Read Historia de una maestra Online

Authors: Josefina Aldecoa

Tags: #novela

Historia de una maestra (2 page)

BOOK: Historia de una maestra
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Si tuviera que buscar una imagen para recordar aquel pueblo, elegiría ésta, la del viejo con el traje de pana gastada, el sombrero negro calado hasta las cejas, inclinado sobre la tierra.

Y si poco me acuerdo de ese pueblo, menos del segundo.

Era un pueblo de vino y empecé en septiembre. Los diez niños del primer día se convirtieron en tres en seguida. «¿Dónde están los otros?», pregunté. «Vendimiando», me contestaron. Empezaban a incorporarse a la escuela cuando me mandaron a casa. Dos meses escasos, ¿cómo me voy a acordar? Estuve una temporada esperando y al fin me dieron la tercera escuela. Esta me iba a durar. Nadie pide los pueblos perdidos en la montaña. A nadie le interesa enterrarse en la nieve. Así que para allá me fui con interés, con ilusión. Y mira por donde, cuando voy a tocar tierra firme, viene el hombre que me mandan como guía y me suelta aquello: «Señora maestra, le advierto que la van a recibir a palos…» El hombre comía y de vez en cuando echaba un trago de la bota de vino. «¿Quiere?», había sido su último ofrecimiento. Y señalaba el pan con tocino y la bota. Yo dije que no con la cabeza. Cuando terminó el almuerzo, limpió la navaja en el pan que le quedaba, la cerró de un golpe seco y envolvió el resto de comida en un trapo de limpieza dudosa. Lo colocó en el zurrón que colgaba a su espalda y trabó en él la correílla de la bota de vino. Luego dijo: «Vamos», y me señaló el caballo que permanecía atado a una de las columnas de piedra de la Plaza.

No sé cómo, me encontré sentada en lo alto, la espalda erguida, las piernas colgando hacia un lado.

—Así va bien, a mujeriegas —dijo una mujer salida de las sombras de la Plaza.

El guía sujetó la maleta con una cuerda a mi lado. Yo me apoyé en ella y me sentí protegida por aquel cofre que guardaba mis tesoros, todo lo que me unía a mi casa, mi familia, mi mundo.

El guía dijo: «Arre.» Y el caballo empezó a andar lentamente. Por las últimas callejas del pueblo sonaban los cascos: cloc, cloc, cloc. El guía corría entre los cantos desiguales del empedrado y me salpicaba el pañete de los zapatos nuevos. Por el camino en cuesta bajamos hasta un puente de madera que cruzaba un río estrecho de aguas turbulentas. Yo me agarré bien a la manta y me dije: «No me puedo caer.» Al vaivén de la marcha se me incrustaba en la cadera la esquina de la maleta y el dolor intermitente del golpeteo me daba ganas de llorar. Pero yo seguí pensando: «No me voy a caer y tampoco voy a llorar. Nadie me va a recibir a palos. Tengo todos mis papeles en regla. El Alcalde ha recibido el oficio comunicando mi llegada…»

Al ritmo de la marcha, la indignación me subía a la garganta y ahogaba la angustia y la sensación de lejanía que me había invadido desde que contemplé el circo de montañas que rodeaba al pueblo grande.

—Detrás de las primeras, las más altas, dando un rodeo, está su pueblo —me había dicho el conductor al ayudarme a bajar del autobús.

Ahora, por un camino angosto, tropezando a cada momento, marchábamos los tres: el hombre que iba a pie, sujetando las riendas del caballo; el caballo acostumbrado con toda seguridad a cargas más pesadas y yo, pegada a mi maleta.

Las peñas grises aparecían moteadas del verde que brotaba entre sus grietas. Por el cielo cruzó un águila, voló rauda sobre nuestras cabezas. Al avanzar, el paso se iba cerrando cada vez más hasta llegar a convertirse en un desfiladero. Un riachuelo discurría abajo, sus riberas eran minúsculas, apenas una breve pradera fileteando el curso del agua.

—Truchas. Muy buenas —dijo mi acompañante.

Y añadió al poco rato:

—Esto en invierno no hay quien lo cruce. Fíjese ahora, en buen tiempo y estamos empezando el viaje como aquel que dice. En invierno y con nieve, meses aislados…

Eran unos treinta. Me miraban inexpresivos, callados. En primera fila estaban los pequeños, sentados en el suelo. Detrás, en bancos con pupitres, los medianos. Y al fondo, de pie, los mayores. Treinta niños entre seis y catorce años, indicaba la lista que había encontrado sobre la mesa. Escuela unitaria, mixta, así rezaba mi destino. Yo les sonreí. «Soy la nueva maestra», dije, como si alguno lo ignorara, como si no hubieran estado el día antes acechando mi llegada. Recordaba al más alto, el del fondo. Parecía tener más de catorce años. Estaba medio subido a un árbol, cuando pasé ante él. Ahora me miraba en silencio. Le pregunté: «Eres el mayor, ¿verdad?» Negó con la cabeza y señaló a una niña más pequeña en apariencia.

«¿Cómo te llamas?», insistí. «Genaro, el del molino», contestó. «Pero ¿cómo te apellidas?» Farfulló algo entre dientes. «Está bien, Genaro. Tú vas a ser mi ayudante.» No se movía y tuve que pedirle: «Ven a mi lado.» Salió de su fila, avanzó por el corto pasillo entre los bancos y la pared y se detuvo cerca de mí sin acercarse del todo.

—La escuela está vieja y sucia —dije a todos— y la vamos a arreglar. No podemos trabajar en un lugar tan feo.

Luego me dirigí a Genaro.

—A la salida busca cal y una brocha y di a cuatro de los mayores que se queden con nosotros.

Después pregunté cuántos sabían leer y escribir y sólo una pequeña parte levantaron la mano. Así que los dividí en grupos, puse cerca de mí a los más pequeños y les dije:

—No podéis sentaros en el suelo. Mañana cada niño traerá una silla y una tablita para apoyar su cuaderno.

Como ninguno tenía cuaderno, arranqué una hoja de mi Diario para apuntar: «Pedir al pueblo grande treinta cuadernos y treinta lapiceros.»

Aquel mismo día, cuando la tarde caía y las montañas envolvían en sombras anticipadas el valle, se abrió la puerta de la cocina de María y allí estaba el Alcalde, malhumorado y hosco. Sin quitarse la gorra, sin pasar de la puerta, me señaló con la cachaba y dijo:

—Aquí no ha venido usted a pintar la escuela. Aquí ha venido usted a tener a los chicos bien enseñados. Así que déjese de pinturas…

Y se marchó. Me acerqué al umbral y le vi perderse por la calleja adelante. Una media luna pálida apareció entre dos montes. Por el río ladraron perros. Contestaban otros en el pueblo. Me parecían ladridos tristes, ululantes. Respiré hondo el aire fresco que venía a rachas cargado de olores campesinos, yerba seca de los pajares, abono, leche agria.

Siempre que me pongo a recapacitar sobre aquellos pueblos de mi juventud lo primero que me viene a la memoria son los olores, los colores, las sensaciones más elementales. Aunque yo diga: pensaba esto o lo otro, seguro que no era así, seguro que eso me lo imagino yo ahora, al paso del tiempo. Pero de lo que sí estoy segura es de las sensaciones. Por eso cuando hablo de la visita del Alcalde vuelvo a sentir el olor y el frescor de aquella noche.

En la Normal teníamos un profesor muy aficionado a las arengas. Ponía los ojos en blanco cuando nos hablaba de la importancia de nuestra función como educadoras.

«La joya más preciosa carece de valor si la comparamos con un niño. La planta más hermosa es sólo una pincelada de verdor; la máquina más complicada es imperfecta al lado de ese pequeño ser que piensa, ríe y llora., Y ese ser maravilloso, ese hombre en potencia ante el cual se doblega la Naturaleza, os ha sido confiado, mejor dicho, os será confiado a vosotras…»

Don Ernesto se llamaba, y parecía que su misión no era otra que la de insuflarnos el entusiasmo que nuestra profesión nos iba a exigir. Muchas veces me he acordado de él. He rememorado con amargura o con humor aquellas ampulosas afirmaciones suyas:

«La patria, la sociedad, los padres, esperan de vosotras el milagro, la chispa que encienda la inteligencia y forje el carácter de esos futuros ciudadanos…»

¡Qué hubiera dicho él si hubiera visto el recibimiento que me hicieron el día que llegué al pueblo…!

Ya de lejos, me había dicho mi acompañante: —Ahí a la vuelta, en cuanto doblemos esa loma…

El valle era chiquito. Abajo, al borde del río había pocas casas. La mayoría trepaban por las laderas del monte, huyendo de las riadas, pensé yo, o queriendo protegerse de una invasión imaginaria. El caso es que el pueblo aparecía de pronto, y se venía encima sin aviso, sin señal alguna que anunciara su existencia.

Entramos por la primera calleja que desembocaba en un cruce de calles mal trazadas, una especie de ensanchamiento en el centro del cual había una fuente.

—Esta es la Plaza —dijo mi guía.

Había gente. Hombres, mujeres y niños vestidos con ropas pardas iluminadas a veces por el rosa fuerte de un jersey o el verde violento de un pañuelo. Parecían reunidos, esperándome. Pero no daban muestras de relación alguna entre sí.

No hablaban, no comentaban, no reían. Simplemente permanecían de pie, cerca unos de otros como buscando un mutuo apoyo para hacer más descansada la espera. Algunos chicos estaban encaramados en árboles raquíticos. Otros en tapias de piedra que protegían el huerto, el patio o la cuadra.

Se destacó un hombre mayor, recio y sombrío y me dijo:

—Yo soy el Alcalde y aquí estamos todos que los he llamado a concejo a ver quién la quiere meter en su casa.

El guía me había ayudado a bajar del caballo y al poner pie a tierra se me doblaron las rodillas y casi me caigo después de las horas de tensión, subida a la grupa del animal. Me sentí ridícula al hacer aquella entrada tan poco airosa. Traté de sonreír.

—Buenas tardes —dije al Alcalde—. Soy Gabriela López.

El insistió:

—A ver ahora que está aquí todo el gentío, quién se decide a tenerla…

Parecía enfadado y más que ayuda era como si estuviera formulando un desafío. Como si dijera: A ver quién se atreve… Los demás callaban. Una vieja a mi lado me habló en voz baja:

—Dice don Wenceslao… —fue lo único que pude entender.

Me cogió de la mano y me sacó del grupo. Allí quedaron todos hostiles o indiferentes. El guía dio un grito:

—A ver la maleta, quién la coge…

La mujer se acercó a buscarla.

—Raimunda, no tropieces —murmuró socarrón.

Ella no contestó, pero le lanzó una mirada de odio. Entre charcos y piedras me fue conduciendo la mujer, cuesta arriba hasta un caserón que marcaba el final del camino.

—Aquí vive don Wenceslao —dijo. Y me empujó suavemente hacia el portón de roble guarnecido de clavos. Sobre la puerta un escudo sencillo de piedra carcomida, distinguía y dignificaba la fachada.

Detrás, el monte avanzaba sobre el pueblo en forma de bosque frondoso de escajos y hayas.

Llevaba ya una semana en el pueblo cuando apareció el Cura en la puerta de la escuela. Los niños estaban en el recreo y corrieron a besarle la mano.

—Buenos días, señor Cura —cantaron todos con la misma musiquilla. Genaro estaba dentro de la clase y me ayudaba a colocar los bancos alrededor de las paredes.

—¿Qué hace usted, señora maestra? — preguntó el Cura. Y su cuerpo ocupó todo el umbral.

—Ya ve, colocar los bancos contra la pared.

—¿Y eso para qué, hija mía? — preguntó interesado.

Yo me había acercado a él y él me extendió la mano, elevada, acercándola para que la besara. La aprisioné en el aire y la estreché con un movimiento forzado. El seguía mirando los bancos y el espacio vacío que había quedado en el centro de la habitación.

—¿Qué va a hacer usted? — preguntó otra vez.

Me quedé un poco indecisa ante el tono inquisitivo del visitante.

—Voy a hacer teatro con los niños. Teatro y canciones. Vamos a representar un cuento…

—Muchas modernidades trae usted para este pueblo —dijo el Cura sacudiendo la cabeza. Pero en seguida cambió de actitud y se volvió amable, casi zalamero—: Hoy me tocaba confesión en el pueblo de al lado y me dije: Habrá que ir a echar un vistazo a la señora maestra…

Yo sonreí cortésmente.

—¿Y cómo ha encontrado a estos mozos en Catecismo? — preguntó a continuación.

—Los encuentro mal en casi todo —dije evasivamente.

—Pues a ver si los mejora —dijo el Cura. Y el tono se había vuelto astuto y desconfiado.

Se recogió el manteo y se lo echó al hombro. Con las dos manos se alzó un poco los bordes de la sotana para no arrastrarla por el barro y se fue poco a poco por la calle adelante.

A las doce, cuando cerré la escuela para irme a comer vi el caballo del Cura atado junto a la casa del Alcalde.

—Estarán comiendo —dijo Genaro que caminaba a mi lado—. Comen y se lo apañan todo juntos —continuó—. Ellos mandaron que usted no se quedara en casa de don Wenceslao…

Mi padre tenía la cabeza muy clara y me había educado con libertad, pero también con prudencia. Mi madre era una mujer bondadosa, pero desdibujada. Dejó mi educación en manos de mi padre, a quien admiraba sin reservas. Yo todo lo que soy, o por lo menos lo que era entonces, se lo debo a mi padre. Era un modesto funcionario de ferrocarriles que consumía sus días tras una mesa de escritorio, dibujando con su perfecta caligrafía relaciones de mercancías, horarios de trenes, fechas de referencia. Y cuando llegaba a casa se encerraba a leer.

Aún ahora que lo contemplo con la frialdad de los años pasados, valoro su pasión por el saber, el ansia por alcanzar fines nobles que proyectó en mí. «Dios no existe», me decía y le brillaban los ojos con el fervor del descubrimiento. «Dios no existe como lo ven los que creen en Él. Si hay una forma de divinidad está en todo lo que nos rodea: el mar y el monte y el hombre son Dios…» Mi madre escuchaba y guardaba silencio. Una noche les oí hablar. «Es una niña», decía mi madre, «y va a tener muchos disgustos con las ideas que le metes en la cabeza.»

Solíamos pasear juntos por la carretera que salía del pueblo hacia el Norte. O subíamos a los montes cercanos por caminos que él conocía muy bien. Eran los mejores momentos, aquellos en que los dos solos hablábamos o hablaba él y yo escuchaba o interrumpía para que me aclarara alguna duda.

A veces se quedaba pensativo, detenía su marcha y me miraba.

«¿Tú crees que estoy loco?», me preguntaba. Yo me apresuraba a negar esa locura; le cogía de la mano y le sonreía. «Es muy difícil aceptar la incongruencia de la vida», me decía. «Por eso debes entender que haya gente que necesita religiones para dar respuesta a sus temores.» Yo no lo entendía bien entonces. Pero recibía el mensaje de mi padre: «Respeta a los demás, respeta y trata de comprender a los otros.»

Traté de comprender que no debía quedarme a vivir en la casa de don Wenceslao pero no lo conseguí. Fue una imposición, un abuso de poder, una coacción. Acababa de entrar en la casa, empujada por la mujer que llevaba mi maleta, y ya se oía tras de nosotras un cloqueo de madreñas, repiqueteando sobre las piedras de la calle. «Pase, pase, adelante», me dijo Raimunda. Y me señalaba una puerta cerrada al fondo del portal. Fui hacia la puerta, la abrí y una sala luminosa y cálida apareció ante mis ojos. Las lámparas encendidas en varios puntos de la enorme habitación despedían un leve olor a petróleo quemado. Cerca de la chimenea encendida un anciano sentado en una butaca, más bien hundido en ella, me contemplaba. No hizo ademán de levantarse. «Acérquese», ordenó. Y su voz era firme y más joven que el cuerpo del que procedía. Me fui acercando y me extendió la mano. «Es usted una niña. ¡Vaya maestra!», dijo. Sostuvo mi mano entre las suyas por un instante. Luego me invitó a sentarme. «Nadie le quiere, ¿eh? La verdad es que no han tenido mucha suerte. La última maestra se pasaba la vida en su pueblo, no muy lejos de aquí…»

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