las labores que te ordenen para la buena marcha de la casa, como: barrer, ordenar los libros, arreglar las flores o servir a la mesa. No serán más pesadas. Pero, a la primera palabra, o a la primera señal dejarás de hacer lo que estés haciendo para cumplir con tu primera obligación, que es la de entregarte. Tus manos no te pertenecen, ni tus senos, ni mucho menos ninguno de los orificios de tu cuerpo que nosotros podemos escudriñar y en los que podemos penetrar a placer. A modo de señal, para que tengas constantemente presente que has perdido el derecho a rehusarte, en nuestra presencia, nunca cerrarás los labios del todo, ni cruzarás las piernas, ni juntarás las rodillas (como habrás observado que se te ha prohibido hacer desde que llegaste), lo que indicará a tus ojos y a los nuestros que tu boca, tu vientre y tu dorso están abiertos para nosotros. En presencia nuestra, nunca tocarás tus senos: el corsé los levanta para indicar que nos pertenecen. Durante el día, estarás vestida, levantarás la falda si se te ordena y podrá utilizarte quien quiera a cara descubierta —y como quiera— pero sin hacer uso del látigo. El látigo no te será aplicado más que entre la puesta y la salida del sol. Pero, además del castigo que te imponga quien lo desee, serás castigada por la noche por las faltas que hayas cometido durante el día: es decir, por haberte mostrado poco complaciente o mirado a la cara a quien te hable o te posea: a nosotros nunca debes mirarnos a la cara. Si el traje que usamos por la noche deja el sexo al descubierto no es por comodidad, que también podría obtenerse de otra manera, sino por insolencia, para que tus ojos se fijen en él y no en otra parte, para que aprendas que éste es tu amo, al cual están destinados, ante todo, tus labios. Durante el día, en el que nosotros usamos traje corriente y tú, el que ahora llevas, observarás la misma norma y no tendrás más trabajo, si se te requiere, que el de abrirte la ropa, que volverás a cerrar cuando hayamos terminado contigo. Además, por la noche, para honrarnos, no tendrás más que los labios y la separación de los muslos, pues tendrás las manos atadas a la espalda y estarás desnuda como cuando te trajeron; no se te vendarán los ojos más que para maltratarte y ahora que ya has visto cómo se te azota, para azotarte. A este respecto, si conviene que te acostumbres al látigo, ya que mientras estés aquí se te aplicará a diario, ello no es menos para nuestro placer que para tu instrucción. Tanto es así que las noches en las que nadie te requiera, el criado encargado de este menester te administrará, en la soledad de tu celda, los latigazos que nosotros no tengamos ganas de darte. Y es que, por este medio, al igual que por el de la cadena que, sujeta a la anilla del collar, te mantendrá amarrada a la cama varias horas al día, no se trata de hacerte sentir dolor, gritar ni derramar lágrimas, sino, a través de este dolor, recordarte que estás sometida a algo que está fuera de ti. Cuando salgas de aquí, llevarás en el dedo anular un anillo de hierro que te distinguirá: entonces habrás aprendido a obedecer a los que lleven el mismo emblema; al verlo, ellos sabrán que estás siempre desnuda bajo tu falda, por más correcto y discreto que sea tu traje, y que lo estás para ellos. Los que te encuentren rebelde volverán a traerte aquí. Ahora te llevarán a tu celda.

Mientras el hombre hablaba a O, las dos mujeres que habían ido a vestirla permanecieron de pie a uno y otro lado del poste en el que ella había sido flagelada, pero sin tocarlo, como si las asustara, o lo tuvieran prohibido (que era lo más probable); cuando él hubo acabado de hablar, las dos se acercaron a O, que comprendió que debía seguirlas. De modo que se puso en pie, alzándose el borde de la falda para no tropezar, pues no estaba acostumbrada a los trajes largos y no se sentía segura sobre las sandalias de tacón alto sujetas al pie por una simple tira de satén verde como el vestido. Al inclinarse, volvió la cabeza. Las mujeres esperaban, pero los hombres habían dejado de mirarla. Su amante, sentado en el suelo y apoyado en el taburete sobre el que la habían derribado al principio de la velada, con las rodillas dobladas y los codos sobre las rodillas, jugueteando con el látigo de cuero. Al primer paso que ella dio para acercarse a las mujeres, lo rozó con la falda. Él levantó la cabeza y le sonrió, pronunció su nombre y se puso de pie. Le acarició suavemente el cabello, le alisó las cejas con la yema del dedo y la besó en los labios con suavidad. En voz alta le dijo que la amaba. O, temblando, se dio cuenta, aterrada, de que le respondía «te quiero» y de que era verdad. Él la abrazó diciendo «vida mía», la besó en el cuello y en el borde de la mejilla; ella tenía la cabeza apoyada en el hombro cubierto por la túnica violeta. Él, esta vez en voz baja, le repitió que la amaba y añadió:

—Ahora te arrodillarás, me acariciarás y me besarás.

La apartó de sí e hizo una seña a las dos mujeres para que se retiraran hacia los lados y él pudiera apoyarse en la consola. Él era alto, la consola más bien baja y sus largas piernas, enfundadas en la misma tela violeta de la túnica, quedaban dobladas. La túnica abierta se tensaba por debajo como una colgadura y el entablamento de la consola levantaba ligeramente el pesado sexo y los rizos claros que lo coronaban. Los tres hombres se acercaron. O se arrodilló en la alfombra y su vestido verde formó una corola alrededor. El corsé la apretaba y sus senos cuyas puntas asomaban, estaban a la altura de las rodillas de su amante.

—Un poco más de luz —dijo uno de los hombres.

Cuando hubieron dirigido la luz de la lámpara de manera que cayera de lleno sobre su sexo y el rostro de su amante, que estaba muy cerca, y sobre sus manos que lo acariciaban por debajo, René ordenó bruscamente:

—Repite: te quiero.

—Te quiero —repitió O con tal deleite que sus labios apenas se atrevían a rozar la punta del sexo protegida todavía por su suave funda de carne. Los tres hombres, que estaban fumando, comentaban sus gestos, el movimiento de su boca que se había cerrado sobre el sexo y a lo largo del cual subía y bajaba, su rostro descompuesto que se inundaba de lágrimas cada vez que el miembro, hinchado, le llegaba a la garganta, oprimiéndole la lengua y provocando una náusea. Con la boca llena de aquella carne endurecida, ella volvió a murmurar:

—Te quiero.

Las dos mujeres estaban a derecha e izquierda de René, que se apoyaba en sus hombros. O oía los comentarios de los presentes pero, a través de sus palabras, espiaba los gemidos de su amante, atenta a acariciarlo, con un respeto infinito y la lentitud que ella sabía le gustaba. O sentía que su boca era hermosa, puesto que su amante se dignaba penetrar en ella, se dignaba mostrar en público sus caricias y se dignaba, en suma, derramarse en ella. Ella lo recibió como se recibe a un dios, le oyó gritar, oyó reír a los otros y, cuando lo hubo recibido, se des plomó de bruces. Las dos mujeres la levantaron y esta vez se la llevaron.

Las sandalias taconeaban sobre las baldosas rojas de los corredores en los que se sucedían las puertas discretas y limpias, con unas cerraduras minúsculas, como las puertas de las habitaciones de los grandes hoteles. O no se atrevió a preguntar si todas aquellas habitaciones estaban ocupadas ni por quién. Una de sus acompañantes, a la que todavía no había oído hablar, le dijo:

—Estás en el ala roja y tu criado se llama Pierre.

—¿Qué criado? —preguntó O, conmovida por la dulzura de aquella voz—. Y tú, ¿cómo te llamas?

—Me llamo Andrée.

—Y yo Jeanne —dijo la otra.

La primera prosiguió:

—El criado es el que tiene las llaves, el que te atará y te desatará, el que te azotará cuando te impongan un castigo o cuando ellos no tenga tiempo para ti.

—Yo estuve en el ala roja el año pasado —dijo Jeanne—. Pierre ya estaba ahí. Entraba muchas noches. Los criados tienen las llaves y en las habitaciones que están en su sector, tienen derecho a servirse de nosotras.

O iba a preguntar cómo era el tal Pierre. Pero no tuvo tiempo. En un recodo del corredor, la hicieron detenerse delante de una puerta idéntica a las otras: en un banco situado entre aquella puerta y la siguiente, vio a una especie de campesino coloradote y rechoncho, con la cabeza casi rasurada, unos ojillos negros hundidos y rodetes de carne en la nuca. Estaba vestido como un criado de opereta: camisa con chorrera de encaje, chaleco negro y librea roja, calzas negras, medias blancas y zapatos de charol. También él llevaba un látigo de cuero colgado del cinturón. Sus manos estaban cubiertas de vello rojo. Sacó una llave maestra del bolsillo del chaleco, abrió la puerta e hizo entrar a las tres mujeres diciendo:

—Vuelvo a cerrar. Cuando hayáis terminado, llamad.

La celda era muy pequeña y, en realidad, consistía en dos piezas. Una vez vuelta a cerrar la puerta que daba al corredor, se encontraba uno en una antecámara que se abría a la celda propiamente dicha; en la misma pared había otra puerta que conducía a un cuarto de baño. Frente a las puertas, había una ventana. En la pared de la izquierda, entre las puertas y la ventana, se apoyaba la cabecera de una gran cama cuadrada, baja y cubierta de pieles.

No había más muebles ni espejo alguno. Las paredes eran rojas y la alfombra negra. Andrée hizo observar a O que la cama no era, en realidad, más que una plataforma cubierta por un colchón y una tela negra de pelo muy largo que imitaba la piel. La funda de la almohada, delgada y dura como el colchón, era de la misma tela, al igual que la manta de dos caras. El único objeto clavado en la pared, aproximadamente a la misma altura con relación a la cama que el gancho del poste con relación al suelo de la biblioteca, era una gran anilla de acero brillante de la que colgaba perpendicularmente a la cama una larga cadena; sus eslabones formaban un pequeño montón y el otro extremo estaba sujeto a un gancho con candado, como un cortinaje recogido en un alzapaño.

—Tenemos que bañarte —dijo Jeanne—. Te quitaré el vestido.

Los únicos detalles especiales del cuarto de baño eran el asiento a la turca situado en el ángulo más próximo a la puerta y los espejos que recubrían totalmente las paredes. Andrée y Jeanne no la dejaron entrar hasta que estuvo desnuda, guardaron el vestido en el armario situado al lado del lavabo en el que estaban ya las sandalias y la capa roja y se quedaron con ella. Cuando O tuvo que ponerse en cuclillas en el pedestal de porcelana, se encontró, en medio de tantos reflejos, tan en evidencia como cuando, en la biblioteca", unas manos desconocidas la forzaban.

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